Arquitectura Arte y Letras

Panem et circenses

Panemetcircenses PatriciaMato Mora

El inhóspito paisaje postindustrial de Hackney, al este de Londres, ha inspirado multitud de proyectos a lo largo de los años: tanto habitantes como arquitectos, escritores, artistas y políticos han sido responsables de que Hackney no haya dejado de ser lienzo de incontables sueños. La regeneración urbana de Hackney a raíz de la candidatura olímpica de Londres ha mutilado todas esas fantasías; al menos eso mantuvieron Stephen Gill, Anna Minton, Will Self y Saskia Sassen en 2012 Una Historia que Contar [2012 A Story to Tell], un debate que se celebró a principios de mes en el Southbank Centre, organizado por la Architectural Association, el Festival de Arquitectura y el Festival Literario de Londres.

Ya no es ni original recurrir al latinajo panem et circenses para referirnos al descerebrado entretenimiento del populacho. Ni falta nos hace asistir a nuestros anfiteatros contemporáneos; nuestras saturnales se distribuyen a domicilio. Una de ellas está a la vuelta de la esquina: las Olimpíadas de Londres 2012. Desde el viernes, prepárese para tragar noticias de récords y medallas de atletas nacionalizados en países que ni sabía que existían; atletas que redimirán al Reino Unido de sus complejos de obesidad mórbida y tratarán de avivar su ya exacerbado patriotismo.

Will Self aludió a ello en un evento celebrado en Londres a principios de mes. Self discutió junto a Anna Minton, Stephen Gill y Saskia Sassen cómo los Juegos Olímpicos de 2012 no son sino parte de una tendencia que está engullendo a su ciudad anfitriona paulatinamente, convirtiéndola en una entidad abominable, antidemocrática y, en definitiva, antiurbana. Partiendo de que todo el municipio de Hackney se ha llevado un lavado de cara con aguarrás que, habiendo sido pagado por el contribuyente, se ha vendido a la familia real catarí para ser administrado como propiedad privada; estos cuatro intelectuales pusieron las peras al cuarto a toda cuanta autoridad de medio pelo o arquitecto consagrado se paseara por el Southbank aquella tarde.

No olvidemos, por aquello de la relevancia de este debate dentro de nuestras fronteras, que Madrid aspira a ser ciudad olímpica en 2020 (tras los estrepitosos fracasos de 2012 y 2016) y sostiene la candidatura con los mismos argumentos infundados con los que Londres calla al tributario quejica: que si el legado, que si el deporte y la actividad física… olvidando la situación desesperada de la deuda griega que sin duda fue agravada por aquella Atenas 2004 que ya ni Zeus recuerda.

Ni la villa olímpica es el único espacio londinense que se las da de público sin serlo, ni los escépticos se acaban con los ya citados. Por un lado, pues, están los Juegos como síntoma de una tendencia de mucho más alcance, tendencia que lamentablemente no parece terminar en los límites de Londres. Esta tendencia es la privatización de las calles y espacios que antes eran públicos, y la vigilancia orwelliana que de ello se colige. Por otro lado podemos hablar de los Juegos como un universo en sí mismos, un universo con partidarios acérrimos y detractores; entre estos últimos sin duda contamos con los cuatro ponentes invitados a 2012 Una Historia que Contar.

En las metrópolis contemporáneas, la frontera entre lo público y lo privado se ha vuelto borrosa, y esto no parece haber sucedido por casualidad. Anna Minton, periodista, es autora de Ground Control, volumen donde analiza dicha situación en el contexto de Gran Bretaña. Es también Minton quien, tanto en su libro como en su intervención en 2012 Una Historia que Contar, señala que esta situación no es nueva sino que ya existió en la Inglaterra decimonónica y hubo de ser abolida por oposición popular. Esta vez, en vez de duques y condes, son corporaciones y multinacionales las que van adquiriendo terrenos urbanos. Una vez dueñas, infestan las falsas calles con cámaras de circuito cerrado, guardias de seguridad, y una cantidad ingente de cartelitos que le indican a uno cómo debe comportarse en cada lugar, recordándole que no debe fumar, poner los pies sobre los bancos u osar tomar instantáneas del lugar. Sí, los fumadores son uno de los colectivos más perseguidos en estos espacios, casi tanto como los ciclistas, y no hablemos de aquellos que tienen por costumbre calzarse patines. Dichos comportamientos ilegales serán interceptados en las horas y horas de metraje que hacen de sentarse a ver las ocho horas de Empire un plan entretenido.

Esta privatización de los espacios trae consigo repercusiones arquitectónicas, urbanas, sociales e incluso poéticas que poco pueden imaginarse los yuppies que aspiran a hacerse con uno de esos apartamentos pijos que parecen sacados de la última serie de moda; sí, de esos desde los que se ven las ventanitas iluminadas de los rascacielos que no se apagan por las noches porque es más caro darle al interruptor cada mañana que mantenerlo encendido durante la noche. Si no ellos, ¿quién se siente actor o agente de espacios urbanos privatizados cuyas actividades sociales y comerciales no tienen lugar más que en el seno de instituciones carentes de espontaneidad, tales como franquicias y cadenas de toda cuanta necesidad se pueda imaginar? Los núcleos urbanos han sobrevivido desde sus orígenes neolíticos como entidades válidas o, al menos, prácticas, para el desarrollo social de las comunidades porque, según sostuvo Saskia Sassen, son complejos y se mantienen inconclusos. La privatización de los espacios urbanos y las ya mencionadas características de los mismos, las cuales Minton describió con su prosa, clara y directa, propia de alguien que, como ella, está acostumbrado a no andarse con rodeos, convierte a la ciudad en un sistema que, si bien poderoso, se concibe esta vez como completo. Esto, pues, desde el punto de vista de Sassen, no hace sino privar a la ciudad de uno de los ases que durante siglos se guardaba en la manga, de una de las características que le permiten sobrevivir a reinos, imperios, invasiones; de lo que Sassen pasa a llamar competencia urbana, el contubernio entre el espacio urbano y sus gentes.

Es en esta cópula, en este entender la ciudad como un papel en blanco, donde se escriben las historias cotidianas de amor, celos, gritos, rutina y frituras de las que urbanistas y arquitectos pasan olímpicamente, nunca mejor dicho; donde los ciudadanos ejercen lo que Self califica de derecho a la territorialidad, convirtiéndose en actores de su ciudadanía en lugar de meros consumidores. Stephen Gill ha dedicado gran parte de su vida a contar esta interacción entre la vida de Hackney y Hackney mismo; según él, a capturar el sentimiento o esencia del lugar, más que su percepción visual. Las fotografías tomadas en lo que se convertiría en la villa olímpica muestran un estado de transición urbana sin precedentes, un lugar sencillo en el que pequeños cambios anunciaban la llegada del monstruo olímpico, del mismo modo que los pájaros huyendo de Pompeya anunciaron la erupción del Vesubio sin que nadie supiera leer esas pistas como lo que eran: avisos. Nada de lo que Gill llevaba fotografiando desde 1999 sigue ahí. En su lugar se erigen estructuras tales como el estadio olímpico, el centro acuático y el contestado velódromo, sobre el que Will Self consideró oportuno recordar a la audiencia que el velódromo de Herne Hill, al sur de Londres, va a ser demolido dada la demanda social por las carreras ciclistas. Por si fuera poco, según Iain Sinclair, colaborador de Gill en numerosos de sus proyectos y medalla de plata a los 200 m anti-olímpicos por detrás de Self; la experiencia olímpica no será sino una prima de tres semanas de duración al centro comercial de Westfield, a través del cual, sospechosamente, se ha previsto el acceso a la villa olímpica. Gill y Self, pues, dedicaron su intervención en 2012 Una Historia que Contar al microcosmos de Londres 2012 como paradigma incuestionable de la aberrante relación de la arquitectura urbana contemporánea con el panorama financiero, muy aventajada con respecto a la relación de dicha arquitectura con el ciudadano.

Hay también quien se muestra satisfecho. Sebastian Coe, por ejemplo, del Comité Organizador de los Juegos, recuerda la pila de frigoríficos abandonados que había en parte de lo que ahora es la villa olímpica. Stephen Gill nos había mostrado el mercadillo semanal —ilegal, o cuando menos, alegal— que los habitantes de Hackney montaban al lado del montón de clorofluorocarburo que chorreaba de esas neveras noventeras; que nadie sepa qué es ahora de ese mercado le quita a uno el hipo y el ozono de un manotazo; casi tanto como saber que unos 450 hogares fueron desahuciados para dejar paso a los bulldozers. Tal es el caso de Julian Cheyne, que ha perdido su casa y se pregunta por qué los Juegos no podían haberse celebrado en instalaciones ya existentes. Otros, como Wretch 32, rapero, esperan que los ánimos del país levanten cabeza al presenciar los Juegos, que según él traen buenas vibraciones a la ciudad; refiriéndose al descontento general debido a la recesión económica, que aquí también salpica, sobre todo a las clases menos favorecidas.

Si estas son las consecuencias para una urbe tal que Londres, uno no deja de preguntarse qué hace Madrid aspirando ser la Atenas de 2020. Con ello quiero decir, pues, que este debate no es en absoluto ajeno a España y que lo que el londinense no ha tenido agallas de exigir, todavía está a tiempo de ser advertido y reclamado por el ya castigado españolito de a pie. Por lo menos, desde el punto de vista de la usurpación arquitectónica de los nuevos espacios, cuya condición de corporativizados, privatizados y videovigilados impide que sean apropiados por el actor público, y de la aniquilación de la anarquía cotidiana a la que aludió Saskia Sassen; desde esa perspectiva, insisto, me atrevo a decir que estas cuestiones son tan relevantes en Madrid como lo son en Londres. Más, casi, porque la percepción y el uso del espacio público en España son más ricos y variados que en el Reino Unido. Sea por el clima o las costumbres, el espacio urbano público parece ser concebido en y para el Mediterráneo: piazza, plaza, agora, espacios de interacción urbana al aire libre. Cenas en la calle, verbenas, ruidos, niños y rayuela, la ausencia de los cuales desconcierta al que llega al país anglosajón, novato, pretendiendo tomarse un refresco al aire libre a las siete de la tarde. Perder el tiempo en la calle, loitering, esa costumbre de largas y aburridas tardes de verano que el espacio corporativizado detesta y se ha propuesto exterminar. El espacio urbano no es sino en la vida que el ciudadano le insufla; suprimir los espacios públicos en Madrid post-2020 —o, para el caso, en el más mínimo centímetro cuadrado de ciudad española—, y sustituirlos por espacios corporativizados, se entiende a partir de los temas tratados en 2012 Una Historia que Contar que es una amenaza a su tejido urbano. Y eso sin contar con la posibilidad de que las costosas instalaciones olímpicas queden abandonadas al cabo de pocos años.

El espacio público-no-público, si es que esta improvisada terminología lo describe bien, crea tejido urbano de mala calidad, débil, endeble y quebradizo, ya que es un espacio amenazado por el corporativismo y del cual el ciudadano no se siente parte, un espacio con el cual no hay intimidad. No es creado por ni para el ciudadano, sino que se impone sobre él. El tejido urbano de Londres es sabidamente recio, escurridizo de cara al promotor que se planta ante él con la pretensión de una regeneración urbana que, no nos engañemos, tiene las de ser chapucera y por ello, efímera. El humor cínico de Self, la delicadeza y el tacto de las imágenes de Gill, y la racionalidad de Minton y Sassen… todos y cada uno de estos enfoques coincidieron en lo esencial: en cómo el carácter de Londres, su personalidad ecléctica y soñadora, enmudece ante el avance de una arquitectura cuyo móvil son los tentáculos financieros de un sistema ajeno a la cotidianidad urbana. Todos ellos terminaron sus intervenciones con notas optimistas, esperando que la recesión económica en la que Europa se encuentra sumida en este momento obligue a inventar alternativas, modelos sostenibles.

La identidad de esta capital dependerá del calado del fracaso de la regeneración olímpica. Mientras sea la especulación financiera la que lleve las riendas de construcciones de tal envergadura, no dejarán de verse colosales pirámides de cristal y cemento que se erigen para un festival supuestamente justificado, hasta el más absoluto y repugnante hastío, por una onerosa cantidad de ambigua y falaz propaganda; un festival que no celebra, según defendió Self hacia el final de su discurso, nada más que la versión más patética y deplorable de la sociedad del espectáculo que Debord pudo haber imaginado. Y ahí lo deja: “Disfrútenlo”.

 

Ilustración: © Patricia Mato-Mora, 2012.

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10 Comentarios

  1. Pingback: Panem et circenses

  2. Charles Borgerhout

    Se echaba de menos en Jot Down tratar este tipo de temas.
    Buen artículo.

  3. Vale que no sea rentable la organización de este tipo de eventos (aunque parezca que sí por la creación de empleo, turismo, etc.), pero no quita que las Olimpiadas sigan siendo un evento en el que cada cuatro años podamos disfrutar de lo mejor de muchos deportes de los que apenas hacemos caso. Todo un ejemplo de superación en muchísimos casos y digno de ver.

    Siempre hay que sacarle punta a las cosas cuando conviene. Está claro que ahora mismo Madrid (y el resto de España) no está como para organizar las Olimpiadas, a no ser que aprovechemos todas aquellas infraestructuras que ya hemos hecho y por las cuales estamos en la ruina, que tampoco sería mala opción. Pero cuando tienes dinero derrochándose en cosas mucho más inútiles y se sigue haciendo negocios con cosas tan éticas como la venta de armas y la guerra (que de seguro mueven muuuuuchos más miles de millones), criticar uno de los pocos eventos por los que se puede admirar al ser humano me parece bastante pobre.

    Pues sí. Lo disfrutaré, joder si lo disfrutaré.

    • El usuario Vlemix a través de menéame lo describe perfectamente:

      #3 El artículo carga contra la apropiación del espacio público por parte de los organizadores/patrocinadores, que aprovechando la excusa de los juegos le meten un mordisco más a un entorno urbano en el que antes no tenían poder y ahora sí. No tengo nada en contra del deporte pero sí en cómo nos la meten doblada al utilizarlo en contra de los intereses generales.

      el 26-07-2012 15:27 UTC por Vlemix

  4. ¿Unas Olimpiadas impulsadas por Ana Botella de alcaldesa y con el PP en el (des)gobierno? Ya tenemos suficiente «Bienvenido Mr. Marshall» a diario como para llevarlo a un gran acontecimiento. El concepto de Juegos Olímpicos que tiene esta gente en mente es el del mero negocio y pelotazo para aquellos para los que siempre han gobernado (a costa del contribuyente, por supuesto). Con el espectáculo de la CAM, Banco de Valencia y Bankia vamos más que sobrados.

  5. Pingback: Panem et circenses - Iniciativa Debate Público

  6. Es dificil escribir tanto.y decir tan poco

    Por cierto, el ejemplo de lo que supusieron los JJOO para Barcelona no interesaba mencionarlo en este articulo ¿Verdad?

    • Mencionar Madrid 2020 no hace sino situar el tono de la charla 2012 Una Historia que Contar en un contexto español, lógicamente desde mi punto de vista, para hacerla relevante fuera de Londres.

      España en este momento está en una situación muy distinta que en 1992, hay que reconocerlo; pero no quiere decir que esto no pueda cambiar de aquí a 2020.

    • Siempre que se habla de Barcelona 92 se habla de éxito rotundo. Pero nunca he oído hablar de esa gente que vivían en la Villa Olímpica y que fueron trasladados al getto de «La Coma» en Paterna (Valencia)

  7. No habría estado mal mencionar Barcelona 92, ya que fue el momento en que los Juegos dejaron de ser un acontecimiento deportivo para convertirse en un negocio inmobiliario con la excusa del deporte.

    De paso fue también el momento en que se abandonó incluso la apariencia de deporte amateur y desinteresado para profesionalizarse totalmente. Los atletas se siguen esforzando muchísimo, claro está, pero no hay esfuerzo que valga si no tienes una subvención o un esponsor.

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