Anda la prensa muriéndose y me ha entrado nostalgia de una habitación. Bastaba girar a la derecha en Via Moscova, viniendo del metro, para embocar la estrecha, empavesada y señorial Via Solferino. Cruzando el umbral del número 28, sede del Corriere Della Sera, ya pesaba Italia en los hombros. Por la puerta de la izquierda, dejando de lado la escalera con fuste y molduras del siglo XIX, se entreveía una stanzetta al fondo, en el bajo, con rejas dando a la calle. A los tobillos señoritingos y encerados de los ricos del barrio de Brera, los tobillos apresurados de los mozos, los tobillos entaconados de las mujeres que marchan camino a las calles de las mejores tiendas de moda. La misma habitación en la que Dino Buzzatti escribió El desierto de los Tártaros.
Allí seguía estando la nera, la sección de sucesos, que en los diarios italianos es un arte consumado, literario y estomacal. Las mismas páginas de Cronaca que escribía Buzzati en aquellas interminables noches donde Milán bostezaba y no se oían ni tobillos desde las sillas de la derecha. Veladas de nada y sueño, esperando que la emisora policial, todavía trucada, anunciase unos navajazos, una violación o un robo que echarse a la pluma. Un tiempo hueco que lo inspiró para escribir la interminable espera de Drogo, en la fortaleza Bastiani, esperando aquel ataque de los tártaros que no llegaba nunca.
Pasé por muchos periódicos antes de que la televisión, que yo me esperaba como un turismo periodístico, se convirtiese en parada y fonda. En todos aprendí. El Mundo, La Razón, Le Progrès, de incógnito y seudónimo en el ABC… pero a los diarios españoles, quizá a imagen y semejanza de su país, se les ha escurrido la épica. Una sensación casi cuartelaria, un orgullo del oficio que Via Solferino trasuda desde hace 136 años y que intimidaba a un becario español. Como decir menos que nada.
Recuerdo aquel día en que Giancarlo Perego, mi redactor jefe, una especie de Vittorio Gassman de la crónica local, siempre con dos botones de la camisa desabrochados, me llamó a voz en grito: “Spagnolo di merda, vieni”.
—Mira, hoy he decidido que el spagnolo di merda salga por primera vez a cubrir una información. Pero hay un problema. Cuando un italiano ve diez periodistas de lejos, debe saber siempre quién es el del Corriere. Y tú, vestido así, no pasarías de becario en el gazzettino de la esquina. Así que ve a casa, cámbiate, intenta parecer un periodista del Corriere y a lo mejor te dejo ir.
No digo que me sentara muy bien el comentario. Hoy habría salido alguna asociación de becarios unidos a denunciarlo por mobbing, pero con el tiempo lo entendí. Exigían una mezcla de talento, clase y orgullo. Podéis pensar que es clasicismo, hasta clasismo, pero yo lo entendí. Luego había tipos tan desastrados como Paolo Foschini, con sus pantalones caídos y unos jerseys llenos de bolas que le hacían parecer un árbol de Navidad, pero eso tocaba ganárselo primero. El cabrón escribía como los ángeles.
Un día llegué con tres propuestas de temas y entrevistas. Y Perego, con ese aire de sargento paternal, ora tronante, ora confidente, me sentó a su lado. “Cuenta cuántas personas ves”. Me salieron 23. “Perfecto, conmigo 24. Pues hay 24 personas a las que yo encargaría esos temas antes que a ti en esa redacción. Todavía no me has demostrado saber escribir una mierda en italiano. ¿Y quieres hacer entrevistas?”.
Antes de llegar a la crónica de Milán, había pasado unas semanas por Cultura, un paraje donde los teléfonos no suenan y todo lo que pase del ottocento es moderno. Allí había un anciano que llegaba todos los días sobre las 11, emitía un gutural “buongiorno” apenas audible, sacaba una máquina de escribir, tan vetusta como él, de un armario, la plantaba en un escritorio y tecleaba , de cuando en vez, un par de letras. Había pasado 60 años de su vida allí sentado. Ahora, jubilado, nadie se había atrevido a decirle que debía quedarse en casa y, probablemente, que Franco había muerto y que Gianni Rivera ya no cabalgaba por la banda de San Siro.
En las páginas de Cultura me cayó la primera bronca. Tenía que llamar a Fernanda Pivano, experta en las relaciones culturales entre Italia y Estados Unidos y se me ocurrió tutearla. Un error en italiano, un crimen en el Corriere. Y así fueron pasando los meses, sin entender nada en ese ministerio de Italia, hasta que las piezas fueron encajando y entendí que el valor de la prensa no es la tinta que mancha sus páginas. Esa caduca en pocas horas, envuelve el pescado o molesta en un rincón de casa. Es un sentimiento de tribu, de comunidad invisible, de orgullo bajo el brazo. Una imagen.
Allí no había uno cuerdo. Carlo, un calvo barbudo siempre vestido de motorista, chapurreaba el español que le habían enseñado los franquistas en sus tiempos de correrías por la extrema derecha. Pierluigi Panza, un arquitecto y profesor de estética, que no sé muy bien de qué escribía, pero se negaba a hablar de nada que no fuera la Juventus. Ranieri, il Generale, con una voz a lo Paolo Conte que acojonaba desde el pasillo. Otro tipo cuyo nombre nunca supe, que se dedicaba a alimentar a sus peces y tortugas, y era “el del sindicato”. O el humilde Fabrizio Gatti, el mejor periodista italiano de los últimos años, capaz de hacerse pasar por albanés para quedar detenido y denunciar las condiciones infrahumanas de retención de los inmigrantes indocumentadas. A todos los veía desde esa misma habitación en que Buzzati dibujó el mejor retrato de la espera sin fin. Con todos ellos compartía ristrettos, porque en Italia con las cosas sagradas no se juega y en el Corriere servían el mejor café de Italia, sin contar a los tugurios de Nápoles. Con Giangiacomo Schiavi, el gran capo, que solo me llamaba para contarme historias de los campos de fútbol antiguo de nuestra querida Piacenza… y, en fin, Venanzio Postiglione, al que no le cabía tanto Corriere como tenía en la cabeza, uno que nació ya futuro director. Fue él quien me agarró del cuello cuando, un año después, partía. Salíamos por el último pasillo de la fortaleza Solferino: “Vas rápido en la vida. Sigue así, pero no te olvides de mirar alrededor tuyo mientras avanzas. La velocidad en la vida es directamente proporcional a la intensidad del olvido”.
No sabía el bueno de Venanzio el acelerón que iba a pegar el mundo, fugaz y cuesta abajo. El tiempo es otro. Poco importa olvidar. Y esa velocidad ha terminado por matar a la prensa.
que frase más sabia: “Vas rápido en la vida. Sigue así, pero no te olvides de mirar alrededor tuyo mientras avanzas. La velocidad en la vida es directamente proporcional a la intensidad del olvido”.
Muy bueno Javi, a seguir asi. Y no dejes de mirar alrededor.
Me encantan tus artículos, estoy enamorado de Italia y de sus ristretti.
Muy bueno. Gracias por compartirlo.
Enhorabuena.
Saludos.
Muy buen artículo, de parte de un ex erasmus en Roma que conoció algunos profesores de giornalismo con un aire similar a Perego.
C O J O N U D O
qué emocionante , ha sido como pasar por la calle y tropezarse con Buizzatti y el ¿era teniente? Drogo y andar un rato con ellos, encontrarlos otra vez…y comprender eran uno solo y el resto también muy interesante. volveré, gracias,