Destinos Ocio y Vicio

Valdevaqueros, el negocio del viento

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La entrada a pie de carretera a Valdevaqueros tiene algo de rancho viejo. Para acceder a la playa hay que pasar por un camino, en el que hasta el sigiloso paso de un gato levantaría polvo. Un polvo blanquecino, fino como la harina, que deja un halo sobre la vegetación casi níveo, aunque los primeros rayos de sol anuncien un potente día de verano. Las montañas que bordean la costa están salpicadas de molinos de viento, que forman, desde hace años, parte del paisaje. Hoy el poniente ha limpiado el horizonte de bruma. Hay una claridad que duele a la vista y se puede divisar, apenas a 14 kilómetros, la inmensidad del continente africano.

Valdevaqueros es una de las playas de los primeros 10 kilómetros de costa que se extienden hacia el oeste desde Tarifa. En este punto geográfico, el Atlántico le ha ganado la batalla territorial al Mediterráneo. Dos fuerzas diferentes. Dos mundos contrarios. El océano deja a este lado de la costa un rastro de arena blanquecina, un agua esmeralda, y un rugir incansable que se traga todo lo que le pone por delante. Si uno pudiera alzar la vista, o ser pájaro, vería a pocos kilómetros las columnas de Hércules. Una en Gibraltar, la otra en el Monte Hacho. Hay días en que todavía el viento de levante trae, de no se sabe dónde, la mitología a estas costas.

Para acceder a la playa hay que atravesar ‘El Tumbao’, una especie de bar-restaurante para surfistas, donde se puede comer una hamburguesa a la parrilla o tomar un mojito en la zona chill out. La costa tarifeña está plagada de este tipo de lugares. En ellos te puedes cruzar tanto con un dominguero, con todos los bártulos, como con un multimillonario accionista de Google que ha venido a practicar kitesurf, el deporte rey. Hoy, el viento sopla lo suficientemente fuerte como para que el cielo se haya convertido en un carnaval. El mar es un parque recreativo. Las tablas de kite se deslizan por el agua, arrastradas por la fuerza que el viento ejerce sobre las cometas. Éstas danzan en el cielo con un movimiento armonioso. De vez en cuando, el pedazo de nailon se encabrita y da giros impredecibles, aunque normalmente están dirigidos por el kitesurfista por una barra que conecta con las costillas de la cometa, a través de unas cuerdas llamadas líneas. Dice Jorge, aficionado a este deporte, que las líneas son capaces de aguantar el peso de un coche sin romperse. Pero otras veces esos giros impredecibles acaban con la cometa en el mar, y da la sensación de que un albatros gigante ha caído en picado contra la inmensidad del Atlántico.

En tierra las sombrillas basculan levemente. Las varillas están en tensión. Los pedazos de tela que no están sujetos y bordean toda la sombrilla, aletean con el nerviosismo del pez fuera del agua. Dentro de esta gran banda sonora, el aleteo es como unos platillos incansables al antojo del viento. Estas playas son el perfecto banco de pruebas para medir la calidad de estos artefactos.

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De vez en cuando aparece un vendedor ambulante con una ristra de complementos artesanales: collares, tobilleras, pulseras, anillos… todo muy jipi, todo muy natural, como si estar en la playa sin uno de esos abalorios uno no fuera a tener las mismas sensaciones. El jipi se acerca a los grupos, estos se arremolinan alrededor de él, y se prueban los complementos. Regatean, se lo piensan. Alguno compra, y vuelta a empezar. Andar todo el día por la arena con la mercancía a cuestas no tiene que ser sencillo. También están las pasteleras, dos mujeres rechonchas que arrastran un carro con ruedas con forma de nevera. La mujer de mayor edad lleva una bocina que utiliza como reclamo. Los bañistas las rodean, mientras ellas abren la nevera customizada. Sacan las cajas de milhojas, donuts —más grandes que los de los anuncios—, palmeras con azúcar glas y cañas de chocolate. Una de las chicas que rodea el carro pastelero está en top-less. Compra un donut y se pierde feliz como la que va a comprar en tetas al supermercado. Hay un ‘buenrollismo’ que supera al de los anuncios publicitarios. No deja de haber en estas actividades un espíritu de comercio primitivo, al estilo de las antiguas civilizaciones de fenicios y romanos que estuvieron asentadas hace siglos por aquí, comerciando salazones y el preciado ‘garum’. Cuando me doy cuenta, las pasteleras han desaparecido, siguen su ruta. Las veo a los lejos tirando del carro. El sonido de la bocina se entremezcla con el viento, se pierde como el eco endeble de un silbido.

El kitesurf comenzó en Tarifa hace unos quince años, cuando el windsurf era el deporte dominante. Kevin Salmon, un inglés con el acento andaluz más auténtico que jamás haya escuchado, cuenta que al principio los tomaban por locos, a él y a Eduardo Bellini, otro de los pioneros de este deporte en la zona. Kevin explica que las tablas todavía no eran bidireccionales, lo que implicaba que sólo podían navegar en un único sentido. Para remediarlo, un colega los esperaba con una furgoneta en la otra punta de la playa. Los llevaba al punto de partida, y vuelta a empezar. Poco a poco, desde Hawai, fueron llegando tablas y cometas con mejores prestaciones, hasta desbancar al windsurf como deporte rey. Para las olimpiadas del 2016 de Río de Janeiro, el kitesurf será, por primera vez, olímpico, dejando al windsurf en la categoría de deporte para nostálgicos.

Kevin es un tipo sonriente que hace ya unos años que ha sobrepasado la treintena. Viste a lo surfero. Tiene la cara maltratada por el sol y el viento. Llama la atención sus hechuras de hortelano, nada que ver con el estereotipo de ‘chico-surf’ al que este deporte nos tiene acostumbrados. Kevin conoce estas playas y los vientos que la dominan, «el levante es una fuerza de la naturaleza que no es normal», asegura. Estira los brazos, saluda a uno, indica a otro como tiene que virar. Regaña a un guiri con más años que matusalén, por entrar con la vela en la playa de manera incorrecta. «No tiene ni puta idea», dice, dejando ver la caja de dientes que anda medio desordenada en su boca. El kitesurf vino a sustituir al windsurf porque este se quedó estancado, se hizo conservador, mientras que el kite era radical, y la nuevas generaciones vieron en él una nueva alternativa para rebelarse, por momentos, contra la ley de la gravedad. Kevin cree que está en el mejor sitio del mundo para hacer kitesurf, «esto es como vivir una juventud eterna», sentencia.

Tarifa ha sabido sacarle partido al potencial que tiene su naturaleza. El negocio del viento, dentro de este parque natural, hasta ahora parece sostenible y compatible con el medio ambiente. Desde Berlín hasta Algeciras se puede venir por autopista y autovía. Pero al salir de la ciudad portuaria, el tramo cambia a carretera nacional. Y sólo siguiendo cuidadosamente su serpenteo, se puede llegar a municipio de Tarifa. Ahora hay una gran polémica por el complejo urbanístico que quieren construir frente a este pedazo de espacio salvaje. Todavía no se sabe qué ocurrirá, pero, si los intereses económicos y especulativos se salen con la suya, este paisaje abrupto de sensualidad abrumadora que es Valdevaqueros, quedará reducido a un complejo turístico hortera y a un puñado de falsas promesas de prosperidad.

La sombra de las cometas se pasea por la playa como un pájaro oscuro que quiere cazar a su presa. De vez en cuando, se escucha un silbido rozando las cabezas de los bañistas, son las cometas de kite que pasan con la advertencia de un posible aterrizaje forzoso. Más de una vez se ha visto como una de ellas se ha precipitado sobre un grupo de personas, sin causar males mayores. Pero sentir cómo cae del cielo algo tan grande sobre ti, acojona.

Ahora que el viento ha amainado, hay muchas cometas apiladas en una zona de la arena. Están vueltas del revés, en posición de descanso, parece una colonia de murciélagos gigantes que no temen la luz cegadora. Es una playa muy internacional. Hay alemanes, ingleses, italianos, norteamericanos, argentinos, pero sobre todo «gente del este», dice kevin. Desde aquí se puede ver un grupo de al menos doce chicas en top-less. Su moreno dorado, sus pechos bamboleantes, sus tatuajes, su juventud, y esta calma chicha que se ha instalado por unos instantes, me hace pensar en las palabras de Kevin, sobre esa sospechosa sensación de eterna juventud.

Poco a poco el cielo se va despejando de cometas. Los kitesurfistas se retiran con ellas a sus espaldas, son como alas postizas. Parece una procesión lenta de ángeles desterrados. Un nadador aprovecha para hacerse unos largos. Los niños entran y salen del agua con alegría atemporal, como si una generación se la fuera cediendo a otra, así sucesivamente, desde el principio de los tiempos. Un helicóptero pasa a unos cientos de metros, desde aquí no se distingue si es de salvamento marítimo o del ejército. Me siento sobre la arena. África en frente, los sueños revoloteando, el difícil porvenir. En ‘El Tumbao’ suena la música y los mojitos corren por las gargantas. Tarifa se prepara para otra noche, pero esa es una historia que habrá que contar en otro momento. Levanto los brazos, pongo voz de viejo fenicio y grito a los dioses: «¡¡Más viento, más viento!!»

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6 Comments

  1. A pesar de mencionarlo un par de veces, creo que no acabas de hacer honor a la cantidad de mujeres en topless que hay en Valdevaqueros (y en Los Lances, y en Maspalomas…)

  2. Qué me gusta Tarifa…

  3. Me gusta Tarifa, el levante y como escribe este tío.

  4. el duque

    un fiel reflejo d la realidad…me gusta esa playa…me gustan las chicas en top less…me gusta el colorido de la playa…pero lo que mas me gusta es poder compartir unos mojitos en el tumbao con mis amigos

  5. Clem Karr

    Muy bonito y sugerente el final del artículo: “¡¡Más viento, más viento!!”
    Pero creo que solo un viejo fenicio muy loco, muy loco, pediría mas viento en Tarifa.
    Pero, pensándolo bien, es posible. Es posible que el viejo fenicio llevase ya cierto tiempo en Tarifa y el viento lo remontaba a su antojo.

  6. manuel m

    que bueno david

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