Partiendo de libros considerados como obras maestras, se han filmado muchas películas mediocres. Más raro es el supuesto inverso, pero también se ha dado en la historia de las artes. Lo excepcional es que literatura y cine estén al mismo nivel: que escritor, guionista y director sean capaces de convertir en pieza única tanto original como obra derivada, hasta el punto de que no se pueda afirmar qué arte es superior. Y esto es lo que sucede con Los santos inocentes.
El libro de Miguel Delibes, escrito solo un año después de Levantado del suelo, de José Saramago, presenta características comunes con la obra del autor portugués, incluyendo su estilo de puntuación. Pero la raya que separa España de Portugal, esa misma raya en la que son condenados a vivir los protagonistas de la fábula extremeña, marca un carácter muy distinto entre una y otra obra. Saramago propone una redención política: Delibes sabe que no hay redención posible para el animal humano.
La fuerza de los actores seleccionados por Mario Camus —todos en la mejor interpretación de sus respectivas carreras— eclipsa en ocasiones la terrible moraleja de la fábula. Alfredo Landa está tan inmenso en su papel de podenco que resulta imposible imaginar al animal con otra cara que no sea la suya, al igual que no podemos imaginar otra res —astada y castrada— que no sea el buey interpretado por Agustín González. Ni otros lobos, hombre para el lobo, que no sean Juan Diego y Francisco Rabal.
“A la memoria de mi amigo Félix Rodríguez de la Fuente” es la dedicatoria del libro, y debe tenerse muy presente al encarar su lectura: de lo que se nos va a hablar no es de política ni de sociología, sino de pura supervivencia. La fábula moral que propone Delibes, de imprescindible lectura para todos aquellos que no vivieron ni franquismo ni transición, es que en la selva humana no hay otra justicia que la propia ley del bosque.
De perros y bueyes no cabe esperar revolución alguna, solo sumisión. Cuando el terrateniente cazador ordena arrancar los ojos a un palomo, el siervo saca la navaja y obedece, cegando al ave: un animal domesticado no tiene más crueldad que la aprendida a palos. Pero el lobo que fuimos antes de convertirnos en animal social tiene una relación distinta con el resto de las especies, y con los propios lobos.
En nuestro Novecento particular no hay otra piedad que la que encarna Terele Pávez cargando con la Niña Chica: la caridad de toda marquesa es impostura. Y al igual que en la gran tragedia rural del Alcalde de Zalamea, a falta de masas enfurecidas con pañuelo palestino tendremos que improvisar con cuerdas de cáñamo:
Señor, como los hidalgos
Viven tan bien por acá
El verdugo que tenemos
No ha aprendido a degollar
La juventud es la única esperanza de un futuro distinto: es el mensaje de la película. Tres décadas después de ser rodada, la película es tan necesaria como entonces, muy especialmente para la juventud actual. Esa juventud que tiene que decidir si sigue los pasos de sus padres, o decide romper con la correa y el bozal.
Gran libro, gran película, gran artículo. Un saludo.
La carrera de Hitchkock casi entera es el ejemplo de películas que superan las novelas que las inspiraron. Y Los Santos Inocentes debería ser vista y leída por tod@s. Excelentes, dolorosas e imprescindibles la novela y la película.
La película es una obra maestra indiscutible, el libro no lo he leído pero imagino que también…
Excelente tu último párrafo sobre la juventud y ese divino tesoro por conquistar.-
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