Las ciudades no acostumbran a tener demasiado respeto por la nostalgia y van mudando en la confianza, un poco soberbia, de que siempre habrá quien guarde la memoria de cómo fue aquella calle o aquel rincón, pasajes de una geografía urbana y sentimental. Conchi Bernaldo de Quirós atesora los recuerdos y las nostalgias de los años de su juventud, entre 1963 y 1971, en los que trabajó como empleada de Roa, una tienda elegante de la madrileña calle del Carmen que vendía peinetas, collares, perlas, pendientes de carey, abanicos de nácar, pañuelos, mantillas de chantilly, bisuterías y fantasías. Sus dueños, herederos de Emiliano Roa Molina, viajaban en el mes de septiembre a París y traían de las galerías Lafayette las mercerías y joyas que despachaban a una clientela de turistas deslumbrados por el reclamo del fastuoso escaparate y de algunas de las estrellas del momento, como Lola Flores, Carmen Sevilla, Rocío Dúrcal, Marisol, Rocío Jurado o Emma Penella. El establecimiento no tenía mucha competencia en la venta de adornos, alhajas, joyeles e imitaciones resultonas que las artistas lucían en las fotos de promoción, las portadas de las revistas, las fiestas, las películas o los espectáculos del teatro Calderón, pero también ayudaba al negocio el trasiego que atraía el estudio de Augusto Algueró, justo en el primer piso, encima de la tienda.
La memoria no viaja a pie, vuela. Será por eso que el paseo de Conchi por sus recuerdos de la calle del Carmen no resulta más fácil porque hoy la vía se encuentre peatonalizada. Poco o nada le evoca la camaradería con las chicas que trabajaban en Galerías Preciados o El Corte Inglés, ha desaparecido la peluquería donde se iban a hacer peinar, también el bar de Mesonero Romanos en el que acostumbraban a comprar el bocadillo y los últimos vestigios del corazón todavía menestral de la ciudad. A la altura de donde estuvo la tienda en la que trabajó, se encuentra Calzados Díez, indiferente al pasado e incapaz de prestar siquiera una menudencia que sirva de fetiche a la memoria. La zapatería de batalla arrampló con la distinción de Roa y también se tragó el pequeño local vecino que, en tiempos, ocupó una peletería. Hoy quedan a la vista los ladrillos rústicos, de rojo barroso, de algunas paredes. Picado el enlucido que los cubrió, aparecen, tan incongruentes como si fueran restos arqueológicos del trabajo de alarifes mudéjares, para hablar de una edad que no es la que busca Conchi. Ella escudriña los vestigios del tiempo en que aquellas paredes estuvieron cubiertas de expositores de vidrio y del capitoné donde se prendían los broches. Y procura calcular dónde comenzaba la trastienda en la que estaba el taller donde se hacían pequeños arreglos, la salita en la que vestía su uniforme y el almacén que guardaba todavía cajas con el marbete del nombre de un negocio anterior que tuvo allí su despacho, La Mina de Oro.
Conchi recuerda oír a su jefe referir que La Mina de Oro había vendido, más o menos, las mismas mercancías que ellos y también a un público de postín farandulero, entre el que, al parecer, relumbró La Chelito, aquella cupletista célebre por buscarse y rebuscarse la pulga. Roa había heredado embalajes del viejo comercio que contenían pequeños adornos, pedrerías y cuentas de strass. Conchi cuenta divertida que los dependientes llamaban “toñas” a aquellas piezas demodé. Rescataban las reliquias de la época de Maricastaña para limpiarlas con pequeños cepillitos; si las antiguallas eran de plata, las sumergían en cianuro que ayudaba al abrillantado. Y, al fin, las colocaban entre las novedades parisinas para colarlas de matute a los clientes que se marchaban felices con su adquisición e ignorantes de que su esnobismo acababa de ser burlado.
Hace poco más de un año, a Conchi le regalaron la trilogía La forja de un rebelde. Fue uno de sus hijos el que, con total premeditación y alevosía, puso en sus manos la autobiografía novelada de Arturo Barea. Desde entonces, aguardó impaciente el momento en que su madre llegase al capítulo del primer volumen en que Barea evoca cómo hacia 1910, con trece años, entró a trabajar en la tienda de don Arsenio, que no era otra que La Mina de Oro. Por fin, una noche, que es cuando Conchi acostumbra a leer, se topa con el pasaje en que aparece descrito aquel establecimiento “convertido en una mina de oro, con arreglo a su título pomposo”. El texto detalla el fabuloso batiburrillo de pequeños accesorios merceros —“botones, imperdibles, alfileres, gemelos, cintas de seda y una enormidad de cosas”— puestos a la venta junto a los velos que las señoronas del barrio de Salamanca se pasaban a comprar a última hora de la tarde para no coincidir con la otra clientela del establecimiento, las prostitutas que buscaban los adornos de cabeza que luego lucían en las esquinas de Carmen, Mesonero Romanos, Abada y Preciados. Además de hacer inventario de las mercancías, Barea describe el establecimiento: “Hay cinco escaparates con cristales por dentro y por fuera. Cuatro espejos dentro de la tienda. Dos en la puerta de entrada. Una columna cuadrada forrada de espejos. Un mostrador, que es vitrina, forrado de cristal. La tienda entera es de cristal”. No es este el recuerdo del niño deslumbrado por los espejismos del azogue y del vidrio, es la memoria proletaria del aprendiz que tiene encomendada la tarea diaria de armarse con un cubo de agua y una escalera para dejar todas las cristaleras “como un diamante”.
Al leer este capítulo de La forja, un calambre sacudió los recuerdos de Conchi. Aquella noche le fue muy difícil conciliar el sueño. Fascinada, acababa de descubrir que la descripción de la tienda que había empleado a Barea era también la fidelísima reconstrucción del local en el que ella misma trabajó medio siglo después. A despecho de todos los avatares, del presente y de una zapatería, la tienda se había conservado idéntica a sí misma; se había salvado y no solo en la memoria personal, siempre en el trance de ser acusada de fragilidad y condenada a la extinción. El establecimiento se volvía a levantar, remozado su encanto antañón, sobre los firmes cimientos de una memoria literaria. Aquella noche La Mina de Oro fue Roa y ambos establecimientos, confundidos en las memorias enredadas de Barea y Conchi, seguían atendiendo con paciencia a las clientas pesadas que tardan siglos en resolver su indecisión y elegir entre dos mantillas. Hasta el azar, de parte de Conchi, se confabulaba para que uno de sus antiguos compañeros de trabajo compartiese el nombre, Rafael, de uno de los dependientes de la época de Barea. Conchi confiesa que algo más le quitó el sueño aquella noche: fue el vértigo de descubrir que Arturo Barea escribió su libro dos décadas antes de que ella comenzase a trabajar en Roa y que, desde que cesó en aquel puesto, aún tuvieron que transcurrir otros cuarenta años para que aquella obra terminara en su mesilla. La sensación que le había proporcionado la lectura era la de haber entrado de nuevo en la trastienda donde se almacenaban las “toñas” para rescatar la última y descubrir, con maravillada sorpresa, que no era una bagatela anticuada: la memoria del hijo de una lavandera del Manzanares era una valiosa pepita de oro.
Después de que Conchi Bernaldo de Quirós me contase esta historia de memorias y azares, estuve curioseando un poco en las hemerotecas a la busca de alguna noticia sobre La Mina de Oro. La encontré en la sección de anuncios telegráficos de Mundo Gráfico. En las páginas de aquella revista, entre 1915 y 1919, La Mina de Oro. Casa de los Velos publicitaba su gran surtido de capas apaches y de marabú, medias, guantes, hebillas, zapatos, diademas y manguitos; también recordaba a los clientes las preciosidades en adornos para la cabeza que tenían a su disposición y que cada ocho días recibían novedades en velos y mantillas. Una información posterior la ofrecía el diario ABC en su edición del 30 de noviembre de 1927: la visita de la Infanta Isabel al establecimiento de Don Marcos Íñiguez que se acababa de trasladar desde el número 33 al 22 de la calle del Carmen. Llamó mi atención el dato de la mudanza del negocio. De él se deducía la evidencia de que el local en el que trabajó Barea no fue el mismo en el que estuvo empleada Conchi. El hallazgo contrariaba, sin llegar a desbaratar, la viva impresión que tuvo la lectora de que el dibujo que se hace en La forja de La Mina de Oro correspondía con cabal exactitud al del local que ella conoció bajo el rótulo de Roa. Aun sin la sospecha plausible de que la tienda se limitó a trasladar su mobiliario de domicilio o de que la arquitectura del nuevo emplazamiento bien podría ser idéntica a la de la casa vecina de la que procedía, nada permite tachar de veleidosa su memoria, ni censurar por caprichosos sus resortes. Solo un juez poseído por la superstición de la realidad podría querer dictar una sentencia condenatoria. Antes de rendirse a la tentación, ha de saber que lo primero que hizo Conchi la mañana después de leer a Arturo Barea fue buscar las fotos en blanco y negro que conservaba de cuando trabajó en la tienda de la calle del Carmen. En algunas se aprecia el destello deslumbrante del flash de la cámara reflejado en el cristal que cubre el acolchado aterciopelado del capitoné. La vidriera resultaría invisible de no ser por el fogonazo, que viene a ser el guiño con el que Arturo Barea recuerda que la tienda entera era de cristal y que la memoria nunca se equivoca y que su inapelable verdad es de la misma índole que la de la literatura.
Me ocurre lo mismo: Estoy leyendo el libro y al llegar al capítulo de la tienda busco en Google y doy con Jotdown.
Pero he hecho más que Conchi: la semana pasada, en Inglaterra, conduciendo de Oxford a Bath, me desvíe para visitar el pueblo donde vivió Arturo Barea, y el pub que frecuento’ ahora cerrado, en cuya fachada una placa recuerda al escritor.