Conviene ir probando distintas variantes de transportes, horarios y accesos de llegada, cerrando los círculos abiertos por la posibilidad: permutaciones de la experiencia en una ciudad solo idéntica a sí misma. Cada tentativa modifica los contornos de la quimera, inaugura sus cimientos y reformula sus acabados. Porque Venecia es un lugar irreal, la representación de un sueño —más que dilatado, antiguo—, el reflejo de una realidad que se esfuma, que siempre está escapándose de entre los dedos. La metáfora más exacta se ofrece sin vacilación al visitante: laberinto de espejismos.
Quizá lo más prudente sería no escribir ya más de Venecia. No ensuciar con más tinta las aguas de sus canales, suficientemente anegados por la literatura. Se ha dicho demasiado ya. Se ha inflado en exceso la Idea, encumbrada hasta el delirio por esnobs, estetas y turistas, a menudo reunidos en la misma persona. Y todos los que llegan, como es natural (“no voy a ser menos”), quieren participar de ese banquete sublime de la Belleza, reconocerse en su excelsitud, como un espejo que —solo por el deseo de compartir su secreto— nos devolviese una imagen mejorada de nosotros mismos. Sería absurdo tratar de dar muerte al hechizo, para qué buscarle las cosquillas al difunto, imposible poner nerviosa a La Serenísima. Por muchas precauciones que tomemos, caeremos sin remedio en las redes de su encanto. El paisaje veneciano, hermético o impúdico o en suspenso, sigue invitando a la celebración.
Para mí Venecia se resume en el lamento de la cuerda de amarre, que se retuerce y cruje, como una tabla de madera, al atracar momentáneamente el vaporetto en los hierros de la estación flotante. Es un instante preñado de eternidad, un instante que lo significa todo. No se necesita más.
Llegada de noche: luces y fantasmas en la laguna
Por primera vez llegamos a Venecia por la noche. Por primera vez no llegamos en tren. Volver a Venecia es retomarla donde la dejaste, en el segundo, minuto y hora en que saliste de ella por última vez. Entre medias, no ha pasado nada. Si no todo sigue igual, ni por dentro ni por fuera, al menos se esfuerza por parecerlo. Quizá, al entrar en Venecia, tendríamos que refugiarnos en un biombo y disfrazarnos con los ropajes idóneos para la representación, un cruce prêt-à-porter entre la librea dorada de Casanova y la sábana inmaculada del fantasmita Casper. Porque eso es lo que vamos a ser en las próximas horas de luna vigilante: espectros paseando por calles abandonadas, silenciosas, desiertas.
Las luces reflejadas en el canal grande, figuritas humanas que escapan repentinas por las callejas y se pierden de vista para siempre, adónde irán… Las farolas, a veces borrosas, anaranjadas o prendidas en fuego. También devuelven tonos amarillos, azulados, verdosos, según el matiz de la luz y el movimiento del agua. La estela de la lancha difumina los brillos. A estas horas los palacios son aún más fantasmales, más tenebrosos, sin inquilinos de carne y hueso, sólo amparados por la cadencia regular y leve del canal. Pasan los vaporettos, únicos habitáculos con vida, con gente, con ruido.
Sobre el fondo de los arcos iluminados del mercado, pasa una pequeña barca. Es como el proscenio de un teatro. Nos sentamos a ver pasar las lanchas. A un lado, el rumor de conversaciones alteradas, de risas, acentos diferentes, idiomas variados, gente joven sentada en los escalones y en los pequeños muelles de madera, haciendo botellón. Bebiendo y fumando. Pasa la lancha de los carabinieri y, un poco más allá, la de los vigilantes del fuego.
En las callejuelas interiores, domina el silencio más absoluto, más atroz. Todo vacío. El eco de nuestros pasos. Si nos paramos, sólo se oye la respiración. Parece que todos los habitantes han muerto. G. tiene algo de miedo, y por momentos me lo contagia. En cualquier instante irrumpe el asesino. Pasajes estrechísimos, soportales sin salida. Podríamos estar protagonizando una película de reality horror de nulo presupuesto. En uno de los canales laterales se escuchan las chicharras. Sólo alguna vez, al cruzar los puentes pequeños, se ve una luz instantánea reflejada en la lejanía.
Llegada al amanecer: Aschenbach en el Esmeralda
No me agrada mucho el cine de Luchino Visconti (demasiado esteticista, lánguido y pretencioso para mi gusto), pero tengo que reconocer que al comienzo de Muerte en Venecia, con Dick Bogarde en el papel crepuscular de Gustav Aschenbach, supo captar a la perfección la atmósfera nostálgica y decadente de la ciudad de los canales. Es como presenciar el cuadro pintado por un depresivo, el bostezo final de un suicida. De la oscuridad plena de la pantalla va emergiendo la sombra fantasmal de un barco que se refleja en las aguas borrosas, acompañado por el emocionante adagietto de la quinta sinfonía de Mahler, con su melancolía de violines sobre un goteo de arpa. La chimenea del barco va dejando en el paisaje un reguero de humo negro. De fondo, sobre la bruma ambiente, se mezclan los tonos azules, naranjas y rojos del amanecer.
El escritor, envuelto en un abrigo, con bufanda, guantes y sombrero, descansa en una de las tumbonas de la cubierta. Entre las manos sostiene un libro que no consigue leer; está medio adormilado, acunado por la marea, vencido por la tristeza. El viento agita las lonas de estribor, las puntas de sus cabellos teñidos y las hojas del libro. Las marismas forman una acuarela con los brillos en la superficie del agua y las figuritas lejanas de las mariscadoras que se agachan a recoger algo. Un velo de sueño, la pintura onírica, el ritmo pausado de una siesta. Tras la curva de los jardines, en pequeño, a lo lejos, se alzan los campaniles de San Giorgio y San Marco, lapiceros que flanquean la silueta de la ciudad.
Suena la bocina del Esmeralda, que se acerca al muelle. Se mueve la iglesia de Santa Maria della Salute, imponente, como una isla flotante. Los saludos, las cúpulas, las góndolas, las gentes. Es extraño que Visconti eligiera una llegada al amanecer, en vez de al atardecer, lo que en principio parecería más apropiado para esta historia (al menos simbólicamente). La primera vez pensamos que querría reservar la puesta de sol para el final, para la muerte de ese hombre repulsivo y sudoroso que recorre el Gran Canal en los asientos de popa sin ver nada alrededor, inmerso en sus complejos, ensoñaciones y miedos. Pero no. Aschenbach (“arroyo de cenizas” sería la traducción literal de su apellido) muere en la playa, recostado en una silla, con el sol transparentándose en las nubes.
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G. sigue durmiendo. Me visto y salgo de la habitación sin hacer ruido. Es un silencio totalmente distinto al de la noche. Lo que antes era misterio, ahora es solución, abrazo. Chapotea el agua en las paredes. Sigue sin haber nadie.
El campo de San Stae, vacío. La sombra empieza a apoderarse de la fachada, redoblando su intensidad naranja. El santo que mira al cielo. Me asomo por la cabina de la parada. Pasan los barcos de mercancías, que repartirán miles de productos por toda la ciudad. Una gaviota picotea el cadáver de un pez. El antiguo pendón aristocrático, de tela raída en las costuras, ondea en el balcón de estilo gótico veneciano. Pasan barcos remolcadores, barcos grúa, barcos repletos de carretillas y cajas de madera. Al fondo, se proyecta la sombra de una farola junto a la puerta 79 A.
Las puertas cerradas, se oyen algunos postigos, primeros movimientos en las cocinas. Me da vergüenza que se asomen y me descubran mirando sus ventanas, espiándoles. Las barcas amarradas apenas se mueven. Me observan los ojos con cejas de los telefonillos. Algunas personas atraviesan las calles, de uno en uno, solitarios, camino del trabajo, con la cartera o el bolso colgando. Él y ella se cruzan en el puente, no se miran. El tubo en la pared, lleno de óxido y rodeado de grietas, parece una obra de arte abstracta. Los gorgoritos de una gaviota surcan el cielo. Me adentro en un soportal larguísimo, que da a un campiello con pozo. Cientos de bolsas de basura cuelgan de los pomos de las puertas.
Cruzo al otro lado del canal. Por la Strada Nova hay muchos barrenderos, con largas escobas antiguas, como de bruja de cuento. Cada uno se afana en la limpieza de un trecho de la calle. Pasan algunos madrugadores haciendo footing, en distintas direcciones. Una señora mayor con su carrito de la compra. El hortera repeinado que compra el periódico y charla con el quiosquero. Dos paseantes de perros que se hacen amigos porque no les queda otra cosa en la vida que ese momento de intimidad. Ella limpia los cristales de su cafetería. Del vaporetto baja un nutrido grupo de trabajadores, que salen a paso rápido hacia sus hoteles, museos o tiendas de souvenirs. Se cruzan por mi camino repartidores veloces con sus carretas; al bajar por los escalones del pontino, rebotan las latas de refrescos. Nadie osa mirar la estatua tan temprano: un prohombre que nadie recuerda, repleto de las cagadas de los pájaros de ayer, del último año, de todo el siglo. Inevitable el señor que se asoma desde la ventana de su cocina en camiseta de tirantes. Grazie mille, signore, por permitirnos seguir creyendo en Italia.
Al día siguiente, suben en Tronchetto los trabajadores nocturnos, que se bajarán en el barrio dormitorio de Sacca Fisola. Hora del descanso. Aparece en el horizonte la línea feliz de La Giudecca, iluminada por el primer sol de la mañana, como un recortable pegado en la superficie del mar.
Llegada de día: el lugar de la Pintura
Mientras llegaba por primera vez a La Serenísima en 1952 en un vagón de tren “que olía a mueble dejado al aire libre, a barniz caliente”, el pintor Ramón Gaya contemplaba las huertas de la comarca y tenía la impresión de que volvía a un lugar familiar, conocido ya desde la infancia, pues aquellas tierras fértiles e inundables le recordaban a las de su Murcia natal. En sus años de exilio en México no sólo se había sentido desterrado de España y de Europa, sino sobre todo de la patria más importante para un pintor: la Pintura. Y Venecia marcó su reencuentro.
Desde la habitación del hotel Ramón Gaya escuchaba un campaneo “que no era sonido sino paisaje, una carnosidad cegada, nacarada, marina, y todo el cuarto pareció llenarse, inundarse de exterior”. Al salir a la calle encontró “un arco y, como se hace siempre, me metí por él; era la Piazza y, al fondo, la Piazzeta, obcecadas en una especie de hervor, de guiso arbitrario, bastardo, loco”. Pronto se dio cuenta de que, al situarse bajo las arcadas de la Biblioteca, a la sombra del Campanile o junto a la columna de Teodoro, juzgaba las cosas que veía de la misma manera equivocada y triste que tantas había denunciado en los historiadores y los críticos, esos cultivadores profesionales que parten siempre de un mismo prejuicio erróneo: el de pensar “que arte y realidad son dos cosas distintas, separadas”. Tenía que regresar a la inocencia, a una especie de “ignorancia viva, positiva, limpia”, que le permitiese ver que aquellas dos plazas no eran meros objetos de museo sino dos seres vivos. El arte es realidad, vida, carne viva.
Venecia es para Gaya un lugar de pintura, un suelo suyo, un pedazo de tierra firme suya. Lo veneciano no es un estilo, ni una escuela, ni un movimiento, sino “una reaparición de lo pictórico original, del pecado original de lo pictórico”. Las escamas del pez estaban repletas de tizianos, carpaccios y tintorettos, como demuestra su plano de la ciudad. Venecia es, en definitiva, la encarnación misma de la Pintura. No en vano ambas comparten la misma esencia: el agua.
Entre las muchas que existen, destaca el pintor murciano dos venecias: una de cristal, fantasmal, tornasol, transparente, y una lujosa, carnosa, corpórea, un poco cochambrosa, casi realista. Son las que supieron captar y realzar, respectivamente, Turner y Tiziano. Sobre las famosas palomas de San Marcos, que cuando llueve parecen “ratas mojadas”, nos dice Gaya que “lo que hacen es dibujar la plaza, darle su amplitud, su espacio, y ponerle techo, y cielo (…); no rellenar, sino subrayar un vacío”.
En sus acuarelas, en las anotaciones de su diario y en sus imágenes de Super8 fue recuperando Ramón Gaya el rastro de la Venecia más sutil, delicada, vital… pictórica. Más que una ciudad, Venecia representaba para él una existencia: “una concavidad, la palma de una mano”, que ofrece un sentimiento —nuevo, inesperado— de vida.
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La colada agitándose junto a la chimenea amarilla. Los postes blancos con rayas rojas, como piruletas de marinero o símbolos de barbería neoyorquina. Arriba, el toldo verde del hotel Ovidius. Nos dan envidia algunos afortunados que desayunan en albornoz en la terraza de su habitación, con vistas al Gran Canal. No miramos mucho las góndolas porque sabemos que pronto nos cansaremos de su presencia. Los brazos se elevan al unísono para señalar el último azar descubierto entre las cúpulas. Ante la Ca d’Oro, se oyen las voces admirativas de algunos compañeros de vaporetto.
Llegamos a San Marcos. Desde lo alto del campanile, un mar de tejados naranjas, marrones, ocres. El viento, las gaviotas. Las hormiguitas pasean por la plaza entrelazando sus sombras y jugando a la rayuela (alguien ha marcado con tiza los dibujos en el suelo); se hacen fotos, miran el tenderete, beben agua mineral… Los niños persiguen a las palomas (hay muchas menos que las habituales, el ayuntamiento las ha debido aniquilar). Terrazas, cúpulas, estatuas, jardincitos. La bandera tricolor ondea al viento, al igual que la ropa tendida. Las cúpulas de la catedral, vistas desde aquí arriba, parecen sombreros oxidados o merengues sucios. Dos pértigas rojas dividen el plano como si fuese la cuadrícula de un arquitecto. Las columnas (el león alado y San Teodoro) flanquean el paso de los barcos, a izquierda y derecha, que dejan su rastro espumoso en el agua azulísima. Santa Maria della Salute, como una flecha gruesa rodeada de signos. Cientos de embarcaciones en todas direcciones. Al otro lado, se impone magnífica la isla de San Giorgio Maggiore, como una nave espacial antes del despegue.
Lo más bonito de la plaza son los cortinajes que penden de las arcadas de los soportales: esas arrugas, esas manchas, esos desperfectos o grietas en la tela… Ahí está el secreto de todo. La representación visual de la tendencia al infinito se encuentra en la arquería, como un ocho tumbado con ojos repetidos y repetidos. Una señora lee un libro en su cuarto (se la ve a través del balcón, junto a la Casa del Reloj). Al otro lado, el café Florián con sus músicos aburridos. Un camarero mira la hora, otro recoge una mesa, otro carga solemne con su bandeja repleta de vasos, el de más allá observa al horizonte en busca de clientes.
Llegada al atardecer: una acuarela de Turner
En Venecia, al atardecer, todas las imágenes, sean vistas reales o secuencias de vídeo o fotografías, sufren un impulso natural irrefrenable: quieren convertirse en acuarelas de Turner. Y muchas lo consiguen. Ahí tienes, sin ir más lejos, las escalinatas recubiertas de musgo junto a la iglesia de mármol, con la marea rompiendo a intervalos precisos. Por muchas veces que hayas visto esa imagen, la fascinación nunca se agota.
Miles de ancianas asomadas a la ventana. Ella entra en casa con el perro. Se cansa de esperar junto al puente. Se reflejan sus pantalones rojos en el agua. La estatua sin cabeza. Se oye el eco de las voces de los gondoleros que conversan por el canal estrecho. Uno agacha la cabeza al pasar bajo el puente. Parece impulsar el remo con el culo.
Se va convocando a la penumbra y empieza el silencio en el interior de la isla. De camino a los zattere, en el varadero de San Trovasio, nos quedamos un rato contemplando el taller de reparación de góndolas, envuelto en el misterio del tramonto. Parece que las nubes —densas como una cuajada de color metálico— emergen de las chimeneas. Resuenan unas campanadas de origen impreciso, junto con los tacones de las señoritas que se alejan sin mirar atrás y los cubiertos que rasgan los platos en las trattorías. El terreno baldío, detenido en el tiempo, grandioso como un campo de fútbol. Al final del paseo, una estatua moderna (niño-que-sujeta-rana) custodiada ridículamente por un vigilante jurado.
Va llegando el anochecer. El azul se hace más saturado, más fuerte. Al girar frente al canal grande, la lancha se eterniza, apuntando al horizonte. Perdidos en un dédalo de salizadas, cortiles, ramos y sottoportegos, perseguimos una sombra que nunca alcanzaremos, ni sabemos si existe a ciencia cierta. Qué maravilloso el reflejo lejano en el agua de una figurita que pasa solitaria por un pequeño puente. En mitad del silencio, en mitad de la nada, esa duplicidad lo vale todo.
Fotografía: Ernesto Baltar
Me ha gustado mucho. Es como estar allí viéndolo… ¡Dan ganas de volver!
Las fotos, muy bonitas.
Gracias, Olga.
Me temo que ha salido un texto demasiado aburrido…
La foto que más me gusta es la de los arcos de la plaza, con las cortinas y los manchurrones.
El texto está muy bien escrito, Ernesto.
Un saludo
Un 10 al autor del titular. Engancha y enamora.
Se echa de menos el color.
Venecia no deja de ser un gigantesco decorado tridimensional, un museo con forma de ciudad. Atrapada en su glorioso pasado es incapaz de evolucionar y los turistas se han convertido en sus verdaderos habitantes, desplazando a oriundos, trabajadores y estudiantes a los recorridos secundarios, a los callejones donde no encontrarse con los cazadores de recuerdos.
En otras ciudades el turismo y la actividad propia de la ciudad se complementan. En Venecia no. Las calles, las tiendas, los precios… todo cambia en función de si se es turista o no, lo que aumenta la sensación de irrealidad, de estar en un sueño precioso pero falso.
Entrar en uno de esos edificios y sentir la humedad de la laguna, ver la precariedad de muchas de las construcciones, aguantar los días de lluvia o sentir l’acqua alta como un incordio y no como algo pintoresco. Esta es la verdadera ciudad, la que se vive e interesa poco o nada al que hace mil fotos sin alma.
Tampoco entenderá lo que es vivir en una ciudad marcada por el ritmo del agua, sin coches ni semáforos.
No es extraño encontrar a altas horas de la madrugada a esos espectros nocturnos que simplemente buscan recuperar una parte de su ciudad escuchando el sonido de sus propios pasos en la piedra.
Vero