Me estoy acordando de Bayón, de Félix Bayón, en estas jornadas olímpicas. Son jornadas de reajuste emocional para el país. Se acabó esa doble curva, ascendente en el deporte y descendente en el resto, cuya simultaneidad resultaba tan irritante. Esa esquizofrenia de estar celebrando la Eurocopa mientras nos hundíamos. Ahora es cuando el ánimo se ajusta a la realidad, y eso es siempre bueno. Se ha terminado el ciclo que empezó con los Juegos de Barcelona. Entonces se pusieron a caer medallas, no se sabía de dónde, y recuerdo que un periodista soltó eufórico: “¡El himno nacional es la canción del verano!” La de este verano, en cambio, es la ausencia de himno.
Pero aquellas euforias, que viví con ironía en su momento, las he celebrado yo retrospectivamente. Cuando supe que aquellos días fueron los del regreso a la vida de Bayón, del que me haría amigo muchos años después; cuando le quedaba, de hecho, solo uno. La melancolía es hoy inevitable. Pero entonces, cuando él lo vivió y cuando yo lo supe, no había lugar para ella. En uno de los textos más hermosos que he leído nunca, él mismo cuenta cómo le trasplantaron el corazón el día de la ceremonia inaugural de Barcelona ‘92, cuando el arquero lanzaba la llama olímpica. Les ruego que hagan una pausa en mi columna y que lo lean: se encuentra aquí.
El hecho de que su corazón nuevo fuera el de un ciclista me tocó especialmente, por mi afición al ciclismo y por mis proyecciones metafóricas del pedaleo y las escaladas. En la actualidad hay un involuntario homenaje a Bayón en el ciclismo, puesto que un ciclista se llama como el protagonista de su última novela: Luis León, que este año ha ganado una etapa del Tour (aunque en Londres ha tenido mala suerte). El soneto que Borges le dedica a Joyce termina con este ripio delicioso: “Dame, Señor, coraje y alegría / para escalar la cumbre de este día”. Bayón era grande y caminaba lento, como un hipopótamo, pero con su corazón de ciclista iba dando pedaladas por los minutos. Pedaladas no esforzadas sino alegres: el suyo era un ciclismo lúdico, como el de los niños que salen con sus bicicletas. Su cumbre era vivir.
El primer oro de Barcelona fue, curiosamente, el de otro ciclista: José Manuel Moreno, que ganó la prueba del kilómetro contrarreloj. Nunca le pregunté a Bayón por él; pero, si ya estaba consciente, me imagino que lo asociaría con su donante. De aquellas jornadas que pasó en el hospital solo una vez salió algo en nuestra conversación. Un día yo le mencioné que, de regreso en Málaga tras mis años en Madrid, había vuelto a escuchar el programa de Ramón Trecet en Radio 3, y que la música new age me agradaba, pero ya no por el futuro sino por el pasado, o por el futuro que había en el pasado (y allí se había mantenido). Bayón me contó entonces que la voz de Trecet era uno de los sonidos que relacionaba con su regreso a la vida, por sus retransmisiones televisivas de aquellos Juegos.
Después del trasplante Bayón se mudó a Marbella, con su familia. Pensaba llevar una vida tranquila, y la llevó en lo que pudo; pero allí se encontró el gilismo. También me he estado acordando de él por eso, porque esta semana ha terminado el juicio por el caso Malaya. Bayón se pasó años denunciando la corrupción, sin que le hicieran caso. Por fortuna, le dio tiempo a ver las detenciones. En la web de TV-3 puede verse la entrevista que le hicieron entonces, el 3 de abril de 2006 (Bayón moriría el 15). Vista hoy, ha ganado en amargura toda esa sucesión de impunidades, que nos ha conducido adonde estamos. Conviene no olvidar, sin embargo, que allí hubo además un hombre digno: sin él, el paisaje está incompleto. Él mantuvo aquí die Fackel, la antorcha: como en estos Juegos, una llama alumbrando las derrotas.
La llama olímpica. Tiene que ver con el ejemplo. Y también con los trasplantes: un cuerpo recibe un órgano que mantiene en él la vida, y así se mantiene en parte la del cuerpo que la perdió. A veces —como ha sucedido hoy— perecen quienes portan la antorcha. Pero la llama llega.
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