A las dos y media de la tarde más calurosa del verano, en el norte de la isla de Ibiza, el oficinista Hubert asomó la cabeza por el acantilado y encontró algo que llevaba horas buscando, algo que quizá pensó nunca volvería a ver. Abajo, en una lastra, las niñas buscaban caracolas, una labrador negra de año y medio husmeaba junto a ellas y nosotros, siete adultos en bañador, le mirábamos sin decir palabra. Hubert lucía un sombrero de tela gris oscuro marca McKinley y una gafas deportivas negras y cuando se puso en pie con mucho trabajo, las piernas y los brazos se le fueron en un extraño baile sobre el filo, como un abuelo llevado por un ventarrón.
En la primera triangulación neuronal —el instinto, digamos— lo tomé por un loco o por uno de esos espíritus que vagan por la isla ciegos de drogas y de mugre. Muy pocas veces he visto a alguien encaramado en la lengua rocosa que protege a la cala de Ses Formigues de las inclemencias del noreste, y el acceso por tierra desde el primer pueblo o casa lo imagino largo. En la segunda ráfaga, pensé o, mejor dicho, supe que el oficinista Hubert, con su inexplicable y angustioso número de marioneta en las alturas, iba a tirarse o a caerse sobre las rocas, delante de las niñas que llorarían y de la perra, de nombre Calma, que iría ladrando a lamer la sangre entre mucho sobrecogimiento y mucho apartar la mirada.
Ramón padre debió sentir algo parecido y le gritó primero en inglés y luego en alemán. El hombre respondió con una frase que se quedó en el limbo o que terminó en un suspiro inaudible, acompañada de ligeras muecas y miradas en bucle al sol implacable y a la caída de unos 15 metros. «Telephone, telephone», acerté a entender. Ramón padre, con las palmas abiertas y los brazos en alto, le dijo que estuviera tranquilo y que tratara de llegar hasta la punta del acantilado, más baja y accesible, donde le recogeríamos con el barco y podría llamar a quien quisiera. El oficinista Hubert asintió y empezó a caminar en la dirección adecuada, pero pronto decidió descolgarse por el primer escalón de rocas ante el susto general. Lo consiguió y buscó la siguiente grieta. Al caer esta vez, tropezó, perdió el equilibrio y sólo en el último de sus histéricos pasos hacia el borde, consiguió clavar recta y firme la pierna derecha para apuntalar la vertical y el latido del público. Sonrió o se mordió el labio, es difícil decirlo ahora. El último salto, el que habría de desmontar mi profecía, lo solventó a la perfección y se quedó un segundo de pie ante nosotros para luego fundirse entre las rocas murmurando «schatten, schatten» —sombra, en alemán.
Ahí teníamos a Hubert, un hombre del norte y del frío rebajado a la condición de animal herido bajo un sol al que miraba como desde el fondo de la fragua. El cuerpo retorcido en la imposible mancha de sombra de la rocas, incapaz de mantener la cabeza erguida, agotado, empapado en sudor y sucio. Por debajo de los pantalones pirata, las espinillas blanquísimas se veían cosidas a picaduras, eczemas y arañazos. Un corte no muy profundo en un lado de la nuca había dejado un hilo de sangre coagulada. La piel rosada y blanca y amarilla de su cara lucía desencajada por brochazos brillantes de protector solar. Me fijé en el buen corte de pelo, en las patillas rasuradas y en el afeitado de primera hora de la mañana. Me fijé en los calcetines sintéticos negros y en unas Converse también negras de bota baja rajadas por todas partes. Los ojos, inyectados en sangre, huidizos, habían visto algo que por azar había sido esquivado y ahora se resistían a acostumbrarse de nuevo a las aguas transparentes, al barco y a las niñas en él contando caracolas.
Hubert seguía balbuceando, nervioso, preguntándose qué de verdad y qué de ensoñación había en su encuadre. Le dimos una botella de agua helada y se bebió la mitad de un tirón antes de que Félix se la arrebatara. Creo que ayudó a despejar sus dudas. En alguna película vi que hay que conducirse duro y justo en un rescate y en esas estaba, analizando al herido implacablemente y dándole de beber cuando lo creía oportuno. De repente, cuando decidió que aquello ya era lo suficientemente real, empezó a sacar lo que llevaba en los bolsillos. Nuestros gestos para que se calmara parecían azuzar sus ganas de identificarse, de que creyéramos que él era él y no otro cualquiera. Que él era Hubert, austriaco, oficinista, con una casa en el campo y una mujer y una niña llamada Angela que le esperaban sin noticias en el hotel, según contó un rato más tarde. Pero todavía no sabíamos nada de eso, ni siquiera sabíamos que se llamaba Hubert. Solo teníamos el contenido de sus bolsillos: una llave con llavero azul de la habitación 515 del Grupotel de Cala San Vicente, un recibo del mismo hotel empapado en orín con la cuadrícula del pueblo dibujada a bolígrafo azul, un folleto en alemán de la cueva de Es Cuieram también mojado, una cámara digital de fotos salvada por una funda de neopreno negra y una barra blanca y naranja de protector labial sabor miel.
Como quiera que en la cala no había cobertura, el plan de rescate aprobado por todos fue que Félix y yo nos quedáramos con él y el resto llegara en barco hasta San Vicente para avisar a la Cruz Roja y a la familia. Félix se despidió de los que zarpaban, entre ellos su mujer y sus dos hijas, con la broma de que noquearíamos a Hubert si hacía alguna tontería. Hubert sonrió sin entender. Le explicamos que el plan era traer a la «Red Cross on a boat» y que, en diez minutos, estaría bebiendo daiquiris en el bar del hotel. Le dimos mucha conversación para que no se desvaneciera, como bien enseñan las películas. Félix le preguntó si había hecho buenas fotos y Hubert me alcanzó la cámara en silencio para que las viéramos. En la última se veía un camino de tierra, entre un pinar, devorado por el sol del mediodía. Seguí hacia las anteriores. Más camino, más pinos, un bosque, unas rocas en el bosque, una cala profunda con veleros quietos, una imagen de las ofrendas que se hacen en la cueva de Es Cuieram y una señal de madera que rezaba ‘Es Cuieram’. Quería encontrar una foto de familia para confirmar su versión —¡qué deformación más estúpida!—, pero de repente me asaltó el pudor de encontrarme una foto de su mujer desnuda en la habitación del hotel y le devolví la cámara. Hay turistas que esperan a las vacaciones para atreverse con cosas que no les van, pero que se supone que deben hacerse en vacaciones, como fotografiarse desnudo o salir a pasear por el bosque. Hubert dijo que quería un recuerdo de nosotros y Félix y yo posamos con los pulgares hacia arriba, mi brazo izquierdo sobre sus hombros, como dos adolescentes en el Malecón.
A la hora llegó el barco con los nuestros. Ramón padre nadó cuidadosamente con una rodaja de melón para Hubert que dijo que aquello ya era demasiada atención y que sentía mucho todas las molestias y que si era melón. Disfrutó el bocado lentamente. Al rato llegó una lancha con tres chavales y sin cruz roja. Una lancha azul y blanca y vieja. El socorrista, vestido con una camiseta naranja flúor que decía ‘socorrista’, se lanzó al agua con la boya de los Vigilantes de la Playa y nos dijo que lo del melón había sido buena idea, pero que no tendríamos que haberle dado agua. Al parecer, el socorrista se había tirado al mar para que Hubert saltara sobre la boya. Un plan absurdo que habría aprendido en un curso intensivo de fin de semana en la periferia de alguna ciudad. Un tal Quicu, «sóc el Quicu de Sant Vicent», tomó el mando de la situación, siguió nuestras indicaciones y se acercó a las rocas. Hubert subió a la lancha sin problemas, se sentó y empezó a despedirse. Me recordó al Papa cuando está de viaje y un poco acalorado. El socorrista seguía en el agua y casi se lo dejan. Hubert se despidió uno por uno, varias veces. Los tres desgraciados se largaron de allí echándole la bronca.
A la mañana siguiente llamé al Grupotel de San Vicente y hablé con una encargada de acento prusiano. Me dijo que Hubert estaba bien, que le había visto pronto por la mañana, que seguía muy avergonzado por lo que había pasado, que muchas gracias por todo y que «casi se había puesto a llorar». Esto último lo dijo entre risitas. Le di las gracias y colgué. Hubert se iba al día siguiente, domingo por la mañana. Me lo dijo en la cala el día de peor y mejor suerte de su vida. Olvidé preguntarle la edad y el nombre de su mujer, nunca volveré a verle, pero recuerdo un momento en el que sacó la mano del bolsillo llena de pinaza. Luego se alisó el pantalón, se compuso el pelo blanco y me miró tratando de mostrar la mejor imagen posible.
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Nota al pie: Mi cálculo aproximado en Google Earth de la odisea de Hubert (teniendo en cuenta los puntos de partida y rescate y el orden de las fotos en las que aparece la cueva de Es Cuieram y la cala estrecha y profunda con veleros) es que caminó, sin agua y en pésima condición física, no menos de 4 kilómetros y medio (eso es lo que da sólo en línea recta), durante cinco horas y media (salió del hotel a las 9 de la mañana), a cerca de 40 grados (zona interior, sin viento, con la Cala San Vicente a 33 grados según el histórico), por una sierra deshabitada, de pinos y rocas, sin caminos, con un desnivel acumulado de no menos de 300 metros.
Muy bonito y sencillo, Pablo.
Un final plausible, coherente y sencillo, como la pura realidad de nuestra vida. Puestos a especular ¿Vió algo en la cueva que le dejó en tan lamentable estado? O, ¿Quizás se deprimió por su inmediato regreso a su siniestra oficina? O, o…
«…o en un turista en el refugio en el que la muerte se embosca en nuestro plácido día a día occidental»
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