Ayer no más
Andrés Trapiello
Destino. Barcelona. 2012
Hay que decir —para no espantar a nadie— que Ayer no más, la última novela de Andrés Trapiello, no es exactamente un libro sobre la Guerra Civil. Que en todo caso la contienda está al fondo y es recuperada por los protagonistas gracias al relato sesgado de los viejos y a la instrumentalización contemporánea de las trincheras por parte de la clase política.
Y dicho esto, podemos empezar.
León, año 2006. José Pestaña es un historiador a punto de jubilarse que vuelve a su ciudad natal para cerrar el círculo de su carrera. Su éxito profesional previo le facilita un último puesto en la Universidad y allí se encuentra con un departamento alborotado por la Ley de Memoria Histórica de Zapatero. Está Raquel, una profesora joven, ingenua y encantadora; José Antonio, un hombre bueno al que las circunstancias envilecen; y Mariví, que rastrea huesos por las cunetas no para reparar a las víctimas, sino para engordar su currículum, saciando de paso su sed de revancha. El personaje de Mariví nos cae mal desde el principio, antipatía que tampoco oculta Trapiello en esta acumulación de memorias privadas. Pestaña es un alter ego del autor y lo cierto es que se le parece: también viaja del totalitarismo a la sensatez y ante cualquier conflicto reacciona como lo habría hecho su creador, con distancia. Es más, los ataques recibidos durante años por el escritor leonés, sobre todo a raíz de su fundamental ensayo sobre literatura y Guerra Civil, Las armas y las letras, acaban siendo los mismos que Mariví lanza contra su enemigo político y académico.
Pero es que a Pestaña su padre tampoco le dirige la palabra. Por rojo. El viejo fue falangista durante la guerra, estuvo en el frente cuando era demasiado joven y ahora echa de menos a Franco, bajo cuyo régimen vivió estupendamente tras quedarse con uno de los negocios más prósperos de la ciudad, perteneciente, claro, a una familia de republicanos. Es un hombre muy anciano y entristecido que quiere que le dejen en paz, pero al que nadie ha hecho pagar por sus crímenes. Al poco de llegar a León, Pestaña presencia un hecho sorprendente y traumático: una persona para a su padre por la calle y le acusa de haber participado, al comienzo de la guerra, en el asesinato de un hombre ante los ojos de su hijo. Aquel niño, asegura, era él. La reacción de su padre, que solo pide perdón —un perdón seco y susurrado, aparentemente sincero—, trastoca del todo a Pestaña. Lo que sigue, además de la resolución del crimen, es una apología de la memoria como un asunto individual y privado, balsámico, pues quita, pone, minimiza y exagera para aligerar el peso de la vida. “Los pueblos no recuerdan, ni tampoco las instituciones”, decía esta semana Trapiello. Y de eso va el libro. No se trata de una novela de tesis, aunque es cierto que las enormes semejanzas intelectuales entre Pestaña y su creador y el tono ensayístico de alguno de los capítulos pueden llevar a equívoco. A resolverlo no ayuda el hecho de que percibamos una actitud muy clara ante el lío de la memoria histórica: los damnificados, a diferencia de los asesinos, tienen derecho a olvidar y, por eso mismo, la única separación posible ahora es entre víctimas y verdugos. Hay que pararse un momento a reflexionar —nos sugiere Trapiello— cuando compartimos bando con los criminales, y de ahí que no nos quede más remedio que pertenecer a esa tercera España, partidaria en todo caso del advenimiento de otra República laica, moderada y liberal, algo que nos acerca a la posición de Chaves Nogales, pero también a la de Ortega, Marañón, José Castillejo o Clara Campoamor, por citar solo algunos ejemplos.
Por lo demás estamos ante una novela original y certera, que comienza de un modo impecable y se va desarrollando entre ecos cervantinos y licencias muy bien armadas con respecto a la realidad, que desprende un profundo amor por la literatura y la verdad de las ficciones. Pero sobre todo, esta novela es importante porque avanza hacia la curación definitiva de una herida que, sin embargo, no sanará del todo hasta que los causantes hayan muerto y sus hijos relativicen, al fin, su rotundo relato. Ya casi al final el protagonista habla con una amiga sobre esa tercera España y su dilema, resumiendo el camino hacia el que va, creo, la interpretación de aquel desastre:
«—Los españoles jugamos mucho a un juego siniestro: ¿Tú qué habrías hecho en la Guerra Civil?, nos preguntamos. Yo no sé lo que hubiese hecho en la guerra, porque no sé en qué zona me habría pillado, pero en cambio sí sé lo que habría tenido que hacer después, la hubiese ganado quien la hubiese ganado: subir al primer barco, si me dejaban»
El problema es que, para muchisimos, tanto de un lado como de otro, no hubo barcos.