Las palabras y los fotogramas hablan de las mismas cosas: grandes valles nevados, osos grizzly, carne ahumada, cuchillos Bowie, caballos garañones, “mares y océanos de bisontes” y hombres que se esconden en las montañas. Huyen del resto de los hombres, del barullo de las ciudades, del griterío y la obligación de comunicarse, de las incomprensibles mujeres y de los indios Crows y Arapahoes. Encuentran en la soledad la más sociable de las compañías. “Son criaturas tan malolientes que todas las bestias y aves de la tierra lo temen por su mal olor”. Quizá apesten, pero generalmente no han cometido crímenes execrables. Algunos coleccionan cabelleras apache… Lo hacen por pasar el rato, puesto que matar indios no es un crimen. Prefieren leer la naturaleza a ojear la Biblia: su religión es el bosque. Todos ponen trampas, olfatean el peligro y disparan robustos y fiables rifles Hawken de avancarga. Cazan castores y nutrias, las mejores pieles del agua, y linces, y ciervos de cola roja. Y aman la libertad sobre todas las cosas: “cada hora tiene el valor de una pepita de oro”.
Por toda esta apasionada defensa de la naturaleza primitiva, de la vida asilvestrada, del silencio y la soledad, adoro El trampero, la narración de Vardis Fisher que un buen día Sydney Pollack convirtió en Las aventuras de Jeremiah Johnson, el memorable western con aires ecologistas estrenado en 1972. La novela acaba de ser primorosamente editada por Valdemar. Hágame caso: son el libro que usted debería leer durante la película que no debería perderse.
No es que sean compatibles, es que se complementan a la perfección y encajan como la maquinaria de un Omega. En el libro todo es palabra, herramienta poderosa capaz de explicar el significado de una tormenta de nieve o el vuelo de un chorlitejo, mientras que la película es puro paisaje, casi no tiene diálogos, está construida alrededor de silencios profundos difíciles de discutir. Ambos miran tan lejos como pueden, conscientes de que hay espacio ilimitado en el horizonte. Letras frente a fotografías. Misterios del arte de narrar. Es la grandeza de guionistas, escritores y cineastas capaces de llegar al mismo lugar por senderos diferentes, de contar una historia similar utilizando lenguajes aparentemente antagónicos.
Quizá recuerde una de las primeras e inolvidables escenas de la película… Robert Redford interpreta el papel de Jeremiah Johnson, un aprendiz de trampero que pretende sobrevivir a su primer invierno en solitario en las Rocosas, “el tuétano del mundo”. Su maestro, un veterano trampero de enmarañadas barbas llamado Garras de oso (Will Geer), pregunta a Johnson si “está seguro de que puede desollar osos”. Johnson, un mirlo blanco, responde con seguridad aparentemente fingida: “¡Tan rápido como los encuentre!” Garras abandona la cabaña y regresa corriendo con un enorme grizzly persiguiéndole. Atraviesa una puerta con el plantígrado pisándole los talones… y sale por la ventana del lado contrario chillando: “¡Desuelle ése, peregrino, y le traeré otro!” El novato sobrevive, tras aprender a matar y a desollar osos en una sola sentada.
Es la aventura en estado puro. Una aventura que supone el final de la vida cotidiana, de la monotonía, y eleva la irrupción del azar a un nivel mucho más profundo y espiritual que a una simple explosión de adrenalina. Ignorar qué nos deparará el mañana, confiar el futuro a las estaciones, al clima, a la caza y la pesca, supone ponerse en manos de la naturaleza. “El tiempo no es sino la corriente en la que estoy pescando”, escribió un Henry David Thoreau cuya presencia flota en cada fotograma de la película y en cada página del libro.
Pero como debe suceder en todo buen western, conservacionista o no, las cosas se tuercen. Los indios acaban con la mujer y el hijo de Jeremiah mientras éste se encuentra cazando. “¡A partir de hoy y hasta el día en que me muera juro por los huesos de mi esposa y de mi hijo asesinados que mataré a todos los guerreros Crows que se crucen por mi camino!” Tras empacar los despojos en unas telas, que ata a su montura, inicia la segunda parte del relato, una historia que pese a transmitir odio y rencor no tiene la maldad intrínseca de clásicos de la venganza, como Valor de ley o Hasta que llegó su hora.
Jeremiah, el Dersu Uzala del cañón de Yellowstone, mitad halcón, mitad lobo, con algo de terremoto, no es un demonio. Se convierte en un alma en pena que, como el resto de tramperos, vagabundea por principios. Es su forma de resistir, de enfrentarse a una sociedad que comienza a descomponerse: “Supuso que los pocos hombres que necesitaban espacio y libertad tanto como necesitaban oxígeno se irían al norte, hacia Canada. Y de nuevo al norte, hasta que en toda la tierra no quedasen más tierras limpias a las que ir, sino tan solo los desperdicios, el hedor y la fealdad en que miles de millones de enjambres humanos convertirían la tierra”.
Los bisontes, que cubrían las praderas del norte de América en manadas de millones de ejemplares, estuvieron a punto de extinguirse a finales del siglo XIX. La culpa no fue ni de los tramperos ni de los indios, que mataban para sobrevivir, sino de una civilización blanca que comenzaban a paladear las exquisiteces culinarias exclusivas: la lengua de bisonte a la plancha. Mataban al herbívoro, le arrancaban la lengua y dejaban a los buitres el resto del cuerpo. En 1890 solo quedaban 750 ejemplares.
“Aquel era un territorio para hombres, no para muchos altos llamados hombres”, escribe Vardis Fisher refiriéndose a un mundo ideal en el que cada individuo tuviera al menos cuarenta kilómetros cuadrados “por los que caminar, explorar y sentirse libre”. En nuestros días, tiempo de chalés adosados, cocina deconstruida y pérdida del “estado de bienestar”, esa idea de un mundo sin relojes, sin jefes, sin impuestos, sin bancos y sin políticos queda más lejos que nunca. Debido a esa presión, a esta sociedad en descomposición, la desobediencia que propone Jeremiah quizá esté a punto de convertirse, de nuevo, en uno de los elementos fundamentales de la libertad. Recordemos a los tramperos, “todos rebeldes”, siempre lejos de “policías, recaudadores de impuestos y todos los parásitos que conforman cualquier gobierno”.
La vida sencilla. Ese concepto de más por menos que reivindica la belleza de lo simple. Un movimiento de lo más cool, si no fuera porque hace dos siglos alimañeros, cazadores y pescadores ya confiaban en esa armonía cósmica. Habla el ermitaño Jeremiah: “Tenía suficiente sal, azúcar, café, tabaco, un saco de veinte kilos de harina, mil cartuchos de munición, semillas, nueces y frutas secas, una salud perfecta y un apetito descomunal. ¿Qué más, les habría preguntado a los filósofos, podía desear un hombre? Y todo aquello era gratis”.
Jeremiah, como Whitman, se celebra y se canta a sí mismo. Escapa de los indios, supera el dolor, arrastra su corpachón herido a través de la ventisca, recorre trescientos kilómetros de páramos congelados e incluso termina comprendiendo a unos pieles rojas que han convertido la guerra en una filosofía, en un modo de vida. Hace balance de su situación y piensa en su caballo, su cuchillo y su rifle como “partes de sí mismo, una extensión de su alcance, una triplicación de su velocidad”. Se abraza a un enebro, para impregnarse del olor a montaña y eternidad, y prepara la cena: panecillos calientes, asado de aupití guarnecido con ajos silvestres, un kilo de arándanos azules y una humeante cafetera. Admira “la imagen de la eterna belleza en todo lo que le rodea” y se prepara para pasar la noche sobre el suave pelaje de una manta de bisonte. Ya solo queda la música: “con la armónica trataba de imitar el canto de las aves y, al fin, creyéndose un hombre muy bendecido se dormía”.
Un aplauso
Una delicia leer a JPA cuando no está en modo «continuamente amargado» que es lo habitual en el blog.
Usted no me conoce, amigo Miquel Àngel: ¡soy un cascabel! Lo que pasa es que me dedico a la televisión, y eso es el infierno en la tierra. Un abrazo!
Qué gran texto. Y una reflexión interesante en los tiempos que corren, en los que a cada vez más gente nos cuesta encontrar salidas a la situación en la que poco a poco, entre unos y otros, nos estamos viendo inmersos. Quien sabe, quizá una solución sea regresar a nuestros orígenes como parte de una naturaleza de la que puede que haga demasiado que nos separamos. El precio a pagar, en forma de comodidades perdidas, será alto. Pero quizá la tranquilidad y la paz con uno mismo que puedan conseguirse en contrapartida lo compensen con creces. Cada vez más, es para pensárselo.
Según avanzaba el tren y con él la «civilización», estas gentes más indómitas huían hacia el oeste, cada vez más al oeste. Más tarde La Patagonia tb fué tierra para perderse para muchos inadaptados o perseguidos gringos y de otras partes del mundo.
Hace mucho, mucho que no queda ningún sitio así, salvo que nos sumerjamos en libros o películas como los comentados.
Pingback: ¡La vida puede ser maravillosa! » El descodificador