Por encima de cualquier otro libro hay uno que me cura del peor día, de la peor lectura y de cualquier hipocondría. Más que de literatura, de ese punto de amor por las palabras y la forma, hablo ahora de otra cosa. La única medicina natural en la que creo. Ese gran libro es Vida de Samuel Johnson, de James Boswell. Casi nada.
Se supone que es la madre de todas las biografías, aunque yo diría que es la madre de muchas otras cosas que me interesan más. Poco tiene que ver con el género, tal como se suele entender. Para ser exactos, es un retrato de casi dos mil páginas. Un retrato; el mismo hombre extendido, no a lo largo de los años, aunque también (los años parecen pasar), sino a lo largo de un sinfín de escenas que sirven de contexto a unos maravillosos diálogos platónicos. Tiene además el mismo carácter heterodoxo de El Quijote. Ambos libros fundan un género destrozándolo. Se trata, en el caso de Vida, de un cómo escribir una biografía, o de cómo no escribirla; más que un libro es un gran baúl que alberga todo tipo de documentos y géneros. Sin ningún pudor, ni literario ni humano. Está por encima de eso.
En las biografías el ente iluminado por el foco evoluciona; se le da forma a una vida. Se nos hace viejo y glorioso el biografiado. El pasado es la lección. Precisamente, la esencia narrativa de la biografía parece ser esa. El biógrafo es un hombre atando cabos, y en ese sentido tanto destino impecablemente zurcido acaba siendo un coñazo. Pero Boswell no nos incordia demasiado con la evolución del gran hombre. Incluso no parece haber evolución, a no ser la que se pueda dar en una amistad y en un cuerpo dispuesto a quebrantar su salud con el paso de los años. El gran hombre de letras es el que es desde siempre. Ya parece haber nacido culto, gordo y fiero como un león. Pasa Boswell veloz por esos años contados, antes de conocerlo. Le interesa detenerse en el Johnson que ha visto. Lo conoce cuando éste ya es el doctor Johnson, un monstruo de las letras inglesas. Así, más que a un destino asistimos a una tertulia que dura más de veinte años.
Otro género encontramos; un inmenso y delicioso diario monotemático. El tema es el doctor Johnson; el mundo filtrado a través de él.
Es fácil que le caigan bien a uno los dos grandes personajes aquí traídos; uno, obviamente, el biografiado, y el otro, el biógrafo. Sobre todo me interesa Boswell; es difícil no caer rendido ante esa honradez en el contar. Es transparente, como las criaturas. Tiene la ingenuidad de los grandes talentos. Tanto Boswell como Johnson, la verdad, están bien servidos en debilidades, o al menos pintados muy lejos de la perfección moral que se les supone a unos devotos anglicanos. Lytton Strachey definía así a Boswell: “Uno de los éxitos más notables de la historia de la civilización lo logró un individuo que era un vago, un libidinoso, un borracho y un esnob.” El doctor Johnson nos gana sobre todo con sus defectos y sus patinazos. No es precisamente un visionario. Atendemos al ser humano, nos reímos con su ferocidad y sus desplantes; admiramos su sensatez, a pesar de todo. La profunda y sincera admiración de Boswell por él no impidió que nos pintase, con ese escrúpulo obsesivo por la autenticidad, un Johnson desde todos los ángulos. También se le ha achacado a Boswell el retratarse en el libro con extremo candor; es decir, con total sinceridad. En su prologo al libro de Boswell, Frank Brady comenta: “Si bien es error de apreciación inferir que Boswell no tenía sentido de la vergüenza, es cierto que tenía menos que la mayoría.” Recordemos que no son el mismo, autor y personaje, pero ahí está, volcado en esa biografía que tiene mucho de autobiografía del propio biógrafo. Y es uno de sus mayores atractivos. Hablamos de autobiografía, pero hasta se podría pensar en la novela sobre un escritor que pretende escribir la biografía un gran hombre de las letras.
De la mano del narrador asistimos a cada visita que Boswell le hizo a Johnson. Revolvemos incluso en sus papeles y accedemos a las notas de cada sesión. Por supuesto, ahí está la correspondencia. Boswell construye su biografía incorporando a ésta su propia construcción, las reflexiones que le salen al paso, sus materiales, sus dudas. No pretende ser objetivo, faltaría más. Pero no puede no ser exhaustivo, exacto, hasta el punto que tuvo algunos problemas tras la publicación del libro. Según uno de los damnificados, Boswell “violaba sistemáticamente la ley primordial de toda sociedad civil al publicar en esa obra la correspondencia que han cruzado sin reservas otros hombres y sus conversaciones más francas y desprotegidas.” Cuenta lo que sabe, hasta la indiscreción, pero la historia del doctor Johnson es también su historia, su vida, y no va a fingir que él no es el discípulo fiel y amigo que ha sido. Es inocente; nada que ocultar, aunque sea vergonzoso. En ningún momento desliza una puya a su retratado. Lo que no quita que lo describa tal cual lo ve, sin omitir ninguna verdad, o al menos eso parece. Se diría que el mayor homenaje que pretende rendirle a Johnson es escribiendo el libro más minucioso y verdadero de todos los que se hayan escrito sobre alguien.
Vida de Samuel Johnson es uno de esos libros imperfectos, impuros, desbocados. La prosa excelente de Boswell, de una modernidad absoluta, es también clave para que se lea hoy con tanto gusto. Incluso sus textos técnicos (era abogado) han sido definidos como de gran legibilidad. Pero no siempre ha sido reconocido como un gran escritor. Se le ha visto como el simple y obsesivo anotador de conversaciones y diarios, un reporterillo del XVIII con habilidad para sacarle grandes frases a un genio de la dialéctica. Un señor taquígrafo. Empequeñecido, Boswell, para la historia de la literatura no ha sido más que una secretaria cuidadosa y con buena letra. Pero el Boswell que me interesa está más cerca como escritor de Cervantes y Montaigne que del mismísimo Johnson, de prosa más alambicada y retórica de literato de época. Fue Proust el que dijo que el estilo era una cuestión, más que de técnica, de vista. No es difícil ver en los personajes de Johnson y Boswell a un Don Quijote y su Sancho discutiendo sobre asuntos varios. Ese tono.
Y la amistad. Y de fondo, la vida. He ahí la cosa.
Se conocen en 1763. En una de las primeras visitas a Johnson lo describe así:
“Me recibió con grandes muestras de cortesía, aunque es preciso confesar que su alojamiento, su mobiliario y su atuendo matinal eran muy toscos. Su traje marrón, de estameña, parecía herrumbroso y raído; llevaba puesta una peluca vieja y deslucida, sin empolvar, que le quedaba demasiado pequeña. Tenía desabrochados el cuello de la camisa y el cierre de los bombachos en las rodillas, y las medias negras, de lana zafia, se le sujetaban mal. A modo de pantuflas llevaba unos zapatos cuyas hebillas estaban sueltas. Ahora bien, todos estos detalles de desaliño los olvidaba uno en el instante en que se ponía a hablar.”
Por fortuna, Boswell lo escribió todo. Johnson muere en 1784. Boswell en 1795.
Una película. Por no salirme del siglo XVIII y del Imperio Británico elijo Barry Lyndon, de Stanley Kubrick. Y no es Kubrick de mis preferidos. Digo cine, eso que llaman Séptimo Arte, y pienso quizá en cualquier película del director japonés Yasujiro Ozu. La belleza y la sencillez de lo cotidiano. Rosellini, sobre todo con la Ingrid, o un Visconti más íntimo. Ya sabéis, blanco y negro polvoriento y emocionado, alegre de cantar la vida. Barry Lyndon, en cambio, es una película de ocres; una película crepuscular. Una película bastante amarga. Tiene el verde de Irlanda, el amarillo terroso de la madera y la luz de las velas para los interiores. Y la vida, la vida es una cosa cruel, una broma macabra. Kubrick lo tiene más o menos claro.
Está considerada por la entente cinéfila como una película menor dentro de la filmografía de este director. Es una obra maestra. Ahora que pasaron más de treinta y cinco años de su rodaje quizá la reivindiquen algunos. Barry Lyndon fue en su momento un fracaso de público y de crítica. Al menos de una parte de la crítica. Ahora eso no es nada, qué vería esa gente, y qué más da. Sólo premios menores en los Oscar de aquel año (1975); vestuario, fotografía, dirección artística, banda sonora, todo muy humillante imagino para la que iba a ser la mejor película de época jamás filmada, según su director, que siempre me ha parecido un tanto grandilocuente y megalómano. Para mí, sin duda, es su mejor película.
Lo bueno de Barry Lyndon es, primero, que se puede ver dos o más veces sin que se aburra uno. Yo eso lo valoro mucho. Esos detalles, gestos, palabras, siempre nuevos. Y la solidez de lo estético; resiste todas las miradas, todas las escuchas. Segundo; es una película de época que no lo parece. A primera vista, claro, no hay duda. Pero más que recrear un periodo concreto del pasado, recrea el presente, o un presente. Quizá porque más que aspirar a ser una película de época pretende ser un lienzo del XVIII en movimiento. Y el siglo XVIII, como sabemos, es sobre todo para nosotros un Constable, un Gainsborough, aún no habiendo visto nunca una tela de estos. Cuánto se le ha reprochado al director la excesiva importancia de esa recreación perfecta. Como si toda la historia no fuese una dialéctica entre el individuo y todo lo que le rodea; de la casa de adobe al palacio o castillo. El famoso zoom, cosa críticos; empiezan las escenas en unas manos para abrirse a la luz y el espacio de una sala.
Barry Lyndon podría ser la mejor película de época jamás filmada. Ya sabemos que el gran proyecto frustrado del director de ojos saltones iba a ser un Napoleón que se quedó en nada. De ese proyecto imposible parte al parecer la adaptación de la novela de William Makepeace Thackeray, del mismo título que la película. El argumento se resume en una frase; ascenso y caída de un irlandés de clase social baja en la sociedad inglesa del XVIII.
Diré que la corteza de la película no puede ser más maravillosa. A priori, tiene todo lo que no soporto en una película; paisajes hermosos hasta el desfallecimiento, decorados absolutamente impecables, en realidad decorados reales de postal, batallas a campo abierto, vestidos dieciochescos, polvos de talco, pelucas, muchos lunares portátiles. Parece una de esas películas inmisericordemente largas. Pues, qué tiene. No podemos, ya digo, reprocharle nada a todas esas pinturas fotografiadas que son todos y cada uno de los fotogramas de la película. Digamos que es sospechosa tanta belleza. En arte, en cualquier arte, siempre lo es. Lo que hace Kubrick es despojar de toda afectación a la iluminación, hasta el punto que desecha cualquier luz artificial. Eso desactiva los excesos, difumina cualquier sobrecarga. Cada fotograma tiene la nobleza de lo viejo.
Las aventuras del protagonista, por cierto, no son otras que los golpes de la vida, alguna que otra vez dirimidos en un duelo. Así se restablecían los honores en aquellos años. En ese tablado de marionetas una voz en off narra con cierta tendencia a la coña y a la fina ironía la vida de Redmond Barry, señor de Barryville, y de cómo llega a convertirse en Barry Lyndon, con su castillo, su duquesa, sus criados, sus amantes. Dios, que es un cachondo, se divierte observando la vida de esos pobres pecadores, que por cierto no son nada pobres, o al menos pretenden no parecerlo; de paso nos adelanta las desgracias, para mayor espanto. El narrador anticipa cada desgracia; se lamenta de lo cruel que es el destino. Evidentemente, la película es obra de un pesimista que alardea de risa malvada. Al joven Barry, de buen corazón y buenas intenciones, no tarda el mundo en convertirlo en un desaprensivo cínico y trepa. Pero quizá ni era tan bueno antes ni es tan malo después. Su desgracia empieza en la guerra; en el ejército aprende todos los enredos del bandido. El narrador saca sus conclusiones: “Los caballeros hablan de la Era de la Caballería, pero no de los patanes, cazadores, furtivos y rateros que se encuentran en sus filas. Y sin embargo con estos instrumentos los grandes guerreros y reyes han realizado su obra criminal en el mundo.”
No nos ahorra reflexiones ácidas sobre lo humano y lo divino.
El joven Barry se une a la fiesta. Tan bien lo hace que alcanza una buena posición social y económica, lo que el narrador define como “la cima de la prosperidad”. Pero, claro, todo se tuerce. El que las hace las paga. Y el que no las hace también las paga. Ahí está la mismísima duquesa de Lyndon, interpretada por el delicioso maniquí Marisa Berenson; supongo que es el prototipo de lo que suele conocer como belleza lánguida, que tan bien le va al papel. Será la princesa triste de cuento, con dos lagrimones azules en las mejillas, obnubilada por el dolor. Ella no se convertirá en bruja, azuzada por la traición y la humillación, como su marido había dejado de ser un bendito para hacerse rufián por la misma causa. Ella será la pena, la desgarradura, sin una mueca, casi.
Curioso. Todo ese naturalismo dieciochesco, perfecto, de velas de cera de abeja e instrumentos de época interpretando a Vivaldi o Bach, choca con unas interpretaciones carentes de cualquier intención realista, sobre todo en personajes secundarios. Esto, que podría ser un escollo, y quizá lo fuera en su momento para tomarse en serio, absolutamente en serio, lo que en la película se cuenta, revela una dimensión inédita en todo cine de época; los personajes, caracterizados como marionetas, atrapados en su papel, luchan por convertirse en seres humanos. Y, claro, algunos lo logran.
Vaya broma, pero una broma muy seria.
La farsa termina con un mensaje final:
EPÍLOGO
FUE DURANTE EL REINADO DE JORGE III
QUE LOS PERSONAJES PRESENTADOS
VIVIERON Y LUCHARON;
BUENOS O MEZQUINOS,
HERMOSOS O FEOS, RICOS O POBRES
AHORA TODOS SON IGUALES
La luz de Barry Lindon no tiene igual. El diálogo infinito de Boswell y Johnson, tampoco. Una manera sencilla de aprender lo simplonas que son las veleidades humanas. Gran elección de títulos.
Soy un gran fan de Barry Lyndon y a mi también se me llenaba la boca diciendo que no usaba ningún tipo de luz artificial en toda la película. Pero una vez visto el maravilloso documental sobre Kubrik (en el que cuentan como se las maravilla para conseguir camaras con las que filmar en tales condiciones de falta de luz) se dice que no es así. Por ejemplo en la escena final del granero de duelo (no digo más para no hacer spoilers) se dice que sí que acabo usando luz artificial.
Artículo excelente, enhorabuena
Sí, es casi un lugar común al hablar de esta película. Cierto; ahora, a mí, más que sea tecnicamente o estrictamente verdad me interesa que es poéticamente verdad. Perdonad si suena a pedantería, pero, la impresión del espectador es que ahí no se usó otra luz que la de las benditas velas. Y el objetivo debería ser ese, causar ese efecto, dar ese calor ténue a cada interior.
Yo creo que «Barry Lyndon» es una obra maestra absoluta. Eso si, el doblaje al castellano es muy malo y en mi opinión desvirtúa la película.
(¡¡¡¡¡SPOILER retrospectivo!!!!)
Y que ese mensaje final es fundamental para, retrospectivamente, entender su genialidad. Por lo menos ese fue mi caso.
Pero se dice que el propio Kubrick vigiló el doblaje hasta el punto de escoger él los dobladores. Eso creo recordar, como que también prohibió que se editara e video. Sea como fuere la voz de Barry, que al principio choca por lo gomosa, blanda, le va como un guante. Una película maravillosa cuya magnífica banda sonora puede seguirse casi al completo en you tube.
Bueno, yo la he visto últimamente en versión original. Pero sí, la voz de Barry doblada le va bien, me gusta. La banda sonora es magnífica, y justamente destaca el trío para piano de Schubert, cosa del XIX, y no del XVIII como quería al parecer Kubrick que fuese toda la música, porque no encontraba nada en ese siglo que le fuese bien a la escena en la que se «enamora» la duquesa de Lyndon.
Creo que Kubrick decía que más que amor, lo que había por parte de la duquesa era atracción física.
La disfruté ayer por la noche en Blu Ray después de quizá unos seis años desde el último visionado. Me quedé totalmente maravillado y la he subido en mi «ranking» particular de Kubrick al segundo puesto después de «2001». Resulta increíble que sea un film de hace 40 años. Es mágica como todo lo que Stanley crea y no tuve la sensación de ver una ficción sino la de estar y pertenecer a esa época y a esos personajes. Grandiosa.