Una vez más, la situación es ésta: te despiertas en un portal estrechando contra tu pecho un maletín que contiene apenas un puñado de avellanas y una bolsa de bombones «La liebrecilla» y no sabes por qué; sabes que estás en una calle de Moscú y que son esas «horas de impotencia e infamia» que van «desde que amanece hasta que abren las licorerías»(14), pero no tienes ni idea de qué has estado haciendo la noche anterior excepto beber por valor de seis rublos, lo que quizás lo explique todo, pero tal vez no.
Viénichka no sabe si eso lo explica todo o tal vez no, pero sabe que tiene que dirigirse a la estación de Kursk para abordar el tren a Petushkí, donde lo esperan un niño que ha tenido fiebre y una amante, y se dirige hacia allí mientras dialoga con los ángeles. Al protagonista de Moscú-Petushkí de Venedikt Eroféiev los ángeles le cantan «bajito, bajito» y «muy cariñosamente»: «A tu salud, Vienia», y éste les agradece y pide jerez en un bar del que lo echan y después entra en la tienda de la estación y compra dos botellas de vodka y dos cuartos más de vodka, algo de vino rosado y dos bocadillos y se monta en el tren.
2
No sabemos en qué estado se encontraba en 1969 el tren de cercanías moscovita, el año en que Eroféiev (1938-1990) escribió la que sería su obra maestra, pero no parece difícil imaginárselo, en particular si se tiene en cuenta la situación en la que se encontraban otros asuntos de mayor relevancia como los derechos humanos de los ciudadanos soviéticos, pero lo que importa es que éste atraviesa en Moscú-Petushkí sitios de nombres incomprensibles o absurdos (Hoz y Martillo, Karachárovo, Chujlinka, Saltikóvskaia, Zheleznodorózhnaia) y se interna en la noche al mismo tiempo que la conciencia de su narrador se oscurece a resultas de la ingesta alcohólica. A lo largo del viaje, Viénichka tiene una conversación con Dios, narra la seducción de la amante que lo espera, elabora imaginariamente unos cócteles cuya composición incluye laca de uñas, barniz depurado, «remedio contra la transpiración de los pies» y otras sustancias, estudia el hipo y cómo inducirlo, rememora su despido del puesto que ocupaba como capataz a raíz del método concebido por él para aplicar las técnicas de racionalización de los recursos a la ingesta de bebida y las partidas de naipes (que eran las únicas ocupaciones de los obreros a su cargo), discurre sobre el carácter abstemio de Johann Wolfgang von Goethe y los Estados Unidos, se hace contar historias por los otros pasajeros del tren «como en los libros de Turguéniev«, cuenta sus viajes por Europa (donde al «hombre ruso» no lo aprecian ni «a este lado» ni «al otro» de los Pirineos), pergeña una revolución en las afueras de Moscú, es tentado por el Diablo, soborna al revisor (viaja sin billete, como el resto del pasaje), discute con la esfinge y con Mitrídates, rey del Ponto, etcétera.
3
Aunque David Remnick llamó a Moscú-Petushkí en su magnífica La tumba de Lenin: Los últimos días del imperio soviético (Trad. Cristóbal Santa Cruz. Barcelona: Debate, 2011) «el punto álgido de la literatura cómica de la era Brezhnev», y siendo éste un libro desternillante, no hay nada alegre en la obra de Eroféiev: Viénichka se hunde más y más en la inconsciencia al tiempo que mira a su alrededor y lo que ve es la brutal presión que ejerce un sistema perverso para que sus ciudadanos no abandonen su estado de alienación y embrutecimiento. Al igual que el resto del pasaje, Viénichka se dirige hacia «el lugar donde los pájaros no dejan de cantar ni de día ni de noche, donde ni en invierno ni en verano deja de florecer el jazmín» (46), es decir, hacia un paraíso descrito con retórica real socialista que apenas oculta (y este es el rasgo anticonformista de la obra y la razón por la que ésta estuvo prohibida en la URSS durante décadas) que el presente es terrible y no ofrece ningún consuelo.
«Nuestro mañana será más luminoso que nuestro ayer y nuestro hoy», afirma el personaje. «Pero ¿quién pondría la mano en el fuego en cuanto a que nuestro pasado mañana no vaya a ser peor que nuestro anteayer?» (48) No es una pregunta retórica, ya que la Historia ha dado la razón a Viénichka en cuanto a que (en lo que respecta a la antigua Unión Soviética) hacía muy bien en no poner las manos en el fuego por su futuro; pero tampoco lo es porque esa pregunta parece inquietar a más y más personas en nuestros días. «Es como si todos estuviéramos borrachos, aunque cada uno a su manera. […] riéndose unos del mundo en su propia cara, y llorando otros en el pecho de ese mundo», afirma Eroféiev (174-175); pocos, agrego, revolcándose contra la «brutal presión» del sistema, lo que quizás explique por qué no llegamos nunca a Petushkí, por qué viajamos y viajamos y nunca llegamos a Petushkí de ningún modo.
Nota: Todas las referencias corresponden a la traducción de Helena S. Kriúkova y Vicente Cazcarra publicada por Marbot Ediciones en Barcelona en 2010.
Pingback: Osadía (cita) | Rosalba.co
Gran articulo
Es una obra maestra,de esas,que muy lejanamente se dan,pasara mucho tiempo para que comprendamos completamente su alcanze y su propuesta filosofica no se refiere al pueblo ruso,sino al hombre y su condicion…