De vez en cuando releo las libretas que escribí en tal o cual viaje. Hoy toca el cuaderno rojo, en el que pone «Congo» en la primera página. Picoteo párrafos sueltos al azar. «Fue violada hace muchos meses, pero tardó en acudir a consulta porque no quería ser estigmatizada». «En estas montañas el hombre blanco los encadenaba para trabajar y cortaba las manos a aquellos que no cumplían». «Dejando a la mujer como un escombro, desnuda y vejada en la cuneta». «A veces los violadores dejan a una mujer del grupo sin violar, para que lo cuente a los demás». «Una mujer es como un objeto sin derechos, una herramienta de trabajo». «Hay pocos hombres en las aldeas. La mayoría han muerto o pertenecen a grupos armados».
Me detengo en una parte que no recordaba. En las montañas de Haut Plateaux, en el triángulo fronterizo entre Congo, Ruanda y Burundi, asistí con mi compadre Fernando Calero a una reunión de alcaldes de 19 aldeas con un comandante Mai Mai a la que estábamos invitados. Ante la incapacidad del ejército congoleño para controlar su propio territorio, los Mai Mai nacen por todos lados como milicias de autoprotección creadas por los lugareños. Su objetivo es repeler los ataques de guerrilleros extranjeros como los hutus o los tutsis ruandeses. El problema es que, al final, acaban convirtiéndose en lo que combaten, es decir, en una horda de saqueadores y violadores tan asesina y arbitraria como el resto.
Y me viene a la mente aquella iglesia en lo alto de la colina, a 3000 metros de altitud. Un edificio sencillo, de barro, con olor a madera húmeda y un solo ventanuco en el interior cuya luz iluminaba la cara de aquel comandante subido al altar, un señor de la guerra que acudió con una Biblia en la mano, un cura y dos adolescentes armados. Al fondo, una pizarra con el orden del día: seguridad, rutas, alimentos, quién manda ahora, pero ni una línea sobre un problema del que nadie hablaba: 200 violadas por noche entre Marungu, Kitoga y Kihua. Aunque no existen estadísticas, todos dan por hecho que las mujeres de esa zona, tarde o temprano, han sido, son o serán violadas, tengan la edad que tengan.
Apoyado sobre aquella pizarra, uno de los chicos dejó el Kalashnikov. De frente, alcaldes con chaquetas raídas, manos nudosas del trabajo en el campo, mucho miedo y sometimiento hacia aquel militar. Y un equipo de MSF intentando que se respetara su trabajo y su neutralidad en tierra de nadie. «Sin paz no podremos sostenernos», comenzó diciendo. «Sin paz no hay fuerza. Sin conciencia no hay vergüenza. Si no quieres trabajar para Dios, tendrás que decidir para quién trabajas».
A cada rato, hacía leer al cura algún versículo de la Biblia que justificara de alguna manera sus palabras. Ahora busco parte de lo que apunté, en la oscuridad de aquel edificio, traducido del swahili al francés y del francés al castellano. Era parte del libro del Apocalipsis. «Y los pueblos, tribus, lenguas y naciones verán sus cadáveres por tres días y medio y no permitirán que sean sepultados».
Y entonces seguía con su salmo particular: «Nosotros estamos aquí para traer la libertad». Pero pronto afloraron los enemigos y las soluciones para conseguir esa paz que él prometía. «Hemos tenido mucha paciencia con esas armadas extranjeras, como el FDLR hutu o el FDF de los banyamulenge. Tenemos que protegernos de ellos». Y con otro párrafo de la Biblia, haciendo aspavientos de profeta, acabó de retorcer el mensaje: «Si no podemos fiarnos de nuestro propio ejército, dadme vuestra aprobación para disparar a matar. ¿Quién de entre nosotros no quiere la paz?». En ese momento ninguno de los presentes levantó la cabeza del suelo. En el ambiente quedó el eco de sus palabras. Ya estaban en sus manos. El señor de la guerra tomó la Biblia, la levantó y como un padre juró protegerles «con su propia sangre». Así que es así como lo hacen, pensé. Así de fácil, de burdo y de jodidamente efectivo. Por eso lo de manipular a pueblos con el miedo funciona desde Jenofonte. Dadme el poder, que esto ya lo arreglo yo.
Agobiado por el ambiente tenso de aquella reunión, salí fuera a que me diera un poco el aire. Allí estaba el otro escolta, oliendo a alcohol y escuchando la radio. Le dije, por señas, que me enseñara el arma que colgaba de su cuello. Un viejo AK 47 con la leyenda «Izhevsk. Russia. 1983» grabada en uno de sus laterales. Un arma con memoria de sangre, vendida y revendida una y otra vez, a saber en cuántas guerras. Le ofrecí un cigarrillo (yo no fumo, pero en estos sitios siempre hay que llevar tabaco). Se lo llevó a los labios. Ponte ahí, hombre, que quiero hacerte una foto. Click.
Fotografía: Alberto Rojas
Puede que tenga la pregunta más estúpida del mundo, pero tengo que hacerla. Dando por descartado el que puedan protegerse a sí mismas, ¿nadie ama a esas mujeres? ¿No tienen esposos, hijos, hermanos o padres dentro de la propia milicia? ¿Cómo funcionan las relaciones en el día a día? ¿Qué dicen las mujeres?