Los libros, al igual que las películas y el arte en general, son difíciles de deslindar de un estado de ánimo concreto. Más allá del canon estricto, hay libros y películas con los que mantenemos un íntimo vínculo sentimental sin plantearnos demasiado su trascendencia en la historia del arte. Cuando Jot Down tuvo la gentileza de ofrecerme colaborar en esta sección, tuve muy clara la elección, pues tengo pocos recuerdos tan nítidos como el de aquella vez que no me perdí una película mientras leía un libro.
Fue en las postrimerías del siglo XX, así que la cosa finisecular le sienta bien al relato. Aquellas navidades no estaban siendo una alegría precisamente. La casa familiar era un silencio cerrado y oscuro. La gran parte, por no decir la totalidad de amigos y conocidos, pasaba aquellas fechas en familia tal y como marca el civilizado y plúmbeo ritual cristiano. Así que sólo/solo, y como muchas veces me ha sucedido, me quedaba el refugio de una sala de cine. No puedo precisar si era una sesión de Navidad, San Esteban (de celebración en Cataluña) o de Año Nuevo. Pero recuerdo que aquella noche navideña hacía mucho frío. Lo recuerdo porque, pese a subirme el cuello del abrigo hasta la nariz, al día siguiente me gané unas anginas de campeonato. Claro que yo entonces no lo sabía y, como la cafetería de la Filmoteca estaba cerrada, me senté en un banco del parque de la Avenida de Sarrià a leer Bel Ami de Guy de Maupassant. Y empecé a disfrutar de la lectura como únicamente puede disfrutarse con los duros realistas, que aprendieron bien la lección: en esta vida no se puede ser coñazo. O sea que no se puede ser un Machín de la prosa.
Seguramente la crónica parisina de Maupassant no alcance la monumentalidad admirable de un Victor Hugo ni de un Balzac, y puede que se quede a un par de peldaños de la minuciosidad estética de su amigo Flaubert. Sin embargo, el protagonista de la novela, el arribista George Duroy, supone otra vuelta de tuerca de los escaladores sociales de Balzac y de Stendhal. Si en la actualidad el periodismo es una salida casi segura a la cola del Inem o, con mucha suerte, a esotéricas labores corporativas en las redes sociales, en el diecinueve significaba un buen atajo para irrumpir en los suntuosos salones burgueses. Había que tener, eso sí, unas mínimas nociones de gramática. O, como Lucien de Rubempré, manejarse bien en el arte de contar sílabas. Aunque —y de ahí una de las grandezas de Maupassant— Bel Ami sea simplemente un patán con hambre de éxito al que le escribe las crónicas una mujer (¡cómo no!), otra de las grandes creaciones femeninas de la novelística aquella, Magdalena Forestier.
Y casi estaba yo por ganarme la hibernación devorando Bel Ami en aquel parque, cuando decidí hacer un pequeño paréntesis para ver La Ronda de Max Ophüls. Y la impresión fue sensacional. Hay que ver a Max Ophüls. Todo Ophüls es elegante, nostálgico en su justa medida y de un desgarro romántico atemperado por una ironía suave y socarrona. Un austrohúngaro que, claro está, añora tiempos mejores. Así la voz en off del inicio del film:
“Y yo… ¿Quién soy en esta historia? ¿El autor? ¿Un cómplice? ¿Un transeúnte? Soy todo eso. En fin, soy uno cualquiera de ustedes. Yo soy la encarnación de vuestro deseo. De vuestro deseo de saberlo todo. Los hombres solo conocen una parte de la realidad. Y ¿por qué? Porque no ven más que un solo aspecto de las cosas. Yo los veo todos.
Porque los veo en círculo. Eso me permite estar en todas partes. En todas. Pero, ¿dónde estamos? ¿En un escenario? ¿En un estudio? No se sabe. ¿En una calle? Estamos en Viena. En 1900. Cambiemos de ropa. ¡1900! Estamos en el pasado. ¡Me encanta el pasado! Mucho más tranquilo que el presente… y más seguro que el futuro. Brilla el sol. ¡Es primavera! En el perfume de su aire… se percibe que llega el amor. ¿Verdad? Y para que el amor empiece su ronda, ¿qué nos falta? Un vals. He aquí el vals. ¡Gira el vals! ¡Gira el carrusel! Y la ronda del amor, también gira.”
La teatralidad de Ophüls y su barroquismo formal en ningún momento empachan porque están al servicio de la narración y cumplen un propósito distanciador. No es vacuidad ni pirotecnia posmodernas. Todo su cine es puro estilo. Un estilo añejo y un juego —representación— que explica la vida refugiándose en el cine. Las tenues fronteras entre tragedia y comedia desaparecen paulatinamente y queda al fin una tristeza que, pese a todo, alcanza la emoción feliz del espectáculo bien hecho. Y el caos de la realidad consigue su ordenación melódica de vals, de ronda del amor, de sus pasiones y de sus placeres, pero también de sus desastres. O al menos así me lo pareció aquella noche de fiesta en el justo momento que se iluminó de nuevo la sala de cine y, si no de felicidad, la memoria guarda una sensación muy próxima a la plenitud. O puede que se tratara de un fugaz ataque de euforia neurótica.
Pingback: Jordi Bernal: El libro que leería durante la película que no puedo perderme
«Había que tener, eso sí, unas mínimas nociones de gramática.»
«…en el justo momento que [SIC] se iluminó de nuevo la sala de cine»
Touché. Y gracias por la lectura atenta.
Pingback: 07/11/12 – El libro y la película « La revista digital de las Bibliotecas de Vila-real