Cuando abrí por primera vez Ficciones tendría diecinueve o veinte años y viajaba en uno de esos trenes regionales que siguen sin ser anacrónicos en Galicia. De Borges no había recibido entonces más noticia que los cuatro lugares comunes con los que lo despachan las páginas finales de los libros de Bachillerato. Así que estaba indefenso; no sabía lo que iba a encontrarme al empezar el primer cuento, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Empleando la prosa más precisa que yo había leído nunca, en la que no había un solo adjetivo que no adjetivase ni un sustantivo que no pareciese insustituible, la trama se desgranaba lentamente y era suministrada al lector con un rigor casi posológico. Trataba del descubrimiento casual por parte del protagonista —el propio Borges— de una sociedad secreta fundada con el propósito de elaborar, a través de los siglos, la enciclopedia de un planeta imaginado; con su historia, su geografía, su zoología y también su cosmovisión: una versión extrema del idealismo filosófico.
El relato acogía con naturalidad a Berkeley o Spinoza junto con supuestos escritores y personajes de los que nunca había oído hablar. Con naturalidad remitía a tomos de enciclopedias o a libros, detallando la página, la edición, el lugar y la fecha de publicación. Con la misma naturalidad insertaba notas que perpetuaban el fárrago de datos. Confieso que durante las primeras páginas mi confusión fue total. ¿Qué era aquello? ¿Una vivencia real, una crónica, una invención? Me propuse averiguarlo al llegar a casa. Por supuesto, al igual que le ocurre con Uqbar al protagonista del relato, nada habría encontrado acerca de esa sociedad secreta ni de sus misteriosos auspiciadores. Por la simple razón de que —y es delicado afirmar esto hablando de Tlön— no existían. Para cuando mi tren finalizó su viaje, ya había llegado hasta Pierre Menard, autor del Quijote y perdido la cuenta de las veces que había detenido la lectura en una mezcla de incredulidad, asombro y admiración que jamás he vuelto a sentir en ese grado.
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius es, como tantos otros cuentos de Borges, un juego mental. En este caso, el de imaginar un mundo regido por un idealismo absoluto; un mundo que desconoce los sustantivos porque descree de la existencia de una realidad a la que aplicarlos; un mundo en que los objetos pueden cobrar virtualidad por la simple facultad humana de pensarlos o desearlos; un mundo en que la noción elemental de que nueve monedas subsistan en el tiempo es expuesta y refutada como una paradoja inexplicable. Otro juego mental está en la base de Pierre Menard, un ensayo ficticio sobre un oscuro escritor simbolista que acomete la tarea de reescribir El Quijote. No la de copiarlo como un vulgar amanuense, sino la de “producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes”. Difícil describir en pocas frases todas las implicaciones y niveles de lectura de este cuento en el que el narrador se desacredita desde la primera intervención: broma; reflexión sobre la identidad personal (“un hombre es todos los hombres”, tema recurrente en Borges); ironía acerca de las incapacidades del lenguaje, la crítica literaria y la semiología; imposibilidad —inutilidad— epistemológica de conocer y/o explicar la realidad…
Ficciones es el libro que salvaría de la quema cuando todos nos vayamos al carajo. En ocasiones creo que en su conjunción de lógica y sofistería, de erudición y disparate, de profundidad e indiferencia están contenidos todos los pensamientos posibles. El jardín de senderos que se bifurcan anticipa en varios años la hipótesis cuántica de la suma de historias de Richard Feynman; Tres versiones de Judas juguetea con la dialéctica de la teología para remover —de forma lúdica, sin ningún propósito— los fundamentos de casi dos mil años de cristianismo; La lotería en Babilonia es probablemente la metáfora más hermosa jamás escrita sobre el azar y el destino; La Biblioteca de Babel describe el estéril afán humano por desentrañar el mundo, por explicar un desorden que “repetido, sería un orden: el Orden”. Y más: el acertijo de La secta del Fénix, la cabalística aplicada a la temática policial en La muerte y la brújula, el problema de los universales en Funes el Memorioso, la ensoñación heroica en El Sur… Pero todo esto son solo palabras, y es bien sabido que “hablar esincurrir en tautologías”. Celebro y deploro el viaje en tren en que abrí Ficciones: ese día encontré a Borges y, al mismo tiempo, perdí buena parte de mi capacidad de sorpresa.
Me temo que mi película favorita tampoco va a ser muy original salvo por el hecho de no ser una película, sino una trilogía: El Padrino. Sí, incluyo también la tercera parte, y ello por dos razones. En primer lugar, porque me parece mejor de lo que suele reconocérsele y me gusta más en cada nuevo visionado. Y en segundo lugar, porque supone la evolución y el desenlace de uno de los temas centrales de la saga: la tensa relación entre el yo y los designios que le van imponiendo las circunstancias.
En la primera parte, Michael se nos presenta como una pieza secundaria en el entramado familiar. Es el estudiante universitario, el héroe de guerra, el hijo que Don Vito ha querido mantener al margen y que estaba llamado ser uno de esos “poderosos quemueven los hilos” contra los que su padre ha luchado toda la vida. Esto se refleja sobre todo en la inteligente escena que muestra a Michael y Kay yendo de compras, completamente ajenos a la trama que la Familia comienza a orquestar después de la frustrada negoción con Sollozzo. Son las circunstancias las que obligan a Michael a involucrarse en los asuntos de la Familia, las que propician que se sitúe a la cabeza de la misma, las que transforman a un muchacho introvertido en un hombre de mirada gélida y gestos calculados, las que lo arrastran de nuevo dentro de la espiral cuando pretende escapar de su órbita.
La otra gran idea rectora de El Padrino es la reflexión acerca de los conceptos de bien y mal. Lejos de formar una organización carente de ética, los Corleone actúan en base a un código axiológico no escrito pero muy riguroso. Cualquier transgresión lleva aparejada una represalia que es impuesta con severidad y acatada con estoicismo. “No es nada personal; solo negocios” se hace muletilla recurrente. Don Vito —y Michael, más adelante— aplican un utilitarismo cuyo único referente son los estrictos límites de la Familia y sus protegidos. Si en alguna ocasión coinciden con el mandato bíblico de no odiar a los enemigos, no es más que por razones puramente pragmáticas, porque “nubla el juicio”, tal y como aconseja Michael a Vincent. Importancia fundamental tiene el famoso aforismo de Maquiavelo de que el fin justifica los medios, que legitima cualquier medida tendente a proteger a los allegados o preservar la posición de dominio. Sobre su base, el personaje de Robert de Niro no tiene ningún reparo en deshacerse del despótico Don Fanucci, el capo local de la Mano Negra, en un acto que le otorgará la preeminencia criminal en el barrio y que no es percibido como totalmente ajeno a la justicia. El respeto a la palabra dada, la lealtad y la observancia de la jerarquía se erigen no solamente en los valores más elevados, sino también en los requisitos para la supervivencia, en los parámetros sobre los que opera la particular selección natural en el mundo de la Cosa Nostra. Sin embargo, la ambigüedad moral de esa ética ad hoc no se limita a los Corleone; está presente también en los “buenos”: en los jefes de policía, en los senadores, en la cúpula eclesiástica.
El Padrino contiene escenas que ya forman parte de la historia del cine: la lenta apertura de zoom en la súplica inicial de Bonasera, el significativo montaje paralelo que combina el bautizo del hijo de Connie con la resolución de la primera parte, el beso a Fredo en la Habana, la puerta que se cierra delante de Kay, el diálogo de Tom Hagen con Pentangeli, la confesión de Michael con el futuro Juan Pablo I, que supone el clímax de la temática de la redención… También contiene imágenes y citas que poseen la rara cualidad de trascender lo puramente cinematográfico. Y sí, también la amistad, el amor, la traición, la venganza, la justicia, el poder, la corrupción o las ironías del sueño americano. Pero para descubrirlo no hay nada mejor que revisitar a oscuras las casi nueve horas de su metraje total. Envidio a quienes aún no lo hayan hecho.
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Yo no sé si coincido contigo en lo de «El Padrino», porque, probablemente, prefiero «El Padrino II», pero en lo de «Ficciones» estoy absolutamente de acuerdo: me parece el libro de cuentos más perfecto que se ha escrito jamás.
He visto la película del padrino, al igual leer de Mario Puzo, me parece que muestra ciertos aspectos de la vida, a mi parecer es una muy buena historia, en lo del libro de ficciones, coincido con otros comentarios es el libro de cuentos mas perfecto.