Opinión Portero delantero

Pepe Albert de Paco: Obra de gobierno. Un relato

Es ahora, atrapado en la canícula del insulso Ensanche, cuando más echo de menos el bar Resolís, aquel hervor de gitanería que envenenaba la plaza del Raspall. Durante el año que pasé en el barrio de Gracia, me habitué a cenar en la barra junto con otros parroquianos sobre los que también se cernía la soledad. Tras el café, me llegaba hasta la plaza de la Virreina y me sentaba en cualquiera de las terrazas del lado Besós. A menudo escuchaba secretamente alguna de las conversaciones de las mesas contiguas (todavía no se había inventado el iPhone), y en las que yo iba terciando para mis adentros, como si fuera un personaje de Vila-Matas o acaso Vila-Matas mismo. Allí conocí a María Linaza, la mujer que propició mi extravío autoritarista en el verano que estaba a punto de prender, y que el tiempo ha ido reduciendo a una fugacidad de carnes níveas, temblonas, cabalgando mi asombro.

Al poco de salir, en uno de los lances amorosos que me arrastraban una y otra noche a su apartamento (la finca donde vivía Linaza, en la calle Torrent de l’Olla, era uno de los pocos edificios de apartamentos dignos de ese nombre que había en el barrio); en uno de aquellos lances, decía, y hechos ya un amasijo sudoroso, nos libramos a esa clase de parloteo al que se libran los amantes de cuando en cuando, ese fulgor que tan pronto desfallece como recobra el brío, y en que lo importante no es tanto el decoro cuanto una cierta templanza rítmica. Andaba yo enzarzado en una diatriba contra el altermundismo a cuenta de los okupas que había a dos calles al norte, cuando Linaza simuló graciosamente que tomaba notas, para, al punto, susurrarme al oído:

—¿Es todo, señor alcalde?

Aquella madrugada empecé a trazar las líneas maestras de lo que, andando el tiempo, sería mi obra de gobierno.

Al día siguiente, como era costumbre, Linaza llamó para acordar la cita vespertina y, antes de colgar, bisbiseó:

—Tengo una sorpresa.

Aquella noche, mientras yo recitaba mi cuaderno de quejas, Linaza se zafó de mi llave (me gusta inmovilizar a mis amantes, qué le vamos a hacer) y, luego de un raudo trasteo en el cajón de su mesita, volvió el mentón hacia mí. Llevaba puestas unas gafas y en el regazo sostenía una moleskine din A4:

—Usted dirá.

Tomé aire:

—Supresión de las fiestas del barrio de Gracia…, clausura de los cines Verdi…, refundación del Teatre Lliure (que pasará a llamarse Casa de Comedias Arturo Fernández); construcción de un coso taurino de segunda categoría en el solar de la plaza de la Vila de Gràcia (que, antes de ser reducida a escombros, recobrará su nombre original, Rius i Taulet)…

Con la abolición del macramé, Linaza empezó a levitar con el rostro desencajado y los ojos en blanco, como si quisiera arrancarse la piel o ausentarse del mundo. A rebufo de un largo gemido, enroscó su cuerpo al mío y gritó algo incomprensible y memorable. A la mañana siguiente, al salir a la calle, agradecí secretamente que la piel del mundo fuera tan rugosa como solía serlo; que la realidad, en suma, hubiera sobrevivido a mi desvelo depurador.

A principios de agosto, Linaza se fue de vacaciones con su hermana a una isla griega. Por supuesto, me juró que no le apetecía, pero que había previsto el viaje a principios de primavera, cuando todavía no nos conocíamos, y claro, ahora le resultaba un poco violento decirle a su hermana que… «Lo entiendo», le dije, fingiendo encajar las adversidades como lo haría un estibador de Terranova.

Lo cierto es que no me vino mal que se fuera unos días, pues me apetecía correrme una farra con Senserrich, al que hacía tiempo que no veía. Cuando le hablé de lo mío con Linaza, de la ópera bufa en que se habían convertido nuestras noches, mi amigo evocó la escena de Las amistades peligrosas en que John Malkovitch escribe una carta sobre la espalda de una amante. Para Senserrich no había conducta, por anómala que fuera, que no cupiera en ese grato cajón de sastre en que todo resulta más o menos explicable y, por lo tanto, más o menos excusable.

El día en que Linaza regresó, las primeras caricias fueron insólitamente torpes, como si ambos estuviéramos impedidos por una minusvalía moral. Pensé en un extremo izquierda que anduviera falto de regates, en cómo el vicio, cualquier vicio, puede convertirse en algo tan natural como un caracoleo en el córner.

—¿En qué piensas? —preguntó Linaza.

—En nada —respondí. Entonces reparé en que se había puesto las gafas y, de nuevo, blandía la moleskine.

—Házmelo otra vez.

Como quiera que ya me había ido ocupando de lo urgente, abrí el tarro de lo importante.

—Prohibición del swing y el dixieland, de los amamantamientos colectivos y de los ‘rastrillos’ (ah, esos ‘aplecs de l’intercanvi’)…, deportación de las cuentacuentos africanas…, cierre provisional de los casals d’amistat catalano-nepalès, catalano-nicaragüenc y demás hierbas…, clausura hasta nueva orden de las panaderías escandinavas…

A pocos segundos de estallar, Linaza selló mis labios con el dorso de su mano y resolló: «¿Y el Tradicionarius? ¿Acaso autoriza el señor alcalde que se siga celebrando el Tradicionarius?».

—Lo autorizo, sí, pero reorientando la programación: a partir de ahora sólo se bailarán jotas.

Y, tras un respingo de incadescencia, Linaza se fundió.

Cuando el acostumbrado boicot okupa del pregón saludó el inicio de las fiestas, Linaza y yo nos dimos a peinar el barrio en busca de alijos con que alimentar nuestra parodia, que, como es de ley, cada vez lo era menos.

—Al Resolís no podemos ir, amor.

—¿Cómo que no podemos ir?

—Lo cerraste hace dos noches, ¿no te acuerdas?

—¿Yo cerré el Resolís?

—Sí. Concretamente… —Sacó la moleskine del bolso—… cuando prohibiste la ironía, el sexo tántrico y las noches de bohemia.

—Ya, pero…

—¿Acaso el Resolís no es un bar bohemio?

—El Resolís es un bar de gitanos.

—De gitanos y bohemio.

Hay amores que se oxidan al contacto con el aire; también le ocurrió al nuestro, tan rebosante de paraísos que fuera del colchón no era más que un contradiós, un marasmo de amenazas que prohibir o tolerar, que es la forma más perversa de prohibir.

Una noche de otoño pasé por el apartamento de Linaza a recoger las cuatro cosas que aún tenía por allí.

—¿Quieres la moleskine? Después de todo, lo que hay escrito es cosa tuya, yo sólo tomaba notas.

«Como Eichmann», pensé.

Al pasar por la puerta del apartamento contiguo, oí un grito y, de forma maquinal, pegué el oído a la puerta. A los pocos segundos, un largo gemido alivió mi sobresalto y, por un instante, me di asco. Por un instante: el que precedió a un recital que, por el tonillo jactancioso en que estaba siendo proferido, diríase que tenía por audiencia tres o cuatro plazas rojas.

—Supressió en territori català de les curses de braus.., expulsió de la llengua castellana de la vida pública.., llistes negres.., multes als comerços que no rotulin en català.., recompensa per la delació dels espanyols, els lladres i altres delinqüents..,

—¡Aixiiiií! -oí con nitidez.

«Like that», pensé, sin duda influido por los enjuagues relativistas de Senserrich y aun mi novísima afición al porno.

Ya en la calle, puse rumbo a ninguna parte, presagiando garboso el final de mi relato: «Al despertar, el Resolís seguía allí».

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7 Comentarios

  1. Domènec

    Un detallito blanquiazul por favor y será la guinda.

  2. jajajaja…faltó el muro de contención con check point charlies controlados por Mossos en huelga de hablar catalán y, por supuesto, la prohibición absoluta de rastas y el uso de la palabra «cívic» si no viene acompañada de Honda…

  3. Gracia.

  4. Pues es una lástima que prohibieras el sexo tántrico, porque en un par de sesiones os redactáis una Constitución. O incluso un Estatut.

  5. «Como Eichmann»….
    Aun me dura el escalofrío.

    (Soy de Gracia. Vivo lejos. No volveré…)

  6. A un capullo de tal calibre lo hostiarian en el Resolis, por borde, ignaro y pedantuelo.

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