España levanta el puño. Palabras al borde del abismo
Pablo Suero
Edición de Víctor Fernández e introducción de Andrés Soria Olmedo. Barcelona: Papel de liar, 2009
El periodista Pablo Suero le pide a Indalecio Prieto su pronóstico para las inminentes elecciones, las de febrero de 1936. Y el socialista, con una franqueza desusada por los políticos, responde: “No quisiera desacreditarme como profeta. No sé. […] Yo no estoy en contacto con la gente, sino que me relaciono con muy pocas personas, y esas, afectas a mi ideología. Me falta la sensación que se percibe en la calle, ese algo indefinible que le permite a uno orientarse y vaticinar”. Precisamente para auscultar el sordo rumor de la calle había viajado a España el periodista Pablo Suero, para auscultarlo y transcribirlo en las crónicas que envió al diario bonaerense Noticias gráficas.
El periodista entra en el ágora de los madrileños, —el Lyon, el Acuárium, el Negresco, La Granja del Henar, los cafés para la cafeinomanía a peseta y veinticinco céntimos y la tertulia de los infatigables arbitristas—; describe las boinas inclinadas, los impermeables multicolores y las katiuskas de las muchachas que estudian Filosofía y Letras, las mantillas negras que pasean por las calles aristocráticas de Serrano y Salamanca, y también a los desarrapados de los barrios proletarios; se topa con la marquesa preocupada por tutelar el voto de su criada; camina por las aceras tintadas con la sangre de los vendedores de periódicos de izquierda y de derechas; acude a los actos de propaganda electoral, todavía en el tiempo en que la fuerza de un partido se podía calibrar contando el número de convocados por la oratoria mitinera de su líder; se hace eco de lo que todo el mundo sabe, que la Falange contrata a pistoleros a sueldo; hace notar que el acuartelamiento jesuítico de Herrera Oria ha inspirado la inmensa sábana de papel desplegada por la CEDA en la Puerta del Sol, donde Gil Robles se ofrece como nuevo mesías; en realidad, escucha por doquier el insulto soez que chillan los carteles que forran la ciudad reclamando el voto y agitando las conciencias; lee los periódicos y, en ellos, las palabras convertidas en clichés.
Este “cuadro de síntomas” que las crónicas de Pablo Suero van dibujando se completa con las entrevistas a escritores y políticos. Ratifican y amplían el descubrimiento que hizo ruando: “El viejo mundo oscila entre Moscú y Roma”. Unos alzan el puño bien apretado en escrupulosa obediencia a la ortodoxia comunista y los otros, extienden la palma de la mano, perfecto apéndice del brazo que adopta la exactitud de la trigonometría fascista del ángulo de 40°. Son pocos los que se mantienen apartados de las disciplinas gregarias y menos aún los que conservan la fe en los “regímenes de sustancia liberal y democrática”. Jiménez de Asúa invita al periodista a sentarse en su último capricho, una sillería isabelina, y acomodado sobre la rancia tapicería le escucha decir: “Creo que la democracia ya no tiene función. […] Fue un error volver a consultar a la masa después de la instauración de la República. Debieran haberse dejado pasar doce años por lo menos…”. José Antonio Primo de Rivera proclama: “Falange Española quiere un orden nuevo. Para implantarlo, en pugna con las resistencias del orden vigente, aspira a la revolución nacional. Su estilo preferirá lo directo, ardiente y combativo”. Y Largo Caballero sonríe antes de afirmar secamente que aguarda la coyuntura propicia para la revolución social: “Una guerra, una debacle económica que no está lejos”. La peste de esa fe que toma por “sano, alegre, hermoso y lícito el ejercicio de la violencia”, escribe Suero, se ha contagiado; ningún cordón sanitario ha obstado el triunfo de la literatura de la brutalidad. Paulino Masip le cuenta al periodista que, mientras, Manuel Azaña bien puede andar enfrascado en disquisiciones bizantinas, literalmente, porque ya en otros días de desazón para la República lo había sorprendido en su gabinete reconcentrado en la lectura de una historia de Bizancio.
Las piezas periodísticas de Pablo Suero fueron recogidas en el libro España levanta el puño, publicado en Argentina en 1937. Para entonces, no era preciso afinar el oído para captar los velados murmullos con los que se expresa un tiempo: atronaba la elocuencia de las balas, la retórica de la guerra se veía satisfecha al contemplar consumados los designios de la muerte y el enojoso rodeo de ejecutar el asesinato en carnes vicarias había sido abolido. El periodista evoca la tarde del 16 de febrero de 1936 en la redacción del diario La Voz, donde aguardó con ansiedad los resultados electorales. Y se pregunta si en aquella velada alguien, entre todos los reunidos, intuyó lo que estaba por venir: “No. Ni Paulino Masip ni Bagaría ni [Paco] Madrid ni yo esperábamos ver a España sacudida por tan hondo desgarramiento, aun cuando la intransigencia feroz de la extrema derecha nos hiciera esperar días sombríos”. Suero no oculta la estupefacción por tal ceguera, más cuando en la relectura de sus propias crónicas encuentra inequívocos augurios. En efecto, su propia mano colocó todas las piezas y podemos ver la estampa que ofrece el puzle perfectamente ensamblado. Pero tal capacidad nos es dada hoy, cuando sabemos que hubo un 18 de julio. Quizá convenga la resignación y admitir que el periodismo, incluso el mejor, es así: escéptico consigo mismo, con sus facultades y con la potencia metafórica de las anécdotas que cosen sus crónicas, definitivamente inútil para ofrecer orientación en el tráfago del presente e inepto profeta para sus coetáneos. Acaso el periodismo esté destinado a encontrar a sus más competentes lectores en los ácaros del polvo que lo asedian en las hemerotecas, para los que vaticina con fiel exactitud un pretérito imperfecto.
Quien sabe que pensaremos dentro de 50 años en los periódicos de hoy. ¿Que cerca estuvimos de caer?
Original donde los haya el artículo. Juraría, no me hagan mucho caso, que este textito es un ligero calco del primero de los capítulos de Cuatro Poetas en Guerra de Ian Gibson.