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Ray Bradbury: los marcianos somos nosotros

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Una nave espacial es alcanzada por un meteorito. Los astronautas, embutidos en sus trajes espaciales y provistos de escafandras, salen despedidos al vacío, dispersándose en varias direcciones, separándose irremediablemente los unos de los otros hasta que no pueden verse. Sólo se escuchan a través de las radios de sus cascos.

Quedan flotando en el espacio. Van a morir. Todos lo saben. Tarde o temprano el oxígeno de sus trajes se terminará. Es cuestión de horas. Alguno, quizá, puede ser alcanzado por otro meteorito de los que abundan en esa región del espacio y tendrá una muerte rápida. Están condenados, no pueden hacer nada para remediar su trágica situación. Todo lo que pueden hacer es hablar a través de la radio. Y es entonces cuando emergen los miedos y pesares de cada astronauta en forma de voces invisibles en el éter: unos lloran, otros ríen nerviosos, otros guardan un pavoroso silencio. Los hay que se lamentan de las oportunidades perdidas en el pasado y los hay que se muestran satisfechos del modo en que han vivido. También surgen rencores; algunos se echan en cara cosas que tenían guardadas, o se insultan, o tratan de agredir verbalmente al otro para destruirlo. Perdidos en el espacio y sabiendo que el fin está cerca, quedan completamente desnudos como seres humanos; se ven —o se escuchan— unos a otros tal cual son. Este será su final y cada uno lo afrontará como buenamente pueda.

Esta especie de versión interplanetaria de La muerte de Ivan Ilich, llamada Caleidoscopio, no es una extravagancia futurista de León Tolstoi, sino que apareció a finales de los cuarenta dejando un sello de tétrico existencialismo en la más improbable de las publicaciones: Thrilling Wonder Stories, una revista de ciencia ficción con portadas al más puro estilo “pulp”: dibujos de alienígenas extravagantes que acechaban a chicas atractivas de generosos escotes y torneadas piernas, ilustraciones dirigidas —obviamente— a captar la atención del público masculino, preferentemente adolescente. Sin embargo, al contrario que otras revistas “pulp” e incluso que las pocas revistas verdaderamente serias de ciencia ficción que existían en su momento, Thrilling Wonder Stories tenía una política editorial flexible que admitía relatos como aquel extraño Caleidoscopio, en el que no había la elucubración tecnológica propia de la ciencia ficción seria, ni aventura pura y dura propia de la ciencia ficción más juvenil. Aquellos eran los dos grandes pilares del género, comercialmente hablando, y pocos editores de revistas se atrevían a traspasarlos. Los relatos repletos de reflexiones sobre la alienación e incomunicación de los individuos que escribía aquel tal Ray Bradbury no habían tenido cabida en algunas de las más conocidas publicaciones del género, y no pocas veces el Bradbury de los inicios, que intentaba hacer de aquello su profesión, tuvo problemas para ver sus historias publicadas. Pero siempre hay excepciones y revistas como Thrilling Wonder Stories, Planet Stories o Weird Tales dieron cancha a Bradbury en un momento en que otras publicaciones lo consideraban, literariamente hablando, un bicho raro. Pocos editores habían entendido su estilo, que frecuentemente carecía de acción, que prestaba poca atención al rigor científico —y aún menos al entretenimiento fácil— y cuya principal preocupación era lo que sucedía en el interior de sus protagonistas. Sus historias se centraban en los personajes, toda una rareza en la ciencia ficción de su tiempo.

Pero gracias a sus rarezas se terminó ganando a un público entusiasta. Bradbury no quería novelizar la ciencia ni tampoco proporcionar divertimento fácil, como se estilaba y como, insistían los editores, eran las dos únicas maneras de vender el género. Su meta era capturar el corazón de los lectores, algo bastante insólito en las revistas del mundillo. No quería epatar, sino emocionar, actuar por simpatía. Sus historias, no pocas veces, eran una alusión indirecta a los sentimientos del lector. Como estaba bastante alejado de la visión encorsetada de la ciencia ficción que tenían quienes se encargaban de editar y vender las revistas del género, Ray Bradbury creía ciegamente que a la gente, incluso a los lectores de aquellas revistas, le interesaban tanto los personajes como las naves espaciales o los monstruos alienígenas. Y acertó. Pese a que los más puristas aficionados —muy especialmente los defensores de la “hard science fiction”— siempre tuvieron reparos hacia la “excesiva” carga de lirismo de sus relatos. Unos reparos que el pobre Bradbury terminó interiorizando, cuando decía que su única novela de ciencia ficción era Fahrenheit 451… como dándole la razón a quienes se empeñaban en sacarlo del exclusivo club de los amigos de la física y la química.

Pero el lector medio del género se sintió irremediablemente atraído por la visión humanista, por momentos conmovedora, de las pequeñas historias de Ray Bradbury. Algunos de sus relatos cortos se hicieron célebres por ser un impactante reflejo de los incipientes males de la era moderna, caso de El peatón, en donde un hombre era considerado disfuncional por pasear a solas disfrutando de una tranquila noche en una sociedad donde la televisión había monopolizado el ocio de los ciudadanos y cualquier otra alternativa era considerada anormal. Esto, a principios de los años cincuenta. Aquellas lecciones morales sin moralina, aquel cuidado por las consecuencias en las personas de posibilidades por entonces impersonales, triunfaron por contraste en unas revistas repletas de clichés. Bradbury, pese a la incomprensión inicial de los editores durante los años cuarenta, triunfó. De hecho, por aquella misma época se empezaron a compilar y editar en forma de libro algunas series de relatos cortos que habían revolucionado el género desde las páginas de las revistas, caso de Crónicas marcianas o El hombre ilustrado. Y sólo unos pocos años después, aparecía Fahrenheit 451, su novela distópica en la que hablaba de un futuro sorprendentemente parecido al pasado: donde el ataque a la cultura es el prólogo del ataque al individuo, donde la quema de libros presagia la quema de personas. Bradbury se convirtió en un hito de la ciencia ficción con todas aquellas historias en que lo más importante eran los protagonistas, y no las leyes de la física, ni los inventos de la ciencia, ni los ataques de criaturas del espacio exterior.

Y, curiosamente, el Bradbury escritor había sido, primero y ante todo, un fan de la ciencia ficción más típica y tópica. Jules Verne y H.G. Wells, los dos pioneros, habían estado entre sus primeras lecturas. Otra de sus influencias más tempranas fue el género del terror fantástico, muy especialmente Edgar Allan Poe, en quien muchos han querido ver un antecedente de la tendencia de Bradbury a la abstracción por encima de los límites de género. Pero en realidad, el adolescente nacido en Illinois y crecido en Los Angeles no tardó en aficionarse a los seriales de la ciencia ficción más populachera, aventuras espaciales sin demasiada profundidad que combinaba sin problema con la lectura de una narrativa más convencional. Leía cuanto fanzine y revista de ciencia ficción caía en sus manos, y en su juventud incluso intentó poner en marcha un fanzine propio, aunque sin mucho éxito. En el futuro, su propia obra tendría poco que ver con las “space opera” que tanto le gustaba leer, pero no se puede ignorar el hecho de que Bradbury fue un apasionado amante de los clichés del género, aquellos mismos clichés que él mismo no podía evitar transgredir. Como sucede a menudo en el arte, el revolucionario sólo lo es tras haber asimilado con pasión los cánones establecidos y las restricciones estilísticas, por más arbitrarias que éstas pudieran ser. A Ray Bradbury le encantaba Flash Gordon. Tal vez por estos motivos asumió casi como propias las críticas del sector “duro” de la ciencia ficción, para quienes la respetabilidad del género estaba mejor representada por los Asimov o los Clarke. Hoy puede parecernos una tontería, pero Bradbury fue verdaderamente una Cenicienta del mundillo de la ciencia ficción.

Pero, como decíamos, su popularidad lo estableció como un grande del género al que él mismo decía no pertenecer, y cada cual que lo haya leído y apreciado tendrá su obra de referencia. En mi caso, mi favorita indiscutible es Crónicas marcianas. Resulta difícil describir las sensaciones que me produjo ese libro la primera vez que lo leí, siendo yo todavía un proyecto de adolescente. No sabía por entonces que Crónicas marcianas era en realidad una recopilación de relatos publicados por separado —aunque, eso sí, escritos con toda la intención de formar parte de un todo— y la manera de narrar la historia a base de capítulos heterogéneos me pareció absolutamente fascinante. El proceso de colonización humana del planeta Marte, con la consiguiente destrucción de la ancestral cultura nativa (un proceso que siempre he visto como claro paralelismo de la colonización europea de Norteamérica) era reflejado en un mosaico de pequeños argumentos independientes que seguían un hilo conductor reconocible, pero que parecían piezas sueltas, evidentemente extraídas de un mismo puzzle pero que no terminaban de encajar a la perfección. Era, por así decir, una novela impresionista; una saga intermitente hecha de retales, lo cual convertía el relato en un apasionante viaje a través de diversos prismas.

Aunque lo más bello de la epopeya marciana, como de tantos otros de sus relatos, era la compasión con la que Bradbury retrataba a sus personajes: verdugos y víctimas estaban todos sujetos a las mismas limitaciones. Terrícolas y marcianos no podían evitar ser quienes eran, y sus actos eran producto de sus imperfecciones. En Crónicas marcianas no se producía una guerra interplanetaria; la cosa resultaba más simple: había dos razas incapaces de convivir entre sí. Una raza que sólo pretendía conservar la tranquilidad de su hogar y otra raza —voraz, estúpida, insensible; la nuestra— que no puede evitar contaminar de sí misma todo aquello que toca.

¿Aventura? Poca. ¿Acción? Ninguna. Si uno pregunta a los viejos aficionados a la ciencia ficción por una palabra que defina a Ray Bradbury, la mayoría de ellos responderá muy probablemente con una misma palabra: poesía. Identificar Bradbury con “poesía” es ahora uno de esos lugares comunes del género, pero que no por tópico resulta menos cierto. Bradbury no hablaba sobre las causas de los fenómenos ni sobre la manera de resolverlos o de combatir sus efectos, como era habitual entre sus más ilustres colegas. Hablaba sobre el trasunto humano de esos mismos fenómenos, sobre el efecto que las cosas del universo tienen sobre el espíritu de los individuos, y lo hacía con bellas metáforas que no jugaban con el lenguaje —como la poesía convencional— sino que jugaban con las ideas y el significado de las ideas. Hablaba sobre el efecto que nosotros tenemos sobre los demás, y sobre el modo en que nos condiciona la sociedad en la que vivimos; una sociedad que no es un ente autónomo ni ajeno a sus componentes, sino sencillamente la manera en que nosotros mismos decidimos tratarnos mutuamente. Bradbury, como escritor, adoptaba un punto de vista clásicamente divino: distante pero a la vez paternalista. El ser humano estaba en el punto de mira de todo cuanto escribía; no intervenía para salvar a sus personajes, pero les recordaba continuamente que la salvación estaba a su alcance y después los dejaba decidir por sí mismos.

Estamos en un picnic de un millón de años. Todos moriremos tarde o temprano. Como Ray Bradbury, que acaba de morir unas horas antes de que escriba estas mismas líneas. Pero quedarán nuestros hijos, que aprenderán lo que nosotros hayamos querido enseñarles, bueno o malo. En el futuro la gente será lo que nosotros, desde el hoy, les permitamos ser. Tendrán bosques y ríos, o por el contrario tendrán páramos repletos de basura. Vivirán en una sociedad compasiva y equilibrada, o en una sociedad fría y alienante. Pasará un millón de años y el mundo estará habitado por lo que hoy, si pudiéramos verlos, quizá nos parecerían marcianos. Porque tal vez, si la gente de hace un millón de años pudiera vernos a nosotros, pensaría algo que los lectores de Crónicas saben desde hace tiempo. Algo que es una de las muchas lecciones que Bradbury dejó en sus escritos y que debería descubrir cualquiera que aún no se haya acercado a su obra:

Los marcianos, ahora,  somos nosotros.

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Photo: Ray Bradbury photographed in his office in 1987. Credit: Gary Friedman/Los Angeles Times

 

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14 Comentarios

  1. Pingback: Ray Bradbury: los marcianos somos nosotros

  2. Guillermo

    Un artículo tan lleno de sentimiento como la propia obra de Bradbury. Gracias por compartirlo con nosotros, E.J. Rodríguez.

    Coincido plenamente en esa descripción humana de sus relatos, de su poesía hecha prosa. Sus cuentos y relatos cortos son verdaderas joyas, como también lo es Fahrenheit 451. Ahora, que posiblemente se reediten obras, se hagan antologías y demás, será un buen momento para redescubrir al bueno de Bradbury.

    Que descanse en paz en medio de un millón de estrellas.

  3. larga vida a Douglas Spaulding, de los mas hermosos relatos que nunca se escribieron

    • Sólo he entrado para decirte que estoy de acuerdo: ¡qué mágicamente dulce eres, vino del estío!

  4. Hoy es un día para el recuerdo (la notícia de la muerte de Manolo Preciado me ha compungido) Precisamente antes de leerle, releía un bonito artículo de Enrique Vila-Matas de 2009 sobre Bradbury que recuperaba en su blog. Adjunto para todos aquellos que lo queráis su particular recuerdo. Hoy será un buen día para ver la peli de Truffaut.

    http://elpais.com/diario/2009/05/23/babelia/1243036211_850215.html

  5. E.J. Rodríguez, siempre apuntando alto. Magnífico artículo y homenaje a esa «Cenicienta» que acabó convirtiendo el polvo de su amada biblioteca en estrellas.

  6. Gracias.

  7. Kikofuzzz

    Gracias!!!! Por haberme dado la posibilidad de descubrir mi lado marciano. Por haberme dado la oportunidad de verme reflejado en los canales. Por los rios de vino y las naves de fuego. Por enamorarme de Ylla.

  8. Bizcochodecereza

    Gracias! Porque sigo aprendiendo y aprehendiendo.

  9. Pingback: Fugaces 11/06/12 - Esceptica

  10. Pingback: Jot Down Cultural Magazine | John Carpenter de Marte (I)

  11. popoopopoppoopopoppppppppppppoooopoopoopopoppoopoppopoop

  12. Alfonso Ortega

    A un par de años de tan maravilloso acercamiento, no puedo más que agradecerle. Ha sido un placer leer su texto, y también es un placer detenerse un poco y saber que todavía hay gente así.

  13. Pingback: El hombre que conquistó Marte -

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