Benedetta Tagliabue nació en Milán y completó sus estudios de arquitectura en Venecia en 1989. Poco después se unió al equipo de Enric Miralles y, desde la prematura muerte del genio catalán, ha llevado las riendas del estudio de modo extraordinario, como comenta Christopher Pierce, arquitecto y docente en la Architectural Association, en Londres, a donde Benedetta llevó un pedacito de su oasis barcelonés a finales del mes pasado.
Entre todo el color y la alegría que Benedetta Tagliabue trae a esta oscura tarde londinense se adivina el espectro de algo que no sé si me imagino o si, efectivamente, está ahí. Es algo suspendido entre la pasión y la intensidad, entre el calor y el salitre. Creo que es lo mismo que baña de luz espesa al impresionismo español y, al mismo tiempo, es responsable de las monstruosas sombras de la scuola metafisica, lo que hace que un expositor retroiluminado en el que se anuncian Selfridge’s, Ikea o Ryanair me haga sonreír, creyendo por un momento que ha salido el sol moreno.
Benedetta Tagliabue también lo menciona, consciente de ello o no, en la presentación que ha preparado para dar en este antiguo salón georgiano en el que una tenue luz difusa baila sobre la escayola decorada del techo. Ha traído consigo una ristra de fotografías, a cual más bonita y sincera, de proyectos que el estudio ha llevado a cabo desde principios de los años noventa. Mientras estas imágenes desfilan ante los ojos de los curiosos espectadores, Benedetta, como digo, parece hablar menos de los proyectos terminados que de las gentes que les insuflan vida, de sus voces, de sus piropos y comentarios. Alude constantemente al contexto, al barrio, al bullicio de la plaza; explica que cuando la frutera la llama «reina», llega a casa con dos kilos de naranjas que no estaban en la lista de la compra, siendo en efecto el mercado lo que ocupa gran parte de su charla.
El mercado tiene una particular forma de articular la vida cotidiana en la ciudad. Benedetta y su estudio comparten mi fascinación por este espacio tan característico, al tiempo que jovial, cálido y, por qué no, suculento. Sin embargo, Benedetta no habla de cualquier mercado. El Mercat de Santa Caterina, proyecto finalizado por el estudio Miralles-Tagliabue en 2005, es (después de su otra Caterina, su hija mayor, cuyo nombre parece ser más que una coincidencia), la niña de sus ojos. Así nos lo hace ver a través del material fotográfico que ha preparado en el que se apoya para hablar del proceso constructivo con una honestidad que pilla a todos desprevenidos, desacostumbrados a esta frescura. Es ella quien se encarga de destacar la continua e inspiradora colaboración del estudio con el ceramista catalán Toni Cumella, quien para este proyecto en concreto se encargó de la fabricación de los baldosines hexagonales de más de sesenta y ocho colores que decoran el tejado, salvando la inamovible creencia de que la cerámica no permite más de dieciocho tonalidades de esmalte, al tiempo que “llevan a la escala urbana la alegría del mercado”, en palabras de la propia Benedetta. La cerámica de Cumella se vuelve verde apio y amarillo limón en el barrio gris al que Miralles-Tagliabue sacaron, literalmente, los colores. Hacia el final de la charla, Benedetta nos ha llevado a Barcelona y hemos terminado oyendo el griterío del mercado, oliendo a queso curado y pisando algo de hielo crujiente que desbordaba de los cajones del pescado, recién traídos de la lonja.
Para llenar la ciudad de vida, color, y aire, el término que utiliza Benedetta, su estudio no necesita trabajar entre el gentío del mercado: también sabe lucirse cuando de terreno aparentemente baldío se trata. De eso me convence su apasionada visita guiada virtual al Parc Diagonal Mar, completado tres años antes que Santa Caterina, también en Barcelona, al que ella misma alude llamándolo patio, por aquello de que tanto cerámica como naturaleza están presentes, una propuesta sensorial que partía de la intención de conectar la Avinguda Diagonal con el mar. Contexto, colaboración, cerámica, barrio e historia se articulan y dan sentido mutuamente: «Hay que ser muy humilde a la hora de transformar estos espacios urbanos y siempre tener presente que se está trabajando en una pequeña fracción del tiempo en la historia de ese lugar». Este proyecto pone de manifiesto una vez más la importancia del taller cerámico de Toni Cumella en los procesos arquitectónicos, materiales y artesanales en los que Miralles-Tagliabue se embarca, y de los que siempre sale entre vítores y a hombros. La cerámica se convierte en este caso en la mediación material entre el casco antiguo de Barcelona y el parque, situado a la orilla del mar, junto a un extenso complejo residencial y hotelero: es de arcilla el pavimento de baldosa hidráulica y también de arcilla son las gigantescas macetas que cuelgan por encima de uno, cuajadas de geranios, haciendo un guiño a la desconocida madrugadora que, en batín, se pone a cuidar las plantas del balcón, regando de paso a más de un transeúnte.
El habitante o ciudadano, ya comerciante o profesor de primaria, peatón o párvulo, es tan parte del proyecto como lo son las baldosas. Así lo demuestra la meticulosa documentación llevada a cabo en la obra terminada, en las que Miralles-Tagliabue buscan convivencia, risas, abrazos, rayuela y peonzas; o la interpretación del lugar a través de los ojos del visitante, ya sea con una cámara fotográfica o un cuaderno y un lápiz. Benedetta Tagliabue trae a Londres un poco de arquitectura cercana, arquitectura que a través de los procesos artesanales de producción trabaja con personas; el resultado de cuyo trabajo también se concibe para el uso. El proyecto actúa como catalizador de las complejidades urbanas que ya estaban ahí antes de la intervención, así como de ese algo que entreveo en cada ejemplo de su obra, algo que se concentra en los resquicios del barrio y su historia, de su pasado artesanal y su contexto, de sus niños jugando en sus patios soleados; algo que acabo pensando que no es sino una dosis concentrada de ciudad mediterránea.
Fotografía: © Miralles Tagliabue EMBT