«Cuando encontraron al poco rato el cadáver, nadie sabía de quién se trataba. ¿Quién podía imaginar que el más ilustre escultor de España, una gloria más que nacional, europea, iba a morir oscuramente en el borde de la vía, en la tremenda soledad del campo? En el periódico de la mañana siguiente decían la noticia en una columna de gacetillas de sucesos: “Hallazgo de un cadáver. Junto a las vías del tren, en el ramal ferroviario a San Jerónimo, apareció ayer tarde el cadáver de un hombre decentemente vestido. Fue trasladado al depósito judicial, donde aún no ha sido identificado”. A la mañana siguiente estalló el asombro y la consternación en Sevilla»
Tradiciones y leyendas sevillanas (1975) José María de Mena
Para la época, el misterioso suicidio de Antonio Susillo (Sevilla, 16 de abril de 1855 – 22 de diciembre de 1896) fue como el tiro que se descerrajó Larra por desamores: una conmoción nacional. No fueron los 27 años de Fígaro, seudónimo del periodista madrileño, pero sí contaba el artista sevillano con unos tempranos 41 cuando se quitó la vida en el silencio de una tarde escogida. En retrospectiva parece la muerte precoz de una vida precoz, el obituario novelesco de un hombre cuya existencia no fue ordinaria. Siendo con todo una persona corriente, fue bendecido con un talento extraordinario y con una fortuna que, desde temprano y con todo mérito, vino a buscarle a la puerta de su casa.
“¿Quién es ese Susillo…?”
Antonio Susillo procedía de una familia de buenos comerciantes. Su padre era tonelero y estaba vinculado al negocio de la aceituna. No en vano vivían muy cerca de la Alameda de Hércules y del cercano mercado de Feria. La familia poseía una posición próspera, por lo que la historia del brillante Antonio no es la del artista paria que florece de la nada. Pese a la voluntad paterna, el chico caminó desde temprano por direcciones distintas a las previstas. Fue artista madrugador e hizo desde niño dibujo y carboncillo y modelado de figuritas de barro en la misma puerta de su casa, imágenes religiosas hechas con tierra de lluvia y secadas al sol del valle del Guadalquivir. Impresionó desde el principio. Siempre según la historiografía asentada, no trufada de cierta leyenda, Susillo era solo un chiquillo cuando la duquesa de Montpensier, María Luisa de Borbón, cruzóse con el puestecito del joven Antonio, quedando tan impresionada por su talento y su precocidad que se ofreció entusiasta a pagar los primeros estudios del chico. Desde entonces lo tuvo bajo su mirada y ambos se brindaron provechosa amistad hasta la muerte del escultor. Comenzaba a brillar la gran estrella de Susillo.
La parte menos extraordinaria de su historia temprana, probablemente más veraz, viene a continuación. El pintor local José de la Vega oye hablar de él y lo acoge como su aprendiz cuando el chico apenas cuenta la mayoría de edad. En su taller personal le enseñará todos los rudimentos básicos del modelado y las artes plásticas hasta convertirlo en un profesional con la instrucción necesaria. Pero por entonces Susillo tenía más obligaciones que atender. Bien pasados los veinte años y en plena disposición personal, Antonio aún no se dedicaba por completo a su arte. Continuaba a la vera de su padre ayudando en el negocio familiar, y tendría que vencer notable resistencia para lograr la libertad para sus asuntos. De la Vega lo animará a presentarse a algunos certámenes locales para reforzar su nombre y su posición. Los buenos resultados y distintos reconocimientos que obtendría lo convencerán en su empeño profesional, doblegando finalmente la resistencia de su padre y sellando su destino inmediato. Era 1880. Se acomodó en un pequeño taller en su propia casa, apenas un cuarto en el patio del almacén de aceitunas, y comenzó a desarrollar sus creaciones. Desde entonces nunca le faltaría trabajo.
La actividad de Susillo era constante. Bajorrelieves y estatuas de estilo clásico protagonizaban sobre todo su producción. Se emplea generoso y populariza sus obras, hasta que en 1883 volverá a visitarle la fortuna. La reina madre Isabel II se presenta en su taller para conocer la obra de Antonio. Parece probable que la intervención de la Infanta María Luisa, que conoció al escultor hacía algunos años, fuera relevante para que se diera el encuentro. La reina aprovechará su visita para comprar alguna pieza del taller de Susillo y para tomar buena nota de las señas de aquel pujante escultor sevillano. Particularmente, el príncipe ruso Romualdo Giedroyc, acompañante de la reina aquel día, se manifiesta muy admirado de su trabajo y decide invitarle a viajar a París para realizar algunos trabajos, y no solo eso, propiciar su entrada en la École de Beux Arts de la capital francesa como alumno extranjero. Ese mismo año Susillo se trasladará a Francia para completar su formación artística y expandir también sus relaciones profesionales, extraordinariamente fecundas y provechosas desde entonces, siempre en línea ascendente.
El florecimiento de Antonio es fulgurante. Ya por esas fechas se preguntaba el periódico regional La Andalucía: “¿Quién es ese Susillo, que con tanta fortuna da sus primeros pasos en el difícil camino del arte?” Regresa a Sevilla pero marcha poco después a Roma, merced a una beca municipal de estudio que le concede el ayuntamiento. Expande sus conocimientos en la capital del imperio del arte clásico y diversifica aun más sus relaciones. Las estancias por Europa completarán su estilo creativo, inicialmente sobrio, neoclásico, figurativo, para añadirle un aire modernista —sobre todo por influencia francesa— que tampoco lo llevará nunca más allá de su innato estilo realista, acaso naturalista. Al tiempo evolucionará desde sus notables bajorrelieves, gran especialidad del artista, hasta la creación de sus primeras grandes esculturas, retratos de renombre que distinguirán Sevilla en sus calles y plazas. Susillo conformará en plena ciudad hispalense una muestra monumental y escultórica imprescindible, al alcance de cualquiera que quiera darse un simple paseo.
Doce esculturas a 2500 pesetas
El itinerario comienza en la Plaza de la Gavidia. En pleno centro histórico de la ciudad se levanta una talla en honor al capitán Luis Daoíz, fechada en el año 1889 aunque terminada bastante antes. El militar sevillano, mártir del levantamiento del 2 de mayo en Madrid, luce severo sobre un pedestal de mármol, la mirada firme al frente y una mano sobre la empuñadura. Se levanta sobre dos bajorrelieves de la Guerra de Independencia mientras toda la estructura está cercada por una bonita verja de bronce, adornada con cañones que homenajean el levantamiento. El de Daoíz sería el primer gran encargo de toda la serie de tallas que vendrían a continuación. Solo hace falta moverse 100 metros para llegar a la Plaza del Duque y dar con la siguiente escultura de Antonio Susillo. Diego Rodríguez de Silva y Velázquez sostiene su paleta y sus pinceles, también sobre una altura considerable, una edificación en columna que domina toda la plaza. La escultura es de 1892 y está abiertamente basada en la imagen de Velázquez recogida en Las meninas (1656), con el mismo Diego de gesto tranquilo y firme, los instrumentos de trabajo entre las manos y la banqueta dispuesta a los pies. Comparte protagonismo en la plaza con altas palmeras sembradas a los lados sobre suelo ajedrezado en el centro. Pero dejamos a Velázquez atrás aunque sea de momento. Ganamos la Plaza Nueva andando toda la calle Tetuán y enfilamos la Avenida de la Constitución hasta llegar a la Puerta de Jerez. Pasando el recién restaurado Hotel Alfonso XIII damos con el Palacio de San Telmo, actual sede de la Junta de Andalucía y antigua Escuela de Mareantes por mor de la transitada ruta de Indias.
Sobre la balaustrada de la puerta de coches figuran los doce Personajes ilustres sevillanos, singular encargo de los Duques de Montpensier –con los que, en efecto, Susillo mantenía relaciones desde hacía años— al escultor hispalense. La Duquesa Luisa Fernanda planteó la idea de inmortalizar algunas personalidades locales y ofreció 2500 pesetas por talla realizada. Antonio Susillo convino que serían 12, con cobro total de 30.000 pesetas, y cuando ambos cerraron el trabajo el artista colmó en algunos meses todas las expectativas. Era el año 1895. Tallaría otra vez a Daoíz y a Velázquez —aunque ya tuvieran presencia individualizada en la ciudad— al considerarlos imprescindibles en esta relación escultórica de personalidades, y añadió diez nombres más de gran parangón local. De derecha a izquierda miran Sevilla desde San Telmo Juan Martínez Montañés (1568-1649,) imaginero barroco y maestro de Juan de Mesa; Rodrigo Ponce de León (1443-1492), Duque de Cádiz y Capitán General de la reconquista de Granada; Diego de Velázquez (1599-1660), pintor extraordinario en la corte de los Austrias españoles; Miguel de Mañara (1627-1679), singular hidalgo filántropo y fundador del Hospital de la Caridad; Lope de Rueda (1510-1565), dramaturgo pionero de la comedia española con sus famosos pasos; Diego Ortiz de Zúñiga (1633-1680) historiador local de gran valor académico; Fernando de Herrera (1534-1597) poeta imprescindible del Siglo de Oro; Luis Daoíz (1767-1808), militar y héroe sublevado del 2 de mayo, caído en el parque de artillería de Monteleón; Benito Arias Montano (1527-1598), humanista y teólogo sevillano, consejero de Felipe II y actor del Concilio de Trento; Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682), máximo exponente de la escuela sevillana de pintura; Fernando Afán de Rivera (1583-1637), impulsor del Hospital de las Cinco Llagas y decisivo mecenas cultural en la ciudad; y Fray Bartolomé de las Casas (1474-1566), obispo cronista y defensor de los indígenas de ultramar. Las esculturas lucen ataviadas con signos distintivos que las caracterizan, de modo, por ejemplo, que Herrera aparece sosteniendo una lira, Daoíz empuña un sable en alto, Montañés sostiene la cabeza del Gran Poder –erróneamente atribuido a él— y Mañara lleva en brazos un niño que se abraza desvalido. Esta galería de personajessería, a la postre, la última obra que Antonio Susillo vería de pie antes de su muerte. Con apreturas le alcanzó para contemplar desde la calle Palos de la Frontera sus doce orgullosas estatuas.
Su obra no acaba ahí, por supuesto, pues contiene otros logros importantes como el Monumento a Colón (1891), ubicado en Valladolid y en un principio destinado a Cuba, el célebre Cristo de las Mieles (1880), del que sin duda hablaremos algo más adelante, la talla de Miguel de Mañara de los Jardines de la Caridad, fechado en 1896 y que no llegaría a ver en vida, o la restauración de la Virgen de la Amargura en 1893, concretamente de sus manos, tras el fatal incendio del palio de la hermandad a su paso por la Plaza de San Francisco aquella Semana Santa. Pero Susillo no son sus obras, o al menos no solo ellas le explican. Antonio Susillo es sobre todo el desenlace de su vida y la suerte que corrió tras su segundo matrimonio.
Las vías del tren
El amor de su vida fue su primera mujer, Antonia Huertas Zapata. Se casaron en Sevilla cuando él contaba 23 años y ella 19. Fue un matrimonio joven y esperanzador, pero la fatalidad se ensañó con ellos cuando Antonia falleció al año y medio por una tuberculosis. La tragedia del prometedor Susillo no afectaría decisivamente a su trabajo, incesante desde el principio, pero su vida sentimental sería cortada de raíz desde muy temprano. No volvería a casarse hasta 15 años después. Espiral creciente de trabajo o duelo sentimental de larga duración, seguramente un poco de ambas cosas, Antonio llevaría una vida reservada y discreta pese a las grandes oportunidades de las que disponía a su alrededor. En general, solo sacó partido para ganar encargos favorables en lo que respecta a su trabajo. Tampoco su carácter reservado y melancólico dejó traslucir demasiado de sus sentimientos, de las consecuencias de la muerte de Antonia, su amada esposa, que a buen seguro esculpió como gubia y cincel su aire ausente y fugaz de artista devoto.
En septiembre de 1895 Antonio Susillo contraería nupcias con una malagueña de nombre María Luisa Huelin. Son muchos los cronistas que señalan este segundo matrimonio como clave en el desenlace final de la vida de Susillo. María Luisa se reveló pronto como alguien déspota y arribista. Quiso sacar desde el principio el máximo partido posible a la posición ventajosa de su marido, artista muy conocido y mejor pagado. Lo presionaba para que trabajara más y por mejores cantidades, lo menguaba con tremendos gastos y peticiones e incluso menospreciaba su oficio llamándolo albañil despectivamente. María Luisa Huelin parecía una maldición, pues a todas luces ni amaba sinceramente a su esposo ni su vida estaba empeñada a nada que no fuera mejorar su posición social tanto como pudiera. Deliraba queriéndose igualar a gentes de gran nobleza como los de Alba o los Guzmán, incluso con los duques y las infantas de Sevilla.
Nada de esto pasó en balde. Antonio Susillo se volvió desdichado hasta que en algún momento perdió la cabeza, consumido por la presión profesional, la infelicidad de su matrimonio y su pertinaz melancolía. Tan solo contaban quince meses de sus nupcias recientes cuando, el 22 de diciembre de 1896, con solo 41 años de edad y en la temprana cumbre de su carrera, emprende el camino de las vías del tren de la Barqueta a San Jerónimo para arrojarse a la muerte. Es solsticio de invierno. Cuando llega al lugar planifica un suicidio imposible. Trata de echarse a los trenes pero no encuentra la manera y le asaltan los reparos. Quizá fuera mera cobardía, pero los biógrafos de Susillo afirman que en el último momento se reveló su instinto de escultor, no queriendo dejar un cuerpo destrozado y descompuesto, un busto despedazado. Opta entonces por pegarse un tiro, de abajo a arriba a ras de la barba, con la enorme sangre fría de elegir sobre la marcha la opción deseada. Lo hace sin más y nadie observa la escena. Lo encuentran esa noche como a un vagabundo cualquiera que ha pasado a mejor vida Dios sabe por qué, pero sus ropas revelan pronto que no se trata de cualquier desgraciado. Con terror comprobarán al día siguiente que Antonio Susillo se ha ido a plena voluntad, sin que nadie pudiera asimilarlo del todo, como pasa con todos los verdaderos suicidas.
La miel y las abejas
Cuando se marchó vinieron a llamarle el Bécquer de la escultura, por imprimir vital impulso a una escuela sevillana que no acababa de recuperarse desde el Barroco. Así se le honró desde entonces aunque su figura esté claramente eclipsada por otras siluetas más rotundas, nombres de más fortuna o mejor mimados por el tiempo. Es lo que ocurre, supongo, cuando tu trabajo insiste en inmortalizar mitos como Martínez Montañez, Velázquez, Murillo, Lope de Rueda o el Capitán Daoíz. Poco importa el imaginero cuando de sus manos sale el Misterio mismo o la Historia esculpida en piedra.
A Susillo lo enterraron el día 23 de diciembre de 1896 en el cementerio de San Fernando, justo un día antes de Nochebuena según sus cronistas más fiables. Se le pudo dar sepultura en suelo sacro aduciendo demencia en el momento de la muerte. En concreto, se le diagnosticó una neurosis depresiva, que supuestamente venía haciendo mella en la salud del escultor desde hacía años. La intercesión de sus poderosas amistades tuvo, sin duda, un papel decisivo para que la palabra suicidio fuera obviada con objeto de darle enterramiento católico. No obstante, la tumba de Susillo fue corriente y sencilla, digamos de circunstancias, y no tardaron en alzarse las voces que reclamaron un lugar de homenaje para que el escultor descansara con arreglo a sus logros. Fue una demanda que tardaría largo tiempo en ser escuchada, pues hasta finales de los años 20, por una razón o por otra, el ayuntamiento no comenzaría con los trámites para saldar el asunto. Asimismo, los trámites burocráticos fueron también muy lentos y no terminarían hasta diez años después, cuando por fin, a finales de los años 30, el arquitecto Antonio Delgado Roig pudo proyectar el monumento. Se quiso construir un pequeño mausoleo en el cementerio de San Fernando, justo en su rotonda de entrada Consistía, en palabras del catedrático Joaquín Manuel Álvarez Cruz, en “un pequeño osario excavado en la base del pétreo calvario (…) y sobre el que se dispuso en 1904 el Crucificado, obra de Antonio Susillo”.
El Cristo mencionado es, en efecto, el Cristo de las Mieles, obra del propio escultor, que sería colocado justo arriba del mausoleo, como imagen de cabecera del promontorio. La historia del suculento nombre de este crucificado proviene de fechas muy próximas al entierro definitivo y es una anécdota bien curiosa. Poco después del traslado del cadáver, en abril de 1940, los visitantes del cementerio de San Fernando observaron maravillados como del rostro del crucificado parecía brotar pura miel. Seguidores de Susillo y sobre todo devotos de la imagen no tardaron en proclamar la naturaleza milagrosa del fenómeno, a buen seguro extraordinario, pero los ojos más observadores advirtieron lo que estaba ocurriendo. Al parecer, las muchas abejas que habitaban el cementerio habían construido varios panales justo en lo alto de la imagen, en algunos recovecos y lugares propicios. Cuando llegó la primavera, que coincidió con la terminación del mausoleo y con el traslado del cuerpo, el Cristo lució miel como si de él manara el jugoso manjar, por lo que desde entonces sería llamado en toda la ciudad como el Cristo de las Mieles. Sería, sin duda, un episodio añadido con el que decorar la fecunda leyenda del escultor.
Dos cartas
La historia de Antonio Susillo es extraordinaria porque desafía al tiempo y a los logros. Si fue tan precoz es, sobre todo, porque en apenas quince años de carrera —no se dedicó de lleno a su profesión hasta los 25 años y murió a los 41— revitalizó por completo el panorama artístico de la ciudad. Se le considera redentor de la escultura sevillana por sacarla del vacío después de 200 años desde la desaparición de los grandes autores del Barroco. Y por si fuera poco su vida fue exitosa casi desde el principio, rodeándose de los más altos mecenas, viajando por las cunas del arte europeas, sirviendo encargos a los más ilustres demandantes y recibiendo honores de todo personaje importante, todo ello con una insultante juventud y unas formas inspiradoras. A los 30 años se le otorgó la Encomienda de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, y a los 32, nada menos, es nombrado académico numerario de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría. Pero Susillo también tendría prisa por marcharse. El lado sombrío de una vida de gran esplendor es la historia de su melancolía, de sus amores y matrimonios, de su íntimo sentir desafecto dentro de una vida de palacio y de interés. Supo elegir bien y forjar una obra de grandes méritos, pero la infelicidad le asaltó sin remedio, acabando por la fuerza con una carrera de infinita proyección.
¿Fueron sus sentimientos lo que le traicionaron, fue la muerte de su primera mujer, la mezquindad de su segunda, la presión profesional del escultor de cabecera de media aristocracia española? ¿Fue, como marcan los mitos, la autodestructiva personalidad de los artistas? Antonio Susillo pareció una modesta mezcla de todo eso. Tranquilo, capaz, aventajado. Nunca tuvo una vida desordenada pero sí se vio sometido al feroz escrutinio de su éxito. Así lo revelan sus últimas notas, que son de pura angustia postrera. Cuando lo encontraron malogrado cerca de las vías del tren, a la altura del Departamento Anatómico, llevaba dos cartas escritas por él mismo, prueba de su total premeditación. En la primera decía claramente: “Al Sr Juez: Me mato yo. Mi mujer, Dª María Luisa Huelin, es mi única heredera”. La segunda nota, hallada también entre sus ropas moribundas, estaba dedicada a ella, su segunda esposa, acaso el motivo de su locura: “Perdóname, María de mi alma. Me he convencido de que mi carrera no produce para ganar la vida. Adiós, mi vida”. En realidad, Susillo murió con un patrimonio de más de 500.000 pesetas de la época.
Muchas gracias por tu artículo. Soy de Valladolid y siempre quise saber algo del autor del monumento a Colón de mi ciudad.
Buen artículo; entretenido y curioso. Siempre es bueno saber de cosas de nuestra tierra.
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La sepultura de Antonio Susillo, está en el paseo central del cementerio de San Fernando, en Sevilla. La culmina un Cristo Crucificado, que según se relata, fue su obra póstuma y motivo de su suicidio, cuando se dio cuenta de que le había montado los pies al revés, el izquierdo sobre el derecho.
Rafael,es pura leyenda que se suicidara por la postura de los pies del Cristo de las mieles, este Cristo lo hizo en el 1880 y Susillo murió 16 años después, en el 1896. No te parece a ti que transcurrió mucho tiempo para suicidarse por ese motivo? Es más creíble que era por su segunda mujer, que le hacía una vida desdichada y falta de cariño.
Es más probable esta segunda opción. Interesantísima vida. Me ha dejado fascinada.
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