La gran evasión del ser humano es el acto sexual. No se puede ir muy lejos sin echar un polvo, como tampoco es posible en la vida animal. En Europa hay más de 600 locales de intercambio de parejas. Le Cap D’Agde es la mayor estación de surtidores de placer. Un periodista de Jot Down Magazine repostó allí.
Nunca antes había tenido una excusa para ir a un local swinger. Mis escarceos en clubes de Hungría, Francia o Inglaterra obedecían a la certeza de que no tardaría en llegar el encargo de visitarlos para trazarle al lector una composición de lugar. Sobre eso nunca hubo dudas porque el trabajo inaplazable es la propia muerte, y el sexo es inmune a ella; un antídoto para despistarla mejor que escribir este artículo. Si correr ante una amenaza supusiese un acto cobarde, correrse ante un peligro podría considerarse algo osado. A menudo la realidad se empeña en demostrar lo contrario.
Unos labios vaginales traducen algo a mi lengua. Su protector bucal —la persona que se manifiesta por ellos— es boxeador, pero qué diablos sé yo. Ella le llama cariño y le pide joder un poco. Su mano libre me masturba durante un rato y mi chorro sale disparado como si lo que hubiese meneado fuese una botella de champán. Luego el tipo viene a por mí y las excusas que le doy no tienen ningún efecto en él.
—¡Puto extranjero! Manchaste a mi novia y me salpicaste en la oreja.
—En aquel cuarto había más gente…
—Voy a matarte, cabrón.
—Tranquilo jefe, la cama no es un ring, nada es personal aquí.
Recuerdo el mordisco de Mike Tyson a Evander Holyfield en el tercer asalto de la por aquel entonces pelea más cara de la historia. Le arrancó un pedazo de oreja y la escupió sobre el cuadrilátero. Espero que el tipo haga oídos sordos de la suya, pero mi acento latino inflama su vena racista. Casi puedo contar sus prejuicios, los lleva tatuados en la sien. Trato de esquivarle, pero me proyecta contra el marco de la puerta y de rebote voy hacia el bar en busca de una salida; aunque estoy en un segundo piso. Le digo al dueño que un cabrón ha perdido el juicio. La camarera, un viejo transexual, se queda a mi lado mientras Peter va y habla con él. A la vuelta suelta:
—Ese tío ha ganado algunos campeonatos, ¿entiendes? Debes aprender que no hay que correrse sobre un boxeador. Se ha ido a la ducha, será mejor que cojas un taxi antes de que salga. Vuelve otro día.
—Sabias palabras, Peter.
Aunque la gente continúa bailando yo no escucho la música, solo las maldiciones del púgil y su histérica novia camino del cuarto de baño. Le pido a dios que el antro tenga agua caliente. Recojo mi chaqueta del perchero y bajo las escaleras hasta la calle, acompañado de la transexual. He perdido el antifaz, pero si el boxeador me encuentra nadie podrá reconocerme. Esto es la periferia suroeste de Londres: hay naves industriales bordeando la autopista, grillos agitando los élitros en la oscuridad y grilletes en los tobillos de aficionados a jueguecitos de sado. La transexual le quita hierro al asunto:
—Mientras estés conmigo no te hará daño; me respeta. En los encuentros matinales del sábado el público te hubiese aplaudido por eso. Elegiste mal el día… Pasado mañana habrá otro.
El señor de voz aniñada saca falso pecho al hablar de las fiestas Ouch, una onomatopeya del quejido de placer de las clientas al recibir de buen agrado una cachetada en el culo. Los encuentros se celebran una vez al mes en The Hellfire Club. La admisión cuesta 15 euros y las mujeres juegan el rol de profesora o alumna y dejan que los hombres les den nalgadas. El plato estrella del menú los sábados por la mañana son las tortitas en el culo aderezadas con un chorrito de esperma. El local, un viejo estudio cinematográfico reconvertido en club swinger, tiene pizarras y escritorios escolares junto a cadenas, correas y cinturones de castidad. También hay un todoterreno negro decorado como una limusina. La capacidad máxima por cópula son ocho personas y no hay control de alcoholemia.
El desconsolador horizonte social al que se enfrenta el hombre es similar a un desierto, las oportunidades escasean y resulta imposible buscar oasis sin arriesgar en algún término. Una imagen vale más que mil palabras, de la misma manera que un agujero es más real que un álbum de recuerdos. Algunos solo quieren mirar por ese orificio, pero palparlo y penetrarlo pasa por ser el fin del periodismo. Mientras el mundo intenta salvar su culo sin ojos en la nuca, en los clubes swinger todos afirman ver la luz dentro del túnel, aunque a veces hay que correr si eres lo suficientemente osado. ¡Ouch!
Los libertinos desarrollan un vínculo tan sólido que ver a su pareja disfrutando con otro hombre o mujer les da placer a ellos también. Según ellos, esa envidia sana es lo que hace florecer la relación. Yo no estoy tan seguro. Esas orgías en principio extraordinarias llegan a transformarse en algo tan banal y ordinario como cancelar un recibo de luz en el banco. Esta crónica podría ser una coartada, pero los trabajos por encargo pierden espontaneidad si no llegan en el momento justo. Los clubes de apareamiento consentido, sin embargo, son lugares que venden una gran carga de impulsividad, de modo que voy a pasar el verano al sureste de Francia, una de las capitales mundiales del libertinaje.
Le Cap D´Agde se desarrolló en los años 60 como un destino de playa orientado al naturismo. La gente sigue yendo al supermercado o el banco sin otra ropa que su piel, pero ahora más del 80% de los visitantes se entregan a las bacanales. En la playa la hora determinada extraoficialmente para ello es a partir de las cinco de la tarde, en una zona en la que se concentran grupos de holandeses, alemanes, españoles o franceses para dar rienda suelta a su lubricada imaginación.
Alguien pasea a una jovencita con varios metros de correa de cuero enrollados al cuerpo, y la perrita incluso levanta la patita para orinar. La gente aplaude o se quita el sombrero y otros hacen como que no va con ellos al mismo tiempo que no pierden detalle. En los complejos turísticos de la colonia naturista hay restaurantes, saunas, hoteles, campings, supermercados, centro médico y muchos locales de intercambio. Solo uno de ellos es de ambiente gay. La anécdota del boxeador de Londres sería impensable aquí, en la nación del Marqués de Sade. El lema de Francia: libertad, igualdad y fraternidad, es también promovido y aceptado por la comunidad swinger.
Es medianoche y la luna llena no le quita ojo a la desierta playa nudista de Cap D’Agde, como una voyeur más en el parque de atracciones del sexo esta fresca noche de septiembre. Como siempre, he aparcado la bicicleta a la entrada de la comuna naturista y atravesado a pie la atenuada atmósfera de los complejos turísticos para dar con Le Glamour, el local con mejor reputación del ambiente, con capacidad para 1000 parejas. En un restaurante adyacente cenan Virginia y Francis, el dúo de un pueblo de 7000 habitantes que conocí en mi visita a Le Kalyptus, un club de la ciudad de Montpellier, a 70 kilómetros de donde estoy ahora. Entre ambos suman 80 años, pero él le saca 30. Es más fácil calcular las distancias que las personas con las que han intimado. Han recorrido millas de carne.
De camino a la cita recuerdo la primera vez que los vi hace tres semanas… una tarde en la que al llegar a casa charlé con el cubano que sirve tragos frente a mi apartamento. Antes de despedirme, Wilson me ofreció un tabaco negro sin filtro y confesó:
—Sigo siendo el mismo que aterrizó aquí hace nueve años, excepto porque he probado de todo.
—¿Todas las ramas del árbol genealógico?
—En los cuartos oscuros no se distingue y termina pasando con todos. Aquí he abierto la mente y…
Agradezco el humo sin dejarle terminar la frase, pues nunca he detectado conductas homosexuales en ese ambiente y me consta que no es así. Tengo diez minutos para preparar una bolsa y pedalear hasta la estación de ferrocarriles de Agde si quiero llegar al de las cinco de la tarde con dirección a Montpellier. Llego a tiempo de comprar el billete y colgar la bicicleta de un gancho del vagón.
En el trayecto repaso notas sobre Le Kalyptus, el local de intercambio que parece menos frívolo. Hay un sistema de tranvías en Montpellier, y debo tomar precauciones para no tener un accidente si me subo a la bicicleta ebrio. Al apearme del tren hago un trayecto de reconocimiento para calcular la distancia con la estación (25 minutos) y tomar una foto del exterior. A pesar de ser decadente e inhóspito, hay coches con gente esperando a que abra desde una hora antes.
Los hoteles baratos están llenos… regresaré esta misma noche si no me dejo arrastrar por el ambiente hasta la hora de cierre y luego a esperar que amanezca. Algunos swingers tienen servicio de buffet y bar abierto, pero el todo incluido de Le Kalyptus no incluye la comida, la bebida ni la conexión a Internet. Pido mesa en un restaurante del centro y ordeno algo ligero que pueda digerir en 25 minutos: una crema de alcachofa y un vaso de vino. Sé que los espárragos agrían el semen. Con la alcachofa no estoy seguro, pero creo que ambos vegetales son afrodisíacos.
—Estamos en la ciudad gay de Francia, amigo —celebra el camarero.
—Yo soy la excepción que confirma la regla, tomaré el postre en otro sitio…
Hacia las nueve de la noche aseguro la bicicleta a una verja y saludo amigablemente a los porteros. La entrada, el albornoz, la toalla, una copa, un café y algo de fe me cuestan 50 euros. Deposito la ropa en la taquilla y voy al bar descalzo con la toalla enrollada a la cintura. En cierta ocasión en Budapest salí de la misma guisa al salón del Dreamland—en mi primera experiencia swinger para esta crónica—, pero el portero me llamó la atención por las zapatillas Converse All Star. Entonces seguí la fiesta con los calcetines puestos, pero ahora tengo la decencia de quitármelos. Con el tiempo uno aprende a saborear el frío frente a la hoguera.
La mayoría de locales de intercambio permiten la entrada a un número limitado de hombres solos, al fin y al cabo ellos representan la base del negocio en base al costo de la entrada. Hay otras excepciones como el Club de Fans de Hombres Negros, en Londres, al que solo acceden hombres de color. Para un lobo solitario en busca de la mamada lo normal es deambular en compañía de una copa por los entresijos del garito, hasta dar con los rincones clave donde dar rienda suelta al instinto básico. Allí nadie juzga a nadie, pero si un hombre soltero tiene una copa a mano nadie dará por hecho que está solo. El intercambio es el hábitat natural de cualquier ser vivo, pero el orden de las cosas ha cambiado y la mercancía que se troca aquí es de la misma naturaleza, lo que me lleva a pensar en una sombra de aburrimiento. Los documentales televisivos analizan los procesos evolutivos de otras especies como si los humanos fuéramos mucho más que carne y huesos y rasantes. En Japón hacen el amor con muñecas de 6000 euros mientras Occidente acecha como un mirón que amenaza con perderle el respeto a esas piezas de silicona y esqueletos de titanio. Me parece que deberían focalizar su atención en analizar la evolución de la especie swinger.
La oscuridad me ha puesto en marcha. Los peldaños de madera de la escalera rechinan como si fueran a ceder mientras oigo unos gemidos lejanos. Hay varios pasadizos con celdas. En una de ellas dos chicos terminan de cepillarse a una pelirroja. Ninguno tiene rostro. Hombres furtivos observan como cazadores. Mi copa se está poniendo caliente, apenas le queda un hielo. La agarro por el culo y volvemos al bar. Al bajar la escalera leo un cartel de aviso. Dice: “ATENCIÓN AL PLAN DE EVACUACIÓN”, y una serie de instrucciones. Jamás presto atención a esas advertencias, pero la ironía de esta me golpea. Aquí todo el mundo está deseando evacuar, descargar, eyacular, correrse por las escaleras mientras el local arde en llamas… Lo mismo ocurre en el resto de inmuebles, pero aquí el plan es anunciado de manera no efectista sino efectiva. No es un cartel de prevención, sino de curación. Imagino la cara del encargado de su revisión.
Me cuelgo de una pareja. Un ángel rubio con cuerpo de instructora de aerobic junto a un hombre sin cara. Apenas cruzamos palabra. Ni él con ella ni yo con el otro chico que entra la celda. No sé si la chica es ninfómana, pero su desenfreno sexual me recuerda alguien que acaba de abandonar la cárcel. También sé que es francesa porque no la entiendo. La barrera lingüística desata los sentidos… les dejo tomar el mando por una cuestión de espacio y le acaricio los pies a la rubia esperando mi momento. Ella me agarra la mano y me conduce al meollo. ¡Ven aquí, echo en falta un miembro! parece decir. Otra pareja se cuela en el cuarto y el celador les dice que se vayan. Una fuente de preservativos a la entrada de la celda estipula que esto no es una cárcel aunque muchos clientes se aten de pies y manos.
En los swinger normalmente se abre poco la boca para hablar, como en misa o en la ópera se permanece en silencio mientras se canta o gime según el caso. Es algo que tienen en común estas selectas expresiones artísticas: todo gira en torno a la actuación sobre el escenario. La reacción de la mayoría de la gente cuando les dices que vas a la ópera o misa es similar si les cuentas que has optado por el plan de evacuación.
Miradas, sauna, cerveza, cigarrillos, champán barato, café y un baño en la piscina. En el jacuzzi la clientela repone fuerzas. Paso por cada rincón del local excepto el cuarto exclusivo para parejas, allí solo puedo observar por una mirilla. De nuevo en el jacuzzi recuerdo que a esa hora ya no hay trenes. La clientela representa el árbol genealógico casi al completo, pero solo algunas de sus ramas continúan dando frutos. Todos quieren morder la manzana, tal vez porque una al día mantiene alejado al doctor. El ejercicio me ha abierto el apetito.
Me acerco a Virginia y Francis antes de saber cómo se llaman. Tras tres triunfantes tríos, por darle una tono lírico al asunto, es agradable charlar de nuevo. Francis tiene pinta de haber servido en el ejército, su calva y su poblado bigote imponen cierto respeto. Tose como una metralleta mientras maldice por un cigarrillo. Ella no tiene vello púbico y lleva el cabello bien corto. Tal vez ahí esté la gracia del bigote, en usarlo de esponja. Virginia derrocha familiaridad, como si la conociese de un concurso en antena. Ellos nadan hacia el borde contrario de la piscina que en esa sección no anda lejos. Calibro la distancia con la pierna derecha para ver si lograría tocarle el culo desde mi posición, así que estiro el brazo, luego la pierna y le pellizco la nalga con los dedos del pie. Le dice algo al oído a Francis y viene hacia a mí. Me enseña los dientes y me invita a sentarme en el borde. Estoy fuera del agua pero me siento sumergido: mi cerebro borbotea burbujas de placer.
Francis no habla bien inglés, pero acierta a decir que tiene un apartamento en Gran Canaria —mi isla de origen—. Sus clubes favoritos son el 2×2 de playa del Inglés o el Fun4All, un complejo de apartamentos de intercambio cuyos dueños han comprado una isla en Bahamas para desarrollar su proyecto swinger al otro lado del océano. Cuando le respondo que resido temporalmente en Cap D´Agde, se le ilumina la cara y su sonrisa expande el bigote. Podemos quedar otro día, sugiere. Su novia susurra:
—Tuve un accidente y aún no he terminado la rehabilitación. Un problema de vértebras. Por eso no puedo hacer lo que me gusta.
Se limpia los restos de semen de la boca y sale del jacuzzi… Son las dos de la madrugada y todo el mundo parece exhausto, pero mi casa sigue estando a 70 kilómetros y debo buscarme la vida. Francis y Virginia se ofrecen a llevarme, metemos mi bicicleta en su coche y se desvían una hora del camino para dejarme en la puerta. Virginia ha estado prendiéndole cigarrillos a Francis todo el trayecto. El hombre carraspea como su viejo coche, pero su aparato debe de estar bien engrasado: su pareja tiene 30 años menos y más guerra encima de la que le corresponde. Tres semanas después entro en el restaurante del campo naturista en el que están ellos.
—Mañana es el cumpleaños de Virgin: 26.
—Magnífico. ¿Cómo va su vertebra?
—Mejor. Estoy buscando 25 españoles para que se acuesten con ella mañana a las ocho de la tarde en Le Glamour. Yo seré el número 26.
Ella sonríe. Les prometo que iré, aunque me resulta descorazonador. Procuro preservar un grado razonable de intimidad hasta paseando desnudo por una de las Sodoma y Gomorra del siglo XXI. El movimiento swinger es más puro y honesto que otros. No hay tapujos ni medias verdades. Es un estadio anterior a la sociedad con una escala de valores más alta aunque fuera de allí todo vuelve a la anormalidad. Entre tanto documental de animales, las parrillas televisivas deberían reservar espacios para este tipo de naturaleza humana no domesticada. En vez de producir sueño, la tele sería un estimulante aunque presiento que el efecto se esfumaría antes de recordarlo.
Mi viejo ha recorrido 2500 Km para verme. Viene con un amigo y una noche salimos a cenar los tres. A nuestro alrededor hay muchas parejas. Algunas chicas van desnudas, otras sugieren que lo estarán pronto. La coquetería inunda cada rincón de la terraza del restaurante, pero la decadencia también se abre paso.
—Los raros somos nosotros —dice mi viejo.
—¿Por qué?
—Eso, ¿por qué, Antonio? —insiste su amigo.
—No ves que somos los únicos que vamos vestidos —exagera mi padre.
—¡Hombre no! Por la noche todos los gatos son pardos.
El viejo pide carne por la fama que precede al género en la república francesa. Intercalamos sorbos de ginebra con miradas al paisaje de piernas largas como enredaderas y rosas púbicas. Mi viejo trata de concentrarse en su filete, pero cada cuanto se le van los ojos. Los ojos son como niños.
—José vive aquí, no actúes como si trabajases para la Iglesia —dice el amigo.
—Si vuelvo aquí… será con un putón —sentencia él.
Dejamos a su amigo y regresamos andando al apartamento. Evacuamos el plan, pero mi padre se ha confesado.
Pingback: El fracaso del sexo
No es por nada pero,¿hasta cuánto de lo que hay aquí puesto es una licencia literaria y cuánto es cierto?
No es por nada, pero nunca uso licencias literarias en la conducción de los hechos. El paisaje arriba descrito existe en toda su extensión independientemente de la estación del año o el surtidor de placer.
¿Y las fotos? ¿Hay licencia en ellas?
Certainly
Me he equivocao de oficio.
Nos hemos equivocao’ to’os!
¡Cuanto daño hace aún imitar el estilo reporteril Rolling Stones!
Os puedo asegurar que todo lo relatado es real absolutamente real,
Me gusta más cómo lo cuenta Houellebecq.
Y puede que te guste más conocerlo de primera mano…
Ciertamente, después de haber leído a Houellebecq este relato parece anticuado, como de periodismo gonzo. Pero se agradece.
Leído.
Propongo cambio de título:
El fracaso del periodista.
Dios. No he leído a Houellebecq. Y además, el artículo me ha gustado. Soy lo peor.
¿No has leído a Houllebecq? Señores de Jotdown, ¡pongan un firewall para personas como él!
Es ironía, por cierto.
«Les particules élémentaires». Hay traducción. No es sarcasmo.
Gracias por la recomendación.
Respecto a la aclaración, gracias. Estaba a punto de sentirme realmente ofendido al tú insinuar que no sé francés.
No está mal el artículo y, efectivamente, se agradece el esfuerzo de periodismo gonzo tan «rollingstonil» (descanse en paz, querido H. S. Thmposon), como ya han mencionado antes Franciasco de la Vega y Lansky.
Pero como afirma Omar y como asiduo del movimiento, he de decir que sí, que hay mucho de cierto en lo que se cuenta… tanto como lo puede haber en cualquier otra historia. Y es que, me explico, no nos olvidemos de que los swingers (o libertinos, como gustéis) son personas. Y como personas que son (que somos) tienen circunstancias personales propias, vivencias propias, opiniones propias.
Para que os hagais una clara idea puedo establecer una clara analogía: considerar los swingers desde un punto de vista sociológicamente macroscópico, es decir, no como una subcultura dentro de la cultura reinante sino como una cultura en sí misma.
Y tomad nuestra cultura, desde un punto de vista macroscópico, y mirad la televisión generalista y sus grandes índices de audiencia. Ahora pensad que hay quien ve La 2, quien descarga series y películas de internet, quien apaga los electrodomésticos y coge un libro, quien no encuentra el gozo más que en sus verdaderamente allegados, celebrando junto a ellos las alegrías y miserias del vivir… Pensad que hay quien toca un instrumento y quien sabe pintar.
Enfocando así la (sub)cultura swinger estaréis mucho más cerca de lo que realmente es y no de lo que os podríais imaginar.
Un saludo.
Veo que aquí somos muy guays. Y muy lleídos. Pues a mi me ha gustado. No és una obra maestra, cierto; pero me ha entretenido lo que muchos quisieran. Sin pasarse de listo y dejando algún regalito que leer. Así que, por mi parte te felicito.
Me encanta la facilidad con la que juzgan algunos lectores, en particular Lansky y el señor Del Corral. Parece que Jotdown es el único medio donde el nivel intelectual de los lectores es superior al de los escritores. Enhorabuena a ambos.
Cierto todo.Somos asiduos a Cap, y la verdad es que te engancha.