En el Castillo Real de Collioure, junto al inmenso arco que da acceso a un corredor en pendiente perforado por varias galerías angostas y húmedas de penetrante aroma carcelario, una placa da fe del turbio pasado de la fortaleza por el aseado método de recordar a quienes en su interior padecieron las ignominias de la historia. Lo colocaron allí, según reza la inscripción, el 22 de febrero de 2003, «en nombre de la libertad», con el fin de «conmemorar la memoria de los Republicanos Españoles encarcelados en este castillo, cárcel estatal, el año 1939». Es el recordatorio expreso, y algo tardío, de un fenómeno cuyos ecos resuenan a cada paso y se extienden por toda la franja meridional de la comarca del Rosellón, desde la localidad fronteriza de Cerbère hasta la muy turística Argelès-sur-mer, en cuya larguísima playa —que fue en tiempos un inmenso campo de refugiados donde malvivieron hacinados los primeros inquilinos de nuestra multitudinaria diáspora— no queda hoy ni un vestigio de aquel pretérito imperfecto que atravesó estas tierras de refilón pero dejó su eco prendido en la atmósfera.
El Castillo Real es, en verdad, imponente. Construido entre los siglos VII y XII, llegó a estar bajo la dominación de los Habsburgo y se transformó a primeros de 1939 en una prisión que acogió a no pocos refugiados y militares españoles que cruzaron los Pirineos para pagar con las penurias del exilio su condición de derrotados. Recorriendo los estrechísimos pasillos que una vez acogieron las blasfemias y las pesadillas de aquellos hombres condenados al más cruel de los olvidos, adivinando la melancolía que debieron de sentir cada vez que caía la noche y la tristeza atenazaba sus músculos, resulta imposible evitar un sobrecogimiento que acaso sea similar al que embargó, el 22 de febrero de 1939, a los seis prisioneros que en esa fecha empezaron a tramitar un permiso que les permitiera abandonar su celda durante unas horas para asistir a un funeral.
Porque Collioure es un lugar hermoso, pero la sola mención de su nombre remite inevitablemente a un nombre y una lápida. Enclavado en un rincón costero del sur de Francia, en el territorio que llaman «la Cataluña francesa», resulta paradójico que la razón fundamental de su fama no se deba ni a la espléndida luz que baña sus playas ni a las bondades estéticas del pequeño puerto pesquero que Matisse y Derain —los primeros que descubrieron las esencias de este refugio mediterráneo— quisieron inmortalizar en sus lienzos, sino a una circunstancia emanada de la casualidad que hizo que uno de los mayores poetas españoles del siglo XX viniera a dar aquí con sus huesos. Antonio Machado dejó muchas cosas para la posteridad. Entre ellas, un verso póstumo —»Estos días azules y este sol de la infancia»— que sus familiares encontraron extraviado por los bolsillos de su chaqueta unos días después de su muerte. Puede que no fuese su intención, pero lo cierto es que esas nueve palabras manuscritas en un papel que acabó adquiriendo rango de testamento sintetizan bien el ánimo del viajero que, recién llegado a Collioure, desemboca en el meollo conformado por la iglesia de Notre Dame des Anges, el Castillo Real y las playas que se abren a sus costados con la intención de cumplimentar los pequeños hitos que, a modo de via crucis laico y sentimental, jalonan los entresijos de un ritual compartido durante décadas por quienes le han conferido a este villorrio de pescadores un carácter equiparable, salvando todas las distancias, al de cualquier lugar de peregrinación.
Machado llegó a Collioure en circunstancias penosas. Desde el inicio de la guerra, había padecido sucesivas mudanzas con las que acompasaba sus pasos a los del Gobierno de la República —de Madrid a Valencia, y de allí a Barcelona— hasta que finalmente cruzó la frontera el 27 de enero de 1939 para desembocar, dos días después, en la que sería su última morada. Llegó allí acompañado por su madre, su hermano José y el escritor Corpus Barga, después de coger un tren en la estación de Cerbère, a la que había llegado sin dinero y con la salud bastante deteriorada por la vejez y la dureza de un periplo leonino en el que había atravesado los Pirineos junto a miles de refugiados que evitaban con el paso de la frontera el destino que su patria, que ya no lo era tanto, les tenía reservado. Como aquello no ha cambiado mucho, no resulta difícil imaginar lo que tuvieron que ser aquellos primeros pasos del poeta por el que se convertiría en escenario de sus últimos días. Aunque Collioure ha crecido bastante, la estación —que entonces estaba en las afueras del pueblo y hoy viene a marcar una frontera tácita entre aquél y su prolongación residencial— sigue manteniendo ese aire lánguido de los lugares de tránsito que se saben abocados a la indiferencia. Fue allí donde Machado y su comitiva se encontraron con Jacques Valls, un ferroviario al que, tras informarle de su condición de republicanos españoles en el exilio, pidieron que les recomendase algún establecimiento en el que pasar la noche. Valls les propuso que se alojaran en el hotel Bougnol-Quintana, a cuya propietaria solía echar una mano con las cuentas. Estaba cerca, a apenas quinientos metros, y la comitiva decidió salvar la distancia andando. Cuentan que, durante el camino, la madre de Machado, anciana y exhausta, no dejaba de preguntar si faltaba mucho para llegar a Sevilla.
Antonio Machado nunca quiso permanecer mucho tiempo en Collioure. De hecho, esperaba restablecer su maltrecha salud para poner rumbo a París y partir más tarde hacia Rusia. No pecaba de fantasioso porque él no era un exiliado cualquiera, sino el representante de una élite intelectual que había visto en la II República la oportunidad de llevar a cabo sus propósitos de construir una España mejor siguiendo las líneas maestras del regeneracionismo krausista y que veía ahora cómo todos los planes naufragaban en el fango de un conflicto interminable que estaba reabriendo de manera definitiva la franja entre dos modelos de sociedad que nunca habían sido capaces de encontrarse. Su obra cumbre, Campos de Castilla, había visto la luz en 1912 y ponía en verso buena parte de la ideología noventayochista, con Unamuno como guía espiritual de un rabioso desencanto que, en vez de ahondar en el pesimismo, buscaba puntos de apoyo desde los que empezar de cero. Fue ese libro, que lejos de perder vigencia con el transcurrir del siglo se ha ratificado como uno de los grandes clásicos de nuestra literatura, el que aupó a Machado a una condición de referente ético, de guía moral para al menos dos generaciones de españoles, que haría que muchos vieran en su exilio —consumado unos cuatro meses antes del final de la guerra— la constatación de que todo estaba ya perdido.
Aún sigue en pie en Collioure el Bougnol-Quintana, un recoleto chalé de color salmón al que separa de la llamada Placette una pequeña calle que, en días de aguacero, se ve inundada por el arroyo Douy. Así fue como se lo encontraron Machado y su familia, que tuvieron que pedir un taxi para salvar el inconveniente e instalarse en aquel hotel cuya propietaria, según parece, simpatizaba con la causa de la República española. El establecimiento está hoy cerrado a cal y canto. Es imposible no ya llegar a sus habitaciones, sino penetrar en el pequeño porche que se abre bajo la terraza principal, esa en la que alguien inmortalizó al autor de Soledades liando uno de los cigarrillos que fumaba constantemente. Alguien nos cuenta que existe un plan para convertir todo ese espacio en un museo, pero parece que el proyecto lleva años estancado. El viajero solo puede recorrer las calles que lo rodean y leer las placas que recuerdan que fue en aquel lugar donde Antonio Machado exhaló su último suspiro un 22 de febrero de 1939, a la edad de 63 años.
«De todas las historias de la guerra civil», escribe Javier Cercas en Soldados de Salamina, «la de Machado es una de las más tristes, porque termina mal». De todas las circunstancias que rodearon la estancia en Collioure del poeta y su familia, las más terribles son las que hacen referencia a la extrema pobreza en que se desenvolvía su rutina. Se sabe que Machado y su hermano no bajaban juntos a comer porque solo tenían una camisa para los dos y se la intercambiaban para acudir, por separado, al comedor; también que, en los primeros días de su estancia, el poeta, muerto de vergüenza, evitaba hacer vida social porque ni siquiera disponía de dinero para un café. No estaba el horno para bollos, pero puede que algún día se sorprendiera sonriéndose —una sonrisa entre amarga y cínica, entre resignada y fatal— al evocar los últimos cuatro versos del Retrato que abre los Campos de Castilla y descubrir la fatídica clarividencia que había tenido al imaginar, más de 25 años atrás, las vicisitudes que rodearían los prolegómenos de su último viaje.
No hay por aquí muchas señales que recuerden a Machado, salvo la placa que da nombre a su calle y la que da fe de su fallecimiento en el Bougnol-Quintana. A la entrada del pueblo, un cartel informa del hermanamiento entre Collioure y Soria, y un festival literario que se celebra a finales de agosto presenta al poeta como padrino espiritual del certamen. Puede parecer extraño, pero no lo es tanto si se tiene en cuenta que, al fin y al cabo, no estamos en España y que en 1939 los vecinos del pueblo, entonces un minúsculo núcleo de pescadores, apenas tuvieron noticia de la efímera presencia de un poeta ilustre en su localidad. Machado apenas salió del hotel durante el mes escaso que pasó desde su llegada hasta su muerte. Como mucho, se dejaba ver por los balcones, el porche y poco más. Tan solo una vez se decidió —él, que tantas veces había soñado el mar desde sus diferentes atalayas en la estepa castellana— a dar un paseo con su hermano hasta la playa de Boramar, un pequeño arenal pedregoso que se abre entre la iglesia y el castillo, para fumar un cigarro a orillas del Mediterráneo y hacer un silencioso balance de todo lo que se había visto obligado a dejar atrás.
Aquel paseo tuvo lugar unos pocos días antes de que la enfermedad se cebara con él y le condujera a la muerte. Machado murió el 22 de febrero en su cama, contigua a la que ocupaba su madre, que ya se encontraba sumida en un coma del que no despertaría. La muerte del poeta terminó de conmocionar a quienes ya habían interpretado su exilio como el presagio certero de una derrota inminente. Pese a todos los inconvenientes, las autoridades pudieron celebrarle un entierro con honores: una comitiva fúnebre recorrió las callejuelas serpenteantes de Collioure —existen fotografías que muestran el paso del féretro por la Placette o la Plaza de Armas— y finalmente le dieron sepultura en el pequeño cementerio que, paradojas de la Historia, se ubicaba y se ubica a espaldas del hotel. El féretro fue llevado a hombros por seis republicanos. Seis reclusos del Castillo Real que hicieron todo lo posible para estar presentes en las honras cuando se enteraron de que el poeta Antonio Machado se había despedido del mundo a unos pocos metros del lugar al que les había abocado su condición de perdedores.
En el cementerio se encuentra, como es lógico, el meollo de la cuestión machadiana. Hace tiempo que los restos del poeta se trasladaron desde su nicho original —cedido a la familia por la propietaria del Bougnol-Quintana— hasta la tumba que hoy preside el camposanto y recibe las visitas de los cientos de españoles que, al cabo del año, pasan por aquí a hacer su silencioso homenaje. No es raro encontrarse con alguno de ellos: llegan caminando despacio, permanecen unos minutos callados ante la inmensa lápida coronada por un muro de piedra a modo de cabecero y se van. Como mucho, esbozan una sonrisa cuando reconocen allí a un compatriota y se establece un diálogo a través del silencio compartido. Como si todos conviniéramos en que en esa tumba reposan algo más que unos restos mortales. Allí yace, también, una idea de España que nunca ha dejado de coquetear con la utopía. La dignidad herida que impregna el llanto por aquello que hubiéramos podido ser, pero que no fuimos.
Entrar al cementerio de Collioure y visitar la última morada del autor de Campos de Castilla es una experiencia extraña. Resulta triste y, a la vez, reconfortante. Todo es sosiego en el recinto. Tan solo el canto de los pájaros y el ruido de las hojas al mecerse con el viento rompen la quietud de un espacio recoleto y casi desierto. Sobre la tumba de Machado siempre hay flores, mensajes manuscritos, pequeñas alineaciones de piedras, un tupper que presumiblemente contiene tierra de España… También una bandera republicana que alguien ha dejado colgando del cabecero y en la que posteriores visitantes han ido escribiendo unos pesames que dejan entrever más rebeldía que tristeza. Hay otro detalle pintoresco: allí mismo, a la vera de la lápida, un inverosímil buzón recoge las misivas que, al parecer, recibe el poeta desde los más pintorescos recovecos del mundo, en lo que viene siendo una espectral relación epistolar en la que no existe acuse de recibo y que arroja las palabras a un limbo del que jamás será posible rescatarlas.
Dan las doce. Una anciana se acerca a nosotros y nos cuenta que Machado no es el único muerto ilustre de ese cementerio, que unos pasos más allá reposa el pintor catalán Balbino Giner y que también vale la pena visitar su tumba. Muy cerca, en un banco que preside el único rincón en sombra, un borracho espanta a las moscas que le impiden dormir la siesta como Dios manda. Puede que a Machado no le desagrade, en el fondo, la idea de permanecer aquí para siempre. En silencio. Rodeado de árboles. Cerca del mar. Prendido por toda la eternidad a un cielo de un azul limpio e intenso donde resplandece, al menos en los días de verano, todo el fulgor de los soles de la infancia.
Fotografía: Miguel Barrero
¿Por qué Collioure (en francés) y no Colliure (en español) o Cotlliure (en catalán)?
Puedo entender la duda entre el francés y el español, pero ¿qué pinta el catalán aquí?
Gran artículo, es cierto que la sensación al visitar esa tumba es extraña, y deja un poso muy triste ver que alguien TAN grande tuvo que huir de su país (este país cainita) para morir fuera de él.
Personalmente, como el texto está en castellano hubiera escrito Colliure, pero su nombre originario es catalán y es Cotlliure. En 1659 pasó a Francia por el Tratado de los Pirineos, como el resto de lo que hoy se conoce en Cataluña como la Catalunya Nord, que abarca las comarcas hoy francesas del Rosselló, el Conflent, el Vallespir, el Capcir y el norte de la Cerdanya o Alta Cerdanya. Otra cosa son las connotaciones políticas del término para esa antigua región catalana, en las que no entro. Es decir, hubiera sido mejor optar por la denominación castellana porque el texto está en castellano (y el topónimo, además, tiene tradición en esa lengua), pero su nombre original es Cotlliure.
Se dice que «(…) exhaló su último suspiro un 22 de febrero de 1939», cuando 22 de febrero de 1939 solo hay uno, por lo que debería decirse «el 22 de febrero de 1939». Un error cometido por diestro y siniestro últimamente sin que se sepa muy bien por qué.
A un lado esto, el artículo es excepcional. Gran trabajo.
Se trata de un recurso estilístico. Quizás venga de una elipsis «Exhaló su último suspiro un (día que era) 22 Febrero de 1939». No me pare un error.
a mí no me parece un recurso estilístico ¿cuál? Puedes decir «exhaló su último suspiro un martes», o «exhaló su último suspiro un día soleado», ó «un 22 de Febrero»,.. entonces a mí sí me parece un recurso estilístico. La verdad es que carece de importancia, ni me había fijado, es un artículo excelente. Estuve en ese pueblecito hace un par de años, y ni sabía que Machado estuviera enterrado allí. Un homenaje necesario al poeta y al exilio , que hoy día aun existe , pero es económico. Saludos
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