No recuerdo haber conocido a nadie que haya sido poseído. Mis amigos no frecuentan ese tipo de ambientes aunque quizá sí peores. Sin embargo, sí conozco a alguien que ha padecido experiencias aledañas. Os transmito sus palabras tal cual me llegaron.
«Pues yo iba al baño. Cerraba con pestillo ya que tenía la costumbre de cascármela en la ducha. Pues vale, estoy ahí y de repente como que se me duerme un brazo. El hormigueo típico, ¿sabes?, una cosa rara. Y cuando me quiero dar cuenta mi vista está al nivel del suelo. No me preguntes cómo, solo sé que de repente, lo que veo es el suelo, todo a ras de suelo. Me entró entonces un miedo que te cagas. No sabía qué estaba pasando y traté de coger el pomo de la puerta, y entonces vi mi propia mano —¡mi propia mano!— retorcida como si imitase a un subnormal. No llegaba al pomo e intenté hacer ruido, y me oí a mí mismo emitiendo algo así como un mugido. Fue horrible. Lo último que pensé antes de perder el conocimiento fue «no voy a despertar». Imagínate, con 17 años. Cuando recobré el conocimiento me puse los calcetines llorando. Un espanto.»
Debe de ser complicado describir lo que uno padece durante una crisis epiléptica. Mi amigo lo intentó como buenamente pudo, y siendo de agradecer que su mal remitiese hace ya más de diez años lo es también que sus experiencias, como todas las desagradables, den pie a que el impresentable de su colega las use para introducir un artículo. Y por eso digo que las crisis de epilepsia son una de las cosas más próximas a la posesión demoníaca que podemos encontrar hoy en día, ojo, se sea o no creyente. Así lo vieron los antiguos griegos, y lo empaquetaron con un nombre que da cuenta de su origen sobrenatural, ataque súbito que sobrecoge, que no es un chiste hecho a cuenta de una broma de mal gusto ejecutada con alevosía mientras la indefensa víctima de esa primera crisis comicial se encontraba indefensa y no controlaba quién, por dónde y con qué grado de profilaxis aprovechaba para hacerse una foto guarra con el móvil, sino con la introducción de una forma de extrañamiento de sí que las personas llegan a experimentar en determinadas circunstancias. Y padeciendo cierta enfermedad neurológica, eso también.
Hay quien piensa que la famosa luz cegadora que vio Saulo cuando se cayó del caballo camino a Damasco pudo ser efecto de un ataque de este tipo, como los trances histéricos de Santa Teresa de Jesús. Dostoievsky continuó esta tradición supersticiosa e incluso se diría que disfrutó, si atendemos a las descripciones que nos llegan a través de sus personajes, lo que para mi amigo y tantos otros fuera una experiencia traumática.
De la misma forma que místicos y filósofos le encontraron un origen sobrenatural, la neurología y la psicología clínica describen estos casos en clave biomédica. Hablamos de epilepsia, disrupciones cognitivas, trastorno disociativo de identidad, síndrome de Tourette y cosas por el estilo, y no empleamos ya la vieja hermenéutica religiosa para explicar fenómenos que escapan a la comprensión de aquellos que no los han experimentado. El ordenamiento científico ha logrado desentrañar estos misterios, o al menos proporcionar explicaciones convincentes de los mismos, trayéndolos del ignoto pasado de espíritus y demonios al mundo racional moderno.
Para variar —y tocar los cojones— adoptaremos aquí nuevamente el papel de perrofláutico coco antisistema para enjuiciar la etnocéntrica versión de las cosas de la civilización tecnológica del libre mercado, sin duda la más excelsa y depurada forma de organización social jamás creada; con sus elecciones democráticas, sus primas de riesgo y sus bombas de neutrones.
El caso es que tendemos en exceso a medicalizar muchas prácticas y fenómenos religiosos arcaicos. Las explicaciones unívocas y radicadas únicamente en el cerebro nos permiten franquear las inquietudes que despierta zambullirse en el subconsciente, pensar en las manifestaciones insólitas de los seres humanos son producto de un defecto de fábrica, un desorden neurológico o meros síntomas de un trastorno mental. La realidad humana —y las demás también— es mucho más compleja, no sé si afortunadamente. Lo transcultural puede ayudarnos a entender mejor este asunto, como tantos otros, y a verlo con sus vericuetos, sus relaciones con el poder, el control y la rebeldía. Paradójicamente, cuando sabemos a ciencia cierta que tal o cual brote de locura es achacable a un síndrome raro de nombre latino nos sentimos también más tranquilos, seguros y controlados.
Me pica un huevo, ¿eres tú, mi Señor?
Esto que digo no es nuevo, pero las crisis epilépticas no son la única entrada al otro lado del espejo. Los estados alterados de conciencia son viejos conocidos de la humanidad y las personas hemos encontrado muchas formas de despegar los pies del suelo: drogas, ejercicio agotador, ayuno, ascesis, violencia… lo que no hace que definir estos estados sea algo simple. Lo que entendemos por «percepción consciente» es una cuestión de grado —¿cómo de realistas son ustedes con 39 y medio de fiebre o tras zumbarse 12 horas de discoteca?— y de un régimen normativo de verdad —¿han probado a convencer a un católico de que Cristo realmente no caminó sobre las aguas?—, se presta a debate. ¿No están de acuerdo conmigo? Es una pena porque yo sí estoy de acuerdo conmigo. ¿Ven por dónde voy? La vieja cuestión relativismo vs. realismo. Dejémosla de lado, que quema.
El asunto de las posesiones está directamente relacionado con estas dobleces de la cognición humana, esta forma que tendemos de percibir el mundo y que no es un mero procesado de información, sino un continuo tantear en busca de límites y referencia, fundamentos sólidos sobre los cuales construir nuestra versión del mismo. La vida nos pone en nuestro sitio hasta cierto punto y define los contornos de lo posible de la peor manera posible; a hostias. Pero no es el único factor interviniente. Si el realismo de la existencia se empeña en ponernos las cosas cuesta arriba no es improbable que reaccionemos a través de la negación. El escapismo, la fabulación, la religiosería… son formas de amoldarnos a nuestro entorno sin que nos reviente la cabeza de la frustración, estrategias adaptativas como hacer fuego con pedernal o «teclear» susurrantes cartas de amor sobre el cogote de nuestra chimpancé adorada mientras nos comemos sus pulgas. No solo de cosas que son ciertas y gritan «estoy aquí» vive el hombre. No hay que desdeñar el papel de la educación y la cultura en la formación de lo que viene siendo nuestro sentido de la realidad.
Dicho de otro modo: desde que nacemos poseemos una capacidad inventiva espectacular, somos capaces de crear de la nada (y creernos hasta la bola) los mayores disparates, y solo mediante la interacción con el mundo físico y nuestros semejantes vamos acotando, capón tras capón, los límites de lo que es legítimo creer y lo que no. Es por eso que las formas de evasión de la realidad encuentran en la cultura moldes a los que acoplarse, tienen su propio lenguaje. ¿Satán o esquizofrenia? William Friedkin acertó de lleno cuando decidió hurgar en esta herida con su famosa película, no se me ocurre mejor forma de hacer apología del cristianismo que plantarse en los límites de lo indemostrable para sembrar dudas en el espectador escéptico. Las tertulias políticas son un campo de entrenamiento y difusión de cosmovisiones divergentes, como los foros de Internet y otros medios de comunicación en los que podemos observar hasta qué punto las personas tenemos percepciones distintas de lo que está sucediendo por encima de posiciones realistas duras; la ciencia social no dispone de instrumentos analíticos para determinar si Angela Merkel es una guarra, Zapatero es el culpable de la crisis o si a Rajoy no se le levanta.
Vemos entonces que la realidad no es tan fácil de perfilar como parece. Por la simple constitución biológica de la humanidad, tan desnuda y perdida ella, y por arrastrar un bagaje de décadas de conocimiento e historia incorporados, inscritos en nuestro sistema nervioso tras años de aprendizaje. Procedemos de una tradición cultural enraizada en la religión, el más allá, el pecado y todo ese rollo. Un mundo de espíritus acechantes y tentaciones ocultas entre las zarzas, bajo las piedras y, sobre todo, bajo las faldas.
Poseídos en los despachos
A mediados del siglo XVII la población francesa de Loudun fue testigo de una serie de sucesos extraños y estremecedores. Se oían rumores de brujería y posesión demoníaca. El convento de las ursulinas de Loudun estaba en un estado de frenesí; algunas de las monjitas aseguraban haber presenciado apariciones del más allá con la forma del difunto confesor Moussaut. Otra se decía poseída por el demonio Astaroth. El ruido montado por Satán en una insignificante localidad francesa llegó a oídos del mismísimo Cardenal Richelieu, quien puso en marcha una investigación para dictaminar el origen y las causas del inexplicable interés de las fuerzas infernales por el convento de Loudun.
La febril actividad diabólica y contra-diabólica (llevada a cabo diligentemente por las autoridades religiosas) llevaron al juicio, tortura y ejecución de Urbain Grandier, el sacerdote de la localidad. Esta historia no tiene nada de particular respecto a otras actuaciones de la Iglesia en la época de la contrarreforma (brote de brujería-investigación-ejecución) y en eso precisamente reside su valor. Al parecer el tal Grandier había publicado un libelo crítico con el cardenal que éste no digirió muy bien. Richelieu reaccionó difundiendo el bulo de las actividades demoníacas, lo que en el contexto de la época (y no lo olvidemos, en un medio tan propenso a los arrebatos como un convento) pudo desatar una especie de psicosis religiosa. Es un perfecto ejemplo de terrorismo de estado, una fábula improvisada que justifica una montería en torno a un enemigo inventado. Las «redes imaginarias del terror político» como las llamaría Roger Bartra sirvieron y sirven para dibujar una otredad siniestra que define por contraste a la comunidad y contribuye a cohesionarla. La Inquisición aprendió bien está lección y la puso en práctica siempre que pudo, ya fuese contra los cultos pánicos o los herejes cátaros.
No me parece necesario insistir en la forma en que las fuerzas telúricas pueden servir y sirven a los intereses de una clase dominante.
También de manera similar pero con distinto propósito se manifiesta el Candomblé de los nagô brasileños. Se trata de una etnia originada tras la diáspora Yoruba desde África, descendiente de una estirpe de esclavos y mestizos, cimarrones e inmigrantes que encontraron una manera de agruparse en comunidades dispersas a lo largo de la costa de Brasil como en Bahia, donde perviven los fastos de los Egun y los Orixá.
Jean Zlieger describe algunas de sus ceremonias, como el de los «adorcismos» o invocaciones de posesión (las cuales mantienen ciertos paralelismos con su homólogo en la santería y el vudú) con su aparato ritual: cánticos, rezos, música ritual hipnótica y catártica, etc. Formas todas ellas, como el uso de psicotrópicos en el Amazonas, de entrar en trance. Estos babalorixá o iyalorixá son enormemente respetados en la comunidad, sacerdotes-reyes (en un sentido nominal del término) y guías espirituales cuyos funerales son celebrados con gran ornato y a los que acuden miembros procedentes de todos los rincones del país. Pese a la nominalidad del cargo a la que nos acabamos de referir poseen un gran poder, su opinión es altamente valorada y la elección de cada nuevo babalorixá es seguida y celebrada con entusiasmo.
No nos referimos a los nagô por nada, su caso es paradigmático de la forma en que la expresión física de la posesión constituye una forma de empoderamiento social. En el medio nagô —siempre descrito por Zlieger— la vida no es fácil. Antiguos esclavos indígenas y mestizos africano-indígenas llevan una existencia dura, marcada por el trabajo en el campo y lo que es peor, al servicio de la producción de caucho en condiciones laborales misérrimas que, si bien pasados los tiempos de los peonajes por deuda instaurados en varias regiones de Latinoamérica en la época poscolonial —trabajadores que piden créditos para poder hacerse con los equipos de trabajo y los devuelven con ese mismo trabajo, pero cuyos salarios resultan insuficientes, de manera que se ven atrapados en una espiral de créditos crecientes que apenas dejan lo justo para subsistir— no son precisamente envidiables y presentan, en las regiones más depauperadas, preocupante índices de mortandad infantil.
Puede ser que el Candomblé no sea más que una de tantas religiones que sobrevivieron hibridándose y se arrastran por simple inercia, o por motivos explicables gracias a psicologismos, o por simple burricie —un argumento útil en las confrontaciones con fundamentalistas pero que no contribuye a explicar gran cosa en esto de la religión— pero también puede ser que sirva como un creador de solidaridades. No es infrecuente que poblaciones empobrecidas o aisladas se arremolinen en torno a una seña de identidad, un lugar de culto y un líder a través de los cuales se desarrollan redes de ayuda y soporte comunitario. Los lazos tendidos en torno a la religión no son muy distintos a los de un parentesco extendido, no hay más que ver a los Amish y otros protestantes americanos que proveen de servicios a la comunidad cristiana, hacen obras de caridad y promueven la ayuda mutua en la misma medida que desconfían del gobierno. La religión se convierte a veces en el nodo desde el que se construye la sociedad civil frente a los poderes instituidos como el Estado y la Iglesia.
En Caracas, Venezuela, concretamente en el «cinturón de la miseria» floreció hace años una variante del culto a María Lionza. No es una religión nueva creada a partir del relato de la Santa Venezolana, o al menos lo que se suele entender como tal, sino una especie de «círculo social» que se reúne de manera informal en diversos puntos de las localidades más pobres del área suburbana donde los jóvenes de las clases menos favorecidas se someten a una serie de rituales de posesión y ofrecen su cuerpo a los espíritus. ¿Cuáles? Sorprendentemente no se trata de entidades extraídas del folclore indígena sino de vikingos, esclavos rebeldes y fieros guerreros africanos, como Erik el Vikingo o Kunta Kinte.
Como habrán podido intuir no es una creencia muy convencional. A sus sesiones acuden los jóvenes díscolos del barrio, los pandilleros, los punks y los chavales del arroyo. Está fuertemente ligado a la cultura de bandas y a su exaltación de la hombría y la violencia, lo que se pone de manifiesto durante los trances de posesión; los mediums histéricos, llamados «materias» gritan, lanzan desafíos al público, se autolesionan con cuchillos, clavos y botellas, hacen correr la sangre. Podría pensarse que se trata de una panda de colgados que quedan para endrogarse y acuchillarse en público (cuidado conmigo que estoy mu loko) pero hay cierto sentido en sus acciones. Si hay algo en común a los adeptos al culto es un profundo sentimiento de orfandad y la dejadez de los poderes públicos (especialmente tras «El Caracazo», cuando se impuso una política de tolerancia cero que llegaba a ajusticiar a los jóvenes en su condición de predelincuentes) en medio de una sociedad en la que la escasez se mezcla con la violencia y en la que esta no solo permite crear pequeñas comunidades (tribus) en las que sentirse arropado, sino que ofrece un medio en el que autoafirmarse y sentirse fuerte, poderoso; una salida trasera a la indefensión y el rechazo. Algunas de las personas que lo han estudiado (y visto de cerca) confiesan sentirse perturbados durante las sesiones de posesión. Una religión para tribus urbanas reactiva, que se aferra a los símbolos de desafío a la herencia colonial y la opresión que trajo consigo. Para ello se arma con los atributos de personajes extraídos de la cultural popular (y pop), el imaginario anti-imperialista, los atavismos de continentes lejanos; feroces vikingos de espesa barba roja, guerreros de la sabana cubiertos de escarificaciones y símbolos mágicos.
La rebelión de los ultra-cuerpos
Durante mucho tiempo los señores curas y las señoras monjitas se han esforzado en grabarnos a fuego la dicotomía cuerpo/alma que preconizaba la religión de los patriarcas de Israel, recosida y puenteada con la tradición grecolatina, tuneada y mil veces retorcida por un ejército de teólogos. Aquí no vamos a hablar en esos términos pero sí que vamos a valernos de una distinción parecida entre la mente más «elevada» y sensible (poner mojón cortical aquí) y el trasfondo embrutecido y caótico de las bajas pasiones, soterradas por las convenciones sociales y que «trabajan en la sombra» mientras la conciencia cotiza en la seguridad social y paga impuestos para que se lo lleve algún desgraciado de Bankia.
Diremos que la segunda (la que empieza con el mojón subcortical) está más ligada al cuerpo y es más propensa a expresarse a través de él que la primera. Siguiendo además con esta tónica freudiana vamos a suponer que lo que viene de fuera de los cuerpos humanos posee la capacidad y tiene la fuerza para imponerse sobre estos, o sobre lo que a estos les sale de dentro en momentos apasionados. Es decir, imaginemos que ese constructo llamado «cultura» es capaz de imponer límites al pensamiento consciente y de encauzarlo hacia los objetivos, valores y creencias que imperan en esa cultura. Tendremos a un ser (un ser humano) parcialmente oprimido y moldeado mediante pequeños actos de violencia cotidiana (a la abuela no se le grita, cómete las espinacas, si sigues te quedarás ciego, etc) en la que eso que llamamos libertad perece a manos de la presión social ejercida desde la cuna.
Al contrario de lo que se suele pensar estos procesos de enculturación, de inserción de una tradición histórica que ha sido depurada mediante procesos de selección y replicación, no son un añadido que se superpone a un esqueleto comportamental básico como capas de pintura sobre una superficie cuyas formas vienen pulidas de fábrica, sino que la atraviesan y acaban posibilitando lo que esa estructura es y cómo reacciona ante los estímulos. Si gritas a la abuela, no te comes las espinacas y sigues haciendo eso te quedarás canijo y miope y serás feo como un demonio, las chicas no te querrán y terminarás diseñando sistemas operativos en un garaje. Este proceso responde al término de in-corporación acuñado por Pierre Bourdieu, una forma de explicar los condicionamientos físicos en sociedad que irónicamente tendría que servir para superar y condenar al olvido el dichoso dualismo de las pelotas.
Resumiendo, creeremos en la división clásica entre mente y cuerpo («cuánto rodeo chorra», pensarán ustedes), aunque sometida a un proceso de depuración y cogida con pinzas muy, muy finas, y nos iremos con ella bajo el brazo al caluroso Sudán (ahora mismo ya «Sudanes»), donde perviven en algunos puntos el culto Zar, o el culto de las posesiones Zar. Se trata de una creencia de orígenes oscuros, algunos piensan que radicados en Egipto, otros en Abisinia o Etiopía, y de ahí exportados a lugares remotos a través de los esclavos, zarandeados de aquí a allá con sus grilletes, que era la forma que tenían los negroafricanos de presentarse en sociedad. El caso es que esta religión capitaneada por mujeres ha coexistido siempre con las llamadas ideologías de la reclusión. Se ha asociado también al Islam por su tendencia a encerrar a las mujeres y mantenerlas alejadas de la vida pública, en patios, casas o recintos especialmente diseñados para ellas, y por la práctica de la circuncisión faraónica sobre las que hablamos en otro artículo. Tanto una como otra son formas de sometimiento, y más específicamente de sometimiento mediante el control de los cuerpos femeninos, tan fascinantes e imprevisibles ellos, con sus ciclos lunares y sus revoluciones hormonales periódicas. Dicho de otro modo, parece que en ciertos lugares los hombres sentimos miedo de las mujeres, o más de lo habitual si como yo ustedes son bajitos y chepudos, no se sabe si por el imperativo de los celos o como un mecanismo de defensa contra ese eterno femenino reproductor y matriarcal, terrible e imperativo, de las diosas-madre, o porque somos de natural así de cabestros. El caso es que esta reclusión física, que llega al extremo de encerrar a las mujeres en «úteros de ladrillo», hogares que se identifican con el interior del cuerpo —mientras ese mismo cuerpo es mutilado de manera brutal— puede ser contestado. Las mujeres entregadas al culto Zar son poseídas por los demonios del mismo nombre. En ese momento la madre, esposa e hija cuyas prerrogativas vitales son tirando a muy poquitas, adquiere —o recupera— el poder que le ha sido arrebatado. Posesión que puede ser interpretada únicamente desde el punto de vista de quien la padece y justifica —es decir, emic— como el trance alcanzado al convertirse en receptáculo de una inteligencia exterior, pero que también puede ser comprendida como una válvula de escape a esta situación asfixiante a la que nos acabamos de referir. El cuerpo sometido, enterrado y arrojado a las profundidades abisales del subconsciente, despierta y la lía bien gorda. En esta ocasión en un contexto en el que el contraste entre el orden normativo, lo que se enseña e in-corpora con unos niveles de autoritarismo —afortunadamente— desconocidos para los habitantes del primer mundo —o de España— y lo que se revela (y rebela) es mayúsculo.
Por supuesto estos actos de rebeldía cotidiana —respuesta a otros tantos actos de violencia cotidiana— no tienen la capacidad de subvertir las situaciones de injusticia que la vida trae consigo o que, mejor dicho, los seres humanos imponemos sobre otros seres humanos. Son si acaso, diminutas pataletas simbólicas, «armas de los débiles» en expresión de James C.Scott; nuestro derecho a torcer el gesto. Los inquisidores y cardenales con perilla tienen siempre más medios para hacer daño que los sacerdotes díscolos y las instituciones con fuertes cimientos en la economía de las naciones, cuando no directamente el puño del ejército a su disposición, tendrán siempre las de ganar en todos aquellos lugares en los que se machaque al prójimo. Que son todos, también, desde hace ya ni se sabe. No esperamos que reflexionar acerca de los mecanismos a través de los cuales se crean las convicciones, las visiones del mundo y las ideas acerca del mismo, ni siquiera mediante el simple ejercicio de la crítica, vayan a cambiar sustancialmente la forma de pensar, hacer y sentir de la sociedad. No creo en la contracultura, ni en las revoluciones de la conciencia, aquello que preconizasen los beatniks y los hippies. Sí creo, sin embargo, en que toda transformación social necesita, además de una coyuntura que empuje al cambio —como el hambre, la escasez o la frustración— una visión renovada de los problemas que nos aquejan, escapar de los automatismos en una época en la que los mensajes machacones y la lógica del miedo vencen en todos los frentes. Si no lo hacemos corremos el riesgo de votar al enano tonto que pide a gritos que expulsen a los inmigrantes de su país. Suyo, de él… cuando fue, es verdad que hace mucho tiempo, la cuna de la democracia.
«La etnocéntrica versión de las cosas de la civilización tecnológica del libre mercado, sin duda la más excelsa y depurada forma de organización social jamás creada; con sus elecciones democráticas, sus primas de riesgo y sus bombas de neutrones»…. Esta frase (y la idea que la inspira), Miguel, está -como seguramente, bien sabes- muy arriba en la lista de grandes clichés… Sin acritud. Sabes que eres mi ídolo.
También es una verdad, no sé si como un buque, pero al menos como un patito de goma. El clichismo en este punto no procede.
Si la crítica es puramente literaria cállome la bocota, que bastante esfuerzo me supone ya escribir sin que se note que me falta medio cerebro-con escaso éxito debo decir- como para sentirme ultrajado porque me lo recuerden.
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El título de este artículo es perfectamente aplicable a la selección española de fútbol.
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