Ocho medallas de oro y una de plata después, Carl Lewis conseguía clasificarse para sus cuartos Juegos Olímpicos en la modalidad de salto de longitud después de casi cuatro años sin prodigarse en la especialidad por distintas lesiones o decisiones técnicas. A sus 35 años recién cumplidos, “el hijo del viento” ya no era una referencia en el atletismo mundial ni en el estadounidense: sus tiempos como velocista habían acabado en los Mundiales de Sttutgart 1993 después de quedar cuarto en los cien metros, tras Linford Christie, Andre Cason y Dennis Mitchell, y tercero en los doscientos, superado por Frankie Fredericks y John Regis. Aquella sería su última medalla en velocidad de toda su carrera.
Consciente de sus limitaciones a la hora del sprint y sobrepasado por una nueva generación de atletas centroamericanos, Lewis decidió regresar a las pistas en los trials estadounidenses solo en la modalidad de salto, en la que había sido campeón olímpico en 1984, 1988 y 1992, con la idea de conseguir lo que solo el lanzador de disco Al Oerter había conseguido: cuatro medallas de oro en la misma disciplina en cuatro Juegos distintos. Corrían los tiempos de Mike Powell, campeón del mundo en 1991 en un duelo maravilloso con el propio Lewis que les llevó a ambos por encima de los 8,90 de Beamon, y sobre todo de Iván Pedroso, el cubano que llego a saltar 8,96 en Sestrières, pero cuyo récord del mundo fue invalidado por la IAAF de manera extraña, al no poder comprobar que el viento a favor en su salto fuera legal.
Pedroso tenía solo 23 años cuando logró ese salto maravilloso, días antes de proclamarse campeón del mundo en Goteborg 1995, y el presente era suyo. Un presente que prometía alargarse durante años porque no había rival a la vista: ni el jamaicano James Beckford ni el estadounidense Joe Greene estaban a su altura y Powell tenía ya 32 años y solo había podido ser bronce en Suecia, acosado además por una serie de molestias que le impedían entrenar y competir con la asiduidad necesaria.
En esas condiciones ya fue una sorpresa que Lewis y Powell se clasificaran y en cierto modo su éxito ejemplificaba el espantoso momento de la longitud estadounidense, incapaz de relevar a sus estrellas y crear nuevos campeones. Comoquiera que los Juegos se iban a celebrar en suelo patrio, Atlanta, la idea de que Carl pudiera retirarse en casa resultaba al menos enternecedora para los nostálgicos, ahora bien, nadie en su sano juicio podría pensar en una medalla y mucho menos una nueva victoria… salvo desastre ajeno.
Lo que no se puede negar de la carrera de Lewis es su facilidad para estar en el momento adecuado en el lugar adecuado. Aparte de su constancia durante 12 años y la facilidad para esquivar controles anti-dopaje, Lewis, que en 1984 demostró ser el mejor atleta de su época, se había beneficiado de los excesos de Ben Johnson en 1988 y de los pocos centímetros que separaron su salto del de Powell en Barcelona 92. Era un competidor que se crecía en las grandes competiciones, un hombre que siempre estaba cuando había que estar… y que cuando no estaba siempre había algo que le colocaba en el primer lugar.
En el verano de 1996, ese “algo” fue una lesión de Iván Pedroso que cortó por completo su preparación para los Juegos. Más que una lesión se trataba de unas molestias en los isquiotibiales que le impedían flexionar bien y le afectaban en el impulso y sobre todo en la batida. Pedroso, favorito indiscutible, se reservó aquel verano pero sus problemas físicos dieron alas a los rivales, porque con el cubano al 100% no habría competición digna de ese nombre. Por si eso fuera poco, el propio Powell reconoció en los días anteriores al inicio de la prueba de salto tener también problemas en la misma zona. Una misma lesión que tumbaba a dos rivales de Lewis, por entonces aún más pendiente de los medios y de la retirada que de sus verdaderas posibilidades de ganar la cuarta medalla de oro.
El 28 de julio de 1996, 52 saltadores de distintas partes del mundo salían al Estadio Olímpico para su primera gran cita: la clasificación para la final. Aquellos que saltaran por encima de los 8 metros o estuvieran entre los trece mejores de los dos grupos eliminatorios pasarían a luchar por las medallas al día siguiente. En el Grupo A, Powell cumplió con un primer salto de 8,20 que le permitía irse a descansar sus músculos sin necesidad de forzar. Lo propio hizo Joe Greene en el Grupo B, llegando a los 8,28 de entrada, una marca considerable pero muy lejana de las que se venían viendo durante la primera parte de la década de los 90.
Pedroso, pese a todas sus molestias, también cumplió con un 8,05 que le valía la clasificación, pero para Lewis el concurso se convirtió en un suplicio: su primer salto marcó 7,93 y el segundo fue nulo. Justo antes de saltar por tercera y última vez, el francés Bangue y el ruso Ignatov lograban la mínima y le adelantaban en la clasificación global. Lewis era decimoquinto y estaba fuera de la final. No se podía pedir una retirada más triste: en casa, ante un público entregado… e incapaz siquiera de saltar ocho metros; él, que tanto se había acercado a los nueve durante casi una década.
Lewis tenía que estar nervioso a la fuerza, pero calmó los ánimos y esquivó la desgracia: el tercer intento se fue a los 8,29. No solo se clasificaba sino que lo hacía con la mejor marca de todos los finalistas. Sería un presagio de lo que estaba por venir.
El lunes 29 de julio de 1996 sería un día grande para la historia del olimpismo y especialmente del atletismo estadounidense, empezando por la primera de las dos grandes exhibiciones de Michael Johnson, que le serviría para imponerse cómodamente en los 400 metros. La final de longitud era la despedida del gran héroe y así lo anunciaban todos los periódicos. El archirrival, como en las películas de James Bond, un hombre venido del calor caribeño, reconocido admirador de Fidel Castro y joven detractor del imperialismo americano.
Los saltadores disponían de tres intentos, tras los cuales los ocho mejores clasificados saltarían tres veces más. La primera tanda fue un desastre: Lewis hizo nulo, Greene y Powell ni se acercaron a los ocho metros… y Pedroso se llevaba la mano atrás tras un salto nulo, con claras muestras de dolor. El cubano se había roto y la competición se quedaba sin némesis a la que detestar. Aún tiraría de orgullo para completar sus dos saltos, pero lo más lejos que llegó fue a unos 7,75 impropios de un hombre de su calidad, que sería posteriormente campeón del mundo en 1997 y 1999, amén de campeón olímpico en 2000.
El segundo intento les fue mejor a los estadounidenses: Powell llegó a los 8,14 y poco después, Lewis se fue a 8,17, dos centímetros por detrás de Emmanuel Bengue, que lideraba la prueba con 8,19. Los saltos de los dos americanos les daban la tranquilidad de saber que se clasificarían entre los ocho primeros y pasarían a la mejora. Joe Greene se la tuvo que jugar a la tercera y su salto fue el mejor de todos los participantes: 8,24. Powell se volvió a quedar en la barrera de los ocho metros con una expresión de disgusto en la cara que lo decía todo: solo un milagro podría salvarlo.
En esas llega Carl Lewis al foso y pide aplausos. El Estadio Olímpico de Atlanta se los devuelve sin dudarlo ni un instante. Lewis corre como en sus mejores tiempos, estilizado, sin esfuerzo aparente, la elegancia propia de una técnica entrenada durante lustros… y se eleva en un salto impecable, el mejor con diferencia de los dos días. Nada más caer, Lewis ya está de pie celebrando con el puño al aire y cuando comprueba que el juez ha levantado la bandera blanca, permitiendo la medida del salto, se tira al suelo e inmediatamente vuelve a levantarse, las manos en la cabeza, dirigiéndose al público con un gesto de “no me lo puedo creer” que adelanta el resultado final: 8,50 metros. Su salto más largo en cuatro años.
Lewis se vuelve loco, ni él esperaba una actuación así. Sabe que nadie va a acercarse a su marca. Con Pedroso fuera del concurso y Powell haciendo muecas de dolor, no hay nadie que le vaya a disputar el trono. Aún emocionado, renuncia al cuarto intento. No tiene necesidad de forzar porque cinco de sus rivales han hecho nulo y solo el sueco Sunneborn ha superado los ocho metros. La quinta tanda no es mucho mejor: otros cinco nulos y un mejor salto de 8,03. Si no es la peor final de la historia se le acerca mucho. Pese a todo, ahora Lewis sí decide saltar y lo hace, casi por inercia, hasta los 8,06.
Todo son celebraciones y el nivel de la competición roza lo absurdo: Greene hace su tercer nulo consecutivo y ve cómo se le escapa la medalla de plata a manos de James Beckford, que se va a 8,29 en el último salto, un salto que parece más largo y que por un momento enmudece a la capital de Georgia. Los demás, un desastre: Sunneborn salta 7,75; Bangue solo llega a los 6,87 y el esloveno Gregor Cankar se va a los ¡5,33! Mike Powell no consigue hacer ni un solo salto válido en la mejora y acaba en un digno quinto puesto, dadas las circunstancias. El público le pide a Lewis un último esfuerzo, ya con el oro en el bolsillo y el héroe, desconcentrado, lo concede. Será el último salto de su carrera profesional, la última vez que veremos a la leyenda pisar un estadio. Paradójicamente, será un salto nulo. Como si a esas alturas importara lo más mínimo.