Una punta de flecha encendida prende un pebetero. O no: una ilusión colectiva prende un país.
Estábamos matando los minutos de una tarde de final del único mes de junio sevillano. Aniquilando los minutos de espera a base de crujir rebujitos, que entonces eran una novedosa combinación de los pipas y quicos de-toda-la-vida y al poco adquirirían, por cosas de la polisemia, el carácter de bebida oficial de las ferias. Ocupábamos unos soportales de Heliópolis, donde la sombra solo quita luz. Y desahogábamos esa impaciencia cuando uno de los nuestros solapó nuestro mascar a la manera de Rodrigo de Triana. —»Tíos, ¡es el de Faith No More!»
Delante de nosotros se deslizaba sinuosa, como la patinadora de Boogie nights o el pez del Viejo y el mar, un estrambote de bicicleta morada, de morado gran poder como las túnicas de Carlos Jesús y como un billete de mil duros, pilotada por Jim Martin, a la sazón, en efecto, el guitarrista de Faith no more. Un tipo difícil de no reconocer porque no había muchos como Jim, aún menos en una estivalía sevillana: camiseta negra sin mangas, vaquero a la piedra, gafas de culo de botella y pasta roja y pulgosa melena y barba amelenada de azabache. No hubo más reacción que la del grito porque insospechadamente Jim tenía un golpe de riñón indurainano y además el gentío no estaba allí para gastar energía adoratriz en él, sino en los Guns ‘n Roses. Estaba en marcha, desde luego, la era Induráin y Martin también era muy feo. Demasiado feo para esa España entusiasta, que era una España demasiado sexy para el mundo (o algo así cantaban Right said Fred).
Era 1992, he dicho, como es 1992 en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Pero el futuro de chatarra y baja densidad que ideara Philip K. Dick en su novela de 1968 guarda poca relación con aquél presente sevillano de overbooking cotidiano, grandes conciertos y fastuosos edificios en la Expo, el evento cuyas colas inspiraron con toda probabilidad la idea de abrir un Ikea en esa misma provincia allá por el año 2004. El verano de 1992 era el tiempo, principio y fin, para conquistar el paraíso, usar la ilusión.
Después de aquella aparición tan casual, Jim Martin actuaría con su banda en la parte central de un concierto que abrieron Soundgarden y cerró alguna casaca de Axl Rose. La estampa es una España modernizada por las revoluciones urbanísticas de Barcelona y Sevilla, el estreno del AVE y la familiaridad incipiente con la tecnología telemática —así, todas las letras del disco Inercia de Lagartija Nick—. En 1991 se había creado el PC multimedia y este año se estrenaban el Windows 3.1 y el 3.11. La revolución informática y la revolución gastronómica para ya no ser lo mismo o apenas variar en la superficie para seguir siendo superficie, que es lo que sucede de todas formas. En el 92 algún pionero ya hablaba sobre la tridimensionalidad que se avecinaba y en un giro contracorriente la mascota de los Juegos Olímpicos era un perro de una dimensión. Para acreditar que también se aproximaba la normalización de lo gay, la mascota de la Expo tenía un pico, un largo pico multicolor. Coby y Curro, bisílabas con ‘C’ como Cristian Campos. Las tortillas aún eran sólidas.
Ahora Cruzcampo sigue siendo el icono publicitario más reconocible en Sevilla —en el 92 un exitoso spot con una de Steve Miller— en tanto que como hace veinte años en el mes de mayo la silueta de las carretas se recorta en el amanecer contra el skyline de La Cartuja en lo que constituye el tradicional camino hacia el Rocío, con más psicotrópico del que se consumía en la Ruta del Bacalao y un amplio carrusel de polisemias (de la blanca paloma a la raya real). La estampa de las carretas y el polvo es tan fordiana que toda la lírica tan repetitiva que la recubre se antoja escasa. En la Sevilla del 92 Jesús Quintero tenía un garito chic y la lírica salvaje venía de Silvio, un tío con más leyenda que el quinto centenario. Como la América de Kerouac, España tenía su propio latido beat, con el Rocío, el bacalao y los xacobeos. Un tam-tam polimorfo cuya faceta mediterránea fue magnificada en la ceremonia de apertura de los Juegos. Y así, incluso con tanta perspectiva, la que ofrecen veinte años, me resulta difícil discernir si el 92 era un fin de trayecto o un principio, si es que ambas no son lo mismo.
El Woody Allen que llegó a las salas en 1992 fue la incolora Sombras y niebla, ofreciendo un contraste a la ceguera de luz irradiaba España. Para nosotros y puede que para nuestros mayores y menores, el 92 fue una claraboya psicológica que arrojaba su chorro luminoso sobre un país que lucía ropa y andamios en virtud del caudal de dinero comunitario que se recibía desde el 86. La peli de Allen tenía a Madonna y John Cusack en el cartel así como tonadas de Kurt Veil, que es la música circense apropiada para los tiovivos de unas ferias, por ejemplo la sevillana, muy de poner a Modern Talking. En vida Kurt Veil vindicó el maridaje inevitable entre la música culta y la popular, que es un poco lo que fue consiguiendo nuestra televisión de entonces, una tele ya con canales privados, desde hacía un año, para ver a Oliver y Benji. Veinte años después es inevitable no pensar en Hughes cuando evocamos el instante histórico en que Umbral regañó a la Milá en su programa de Antena 3, acaso un preludio de los realities guionizados. Madonna por su lado (aunque Madonna ha tenido más lados que un Dalí en 3-D) publicaba en octubre del 92 Erotica, disco que acabará como uno de sus mejores trabajos. Pero la jugada capital, con una década ya en la cima del show business, fue volver a recoger la atención de todos los focos a través de su libro de fotos Sex, con mucho material en blanco y negro pero poca relación con la peli de Allen. También cumplía diez años de hegemonía Felipe González.
Blade Runner, la adaptación cinematográfica de ¿Sueñan…? se estrenó en 1982 pero su acción no transcurría en 1992, sino en 2015. La que sí se estrenó en 1992, convenientemente el 12 de octubre, fue otra del mismo director, Ridley Scott: 1492, la conquista del Paraíso, con Gerard Depardieu como Colón, que es como si a José Bódalo le hubieran encargado encarnar al cardenal Richelieu. En la selectividad no faltaban los comentarios de texto inspirados en el Quinto Centenario y eran artículos que referían lo pérfidos que habían sido los conquistadores. La cuestión era discernir si ya éramos buenos ahora que pretendíamos seducir al mundo con palmas mediterráneas. En las sucesivas versiones de Blade Runner que han ido apareciendo sobre el propio original —en lo que ha sido una realidad paralela del término ‘remake’— los aficionados e incluso los intervinientes de la obra han debatido en torno a la disyuntiva de si el protagonista Deckard era un replicante. El 92 no tiene remakes sino evocaciones, y su efeméride es también proclive a las especulaciones: ¿y si, ahora que el castillo español se desinfla, aquello no era un despegue, mucho menos un aterrizaje, sino el centro de la diana? Incluso con más perspectiva: ¿y si el hecho de 1492 no fue un paso decisivo sino el mismo destino? Tanto el camino hacia esa cita como los acontecimientos ulteriores compartirían, entonces, un papel periférico. Como cuando se va o se viene del Rocío: el nudo está en el paseo de la Virgen, la pelea por tocar el paso, las lágrimas bajo la euforia en los balcones de la aldea. “Hemos visto cosas que no creeríais” y todo eso. Todo eso es la nuez, el paraíso descubierto, y los trayectos son la cáscara. Vivimos en la cáscara y nos alejamos del sol porque en el 92 ya vimos la luz. Volviendo a la cronología, cerca de aquí, en Portugal, El 5 de julio de 1992 comenzó el rodaje de Belle Epoque, aquella idealización que menos de un año después se alzaría con el Oscar de la Academia, sucediendo en los honores del cine español a Volver a empezar, que había sido premiada en 1982 y cuyo director recogió el galardón vestido de blanco.
El periodista Alfredo Relaño suele referirse a Sevilla como una ciudad dicótoma. Triana, Macarena; Sevilla, Betis; Joselito, Belmonte. En la industria del rock fueron recurrentes y lucrativas las rivalidades o batallas de las bandas, tónica que tuvo en la Beatles/Stones su celebración más referencial y fue revitalizada precisamente en los noventa. Nirvana contra Pearl Jam o Blur frente a Oasis capitalizarían en los años subsiguientes al 92 una serie de rencillas periodísticas, alentadas por los sellos discográficos en la era pre-descargas. Faith no More también litigaron una efímera rivalidad a cuenta de la agitación californiana que antes de ellos supusieron los Red Hot Chili Peppers. La chispa comparativa entre ambos grupos la había propiciado el reclutamiento para Faith no More del cantante Mike Patton. Su lacia melena y torso atlético así como su pulso rapero dieron pie una rápida comparativa con los Red Hot, cuyo vocalista, Anthony Kiedlis (lacia melena y torso atlético), no tardó en acusar ante el jurado: ¡plagio, Patton es un replicante! No obstante, el argumento tendría corto recorrido pues tras el éxito cosechado con los rapeos del single Epic y el álbum del 89 The Real Thing, Patton describiría una singularidad cambiante que le alejó de cualquier analogía estética. Años después el Kiedlis de cuarenta-y-tantos se nos ha presentado con flequillo y bigotito en una estampa que remite a uno de los tantos looks que estilaría Patton en esos convulsos primeros noventa. El cantante de Faith no More cambiaría la melena por el pelo enfijatado justo cuando lo que se llevaba era el grunge. En la España del 92, en una suerte de proyección del Michael Douglas de Wall Street, la gomina más apoteósica la llevaba Mario Conde, y el logo de su banco estaba coloreado en la misma combinación, rojo amarillo y azul, de esa España olímpica y posmoderna. No pillarían enfijatado a Neil Young, autor de un excelente disco, Harvest Moon, en las postrimerías del 92 y padrino durante esos años de buena parte de las tendencias dominantes en la escena (los grunges, los ruidistas, el neo-folk que empezaría a emerger). En una de las canciones de aquél trabajo, una suerte de remake crepuscular del Harvest de 1972, Neil distinguía espacios temporales en función de iconos pop de cada momento. De Hank a Hendrix (“recorrí estas calles contigo”); de Marilyn a Madonna (“siempre me encantó tu sonrisa”).
Era el 92 un año bisagra, donde Clinton derrotaría a Bush, la implosión del pop/rock alternativo se decoraba con cortinas rasgadas y Antonio López avanzaba en algo. Tiene su lado irónico comprobar cómo durante el reaganismo la tendencia imperante en los charts americanos se trufaba de bandas que pregonaban un estilo de vida hedonista y cuya frivolidad era escenificada entre mallas, cañones de confeti, laca y baladas de playa Malibú, en tanto que a la llegada de Clinton, con la generación de quienes nacieron en los crujidos del ’68, aquél baby boom de iconoclastia, la tónica sería de alta depresión y reflexiones instropectivas, el reverso de la formidable Baywatch, la lluvia de Seattle como espejo de Blade Runner, la suciedad (Sonic Youth publicaron Dirty en el 92) como máxima cool. Unas aguas ideales para que cada vez más peña le hiciera la ola a los REM, de los pocos supervivientes que transitaron el cambio de década y de modas sin perder comba y que a la que vieron que la jovialidad ya no se llevaba (esos colores de la Shiny Happy People) se pasaron a lo átono sin que ningún crítico avispado reparara en lo comercial de la jugada. Todo lo contrario. En la Academia de Hollywood los premios recaían históricamente en El Silencio de los Corderos, acaparadora de los cuatro ases del palmarés con la dificultad sobrevenida de ser una película que acumulaba un largo recorrido en las salas —en Estados Unidos o Inglaterra la habían visto en la primavera de 1991, apenas unas semanas después del estreno de Bailando con Lobos, la triunfadora de ese año anterior—. La peli de Jonathan Demme pareciera llamada a propiciar un trending topic, en la producción cinematográfica, de asesinos en serie (no tardaría la segunda cadena de TVE en programar la verdadera joya del género: el retrato de Henry), pero ese rol percutidor, ese honor de darle carrete a una moda, le correspondería más al auténtico pelotazo del verano de ’92, Instinto Básico, un pelotazo mejor que el de Koeman. El verano de 92 fue así de Sharon Stone, Los Manolos y zapatos náuticos con suela de goma blanca. The Real Thing, como esa Segunda Cadena de TVE que presumía de parrilla con los mejores tiempos de Metrópolis y emisiones en prime-time de las películas de Divine. Tras Instinto Básico lloverían psico-thrillers tórridos con detectives o abogados a merced de mujeres fatales como Madonna en El Cuerpo del Delito.
En la película Blade Runner llueve cantidad y los viandantes usan paraguas fluorescentes, pero en Sevilla el 92 presagiaba sequía. Si los Faith no More querían líquido, el público del Benito Villamarín les escanció con un diluvio de latas de refresco. Sucedió rápido: a Mike Patton le cayó alguna lata lanzada desde el respetable. El cantante la enseñó y animó a seguir la fiesta. «Más mierda para mí». Se desencadenó entonces un diluvio magnífico, ajeno a cualquier guión, que aún se le recuerda a Patton cuando un periodista musical, si es que queda alguno interesado, le entrevista. Varios cuartos de hora después, Axl desplegaría casi tantas canciones como bordados y Slash puntearía la música del Padrino. Pero la gente salió del estadio departiendo sobre la guerra de latas, que es como si del Camp Nou se sale destacando la actuación del utillero. Fue muy feliz aquella afición barcelonista en el 92 porque su equipo ganó su primera Copa de Europa y en el eje de aquello la tocaba Pep Guardiola. Ése Barça aún vestía de Meyba y ese vestuario de bañador me encaja plenamente con el recuerdo de un 92 de color vivo, insistente en los blancos, rojos, amarillos y azules. Como el juego Simón o los cuadros de Miró. Ahora se celebrarán las Olimpiadas en Londres, donde el Barcelona se coronó hace dos décadas, y la canción de reclamo es un London Calling que parece más Blade Runner que la algarabía dispuesta en el All your Loving de los juegos de la condal. Allí Guardiola también se acreditó como torero del año en virtud de su participación en la medalla de oro cosechada en fútbol. Y creo que las equipaciones de España eran de Kelme. Para el Guardiola futbolista la primera temporada fue la más triunfal, del mismo modo que sucedería después con el Guardiola entrenador. De Meyba a Nike, anduvimos los estadios de Europa con Pep.
La imagen del rock ha sido esencialmente una cosa de uniformes. Este aspecto se radicalizaría en los años ochenta con la segmentación de las tribus. Nuevos románticos, punks y after-punks, heavys, raperos, siniestros o rockers, cada protagonista cumplía con la etiqueta asignada o desarrollada en su departamento. Luego están los casos de quienes mejor comprenden la ceremonia de la guisa y, en consecuencia, se dedican a cambiar de chaqueta. De los Beatles y Bowie a Madonna, es decir. En esta circunscripción, el team Red Hot Chili Peppers se distinguiría por llevar el no-uniforme, esto es, uniformarse en la desnudez emulando a Iggy Pop, cuyos primeros discos en solitario produjo Bowie. En el ’92 los Peppers aún amortizaban el pelotazo que supuso su single Give it Away, para cuyo clip se pintaron todos de plateado. Tan iridiscente idea fue rodada en un desierto, con la mala fortuna de no pillar hospitales cercanos para atender de urgencia los síntomas de intoxicación que Flea y compañía sufrieron por culpa de la pintura. Luego los Peppers perderían por vez primera vez a su guitarrista John Frusciante y ello abriría un concurso de reclutamiento cuyo primer elegido, cuyo nombre olvidé, confirmaría que no cualquiera podía ser un Pepper. No por el talento, sino por la constitución. Tanto chirriaba ese torso antitribal que tuvieron que buscar otro y el elegido sería nada menos que Dave Navarro, ex de los Jane’s Addiction. Con éste no había problemas de sexualidad, no en vano unos años más tarde haría sus pinitos como actor porno. En la España del 92 se diría que las tribus seguían resumiéndose en fachas y rojos, como en Belle Epoque y como ahora, la maldad y bondad de cada cual en función del uniforme de la familia.
Ah, el uniforme. Se venían los tiempos del grunge, del brit-pop y de lo alternativo, así en general, que eclosionaría con la indumentaria indie de pantalones de pitillo, gafas de pasta y americanas Strokes. Pero Faith no More carecían de uniforme para la década anterior y difícilmente les encajaría para los noventa. Un guitarrista que parecía Stephen King con pedales Marshall en vez de Olivetti; un teclista gay que se ponía camisas de flores a lo Nick Slaughter; un batería con rastas; un cantante ora crooner enfijatado ora mallista con perilla. Así no había manera. Faith no More eran como una Patrulla X del rock y este eclecticismo de las personas explicaba el potaje de su música, un cataclismo de metal cavernario, cataratas de teclados, suites de música de cuarteto y aullidos protohumanos. La tan elocuente no-fe de FNM hubiera merecido un dueto entre Patton y Marifé de Triana, lo cual hubiera supuesto el reverso folklórico de lo de la Caballé con el Mercury para Barcelona. La fe en la feria sigue intacta hoy como impoluto anduvo Felipe de Borbón en el desfile de las Olimpiadas del felipismo. En una foto-montaje, los Faith no More se enfundieron trajes del ejército soviético.
En el descanso de la final de fútbol del 92 supimos que Fermín Cacho ganó la carrera de 1500 y aquello fue como vivir localmente las victorias británicas de Carros de Fuego, sólo que con Los Manolos en lugar de Vangelis dándole y dándole a la rumba fish & chips. La final de fútbol la estaba jugando España contra Polonia, cuya selección absoluta ya hiciera un formidable mundial en 1982, llegando hasta las semifinales, donde perdieron contra Italia y aquél partido tan fatal para ellos se jugó también en Barcelona. En el 92 el rojo español se impuso a los ya no rojos polacos y en Sevilla se hablaba mucho de El Molino Rojo, establecimiento que solía frecuentar el Marqués de Feria. Años después el mismo bisibeo competería a un local llamado Arni. El gol de la victoria española en la final olímpica lo marcó Kiko, que era un delantero de 1,90 y hombros cuadriculados que rebatían la fisonomía de la España de la larga posguerra. Kiko se comunicaba con los compañeros a ritmo de silbido, confirmando que España estaba ya en la liga de la Europa desarrollada pero conservaba la picaresca. De hecho, cuando nos fijamos, Villar aún estaba allí. Esto del trapicheo también lo certificaron en varios de los contratos de la Expo. Luego Kiko hacía unas declaraciones arrastrando eses y haches y era la misma lengua que Los Manolos cantando en inglés o como Los Beatles de Cádiz, la tacita de plata donde Kiko había emergido futbolísticamente. Cerca de El Molino Rojo se erigiría en esos primeros noventa una construcción también colorada, pero para oficinas, denominada Viapol, particular por constituir el primer ‘edificio inteligente’ de Sevilla, mi arma.
En vez de aglutinar ese adjetivo, el adjetivo ‘inteligente’, el Barcelona de Guardiola sería apodado ‘Dream Team’ después del 92, replicando así nuestros periodistas el título que se le había concedido a la selección estadounidense de baloncesto que, cual colección de estrellas de cine, se paseó por los juegos. Tan pop era aquél combinado que una de sus estrellas bombásticas, Magic Johnson, tenía su propia canción a cargo de los Red Hot Chili Peppers. En las olimpiadas disfrutamos de un Magic patriota que ejercía ya de embajador de la normalización de los afectados por el Sida en el año posterior a la pérdida de Freddy Mercury, presente en voz y espíritu a lo largo de todos los juegos. En el 92 Wembley acogió un concierto de homenaje a su figura y allí Axl Rose hizo dúo con Elton John, quien protagonizaría el otro concierto magno de la Expo, el 15 de julio, a 3.000 pelas la entrada. Y así descubrimos que Axl tenía vocación de reinona. Era un tiempo histriónico, como el amarillo de Los Angeles Lakers, las americanas de Pepe Gafe o los gritos enloquecidos de Carlos Martínez cuando al Madrid le metían algún gol en Tenerife. En el Blade Runner novelístico la atención televisiva la copa el humorista Buster y en España era Alfonso Arús, que hizo famoso a Monchi y no terminaba de clavar a Jesús Gil porque Gil sería ya su propia parodia en Tele 5 con el jacuzzi y las camisas panameñas y unas hechuras que la ficción reproduciría en Tony Soprano.
En el 92 se abrió en Sevilla el Puente del Quinto Centenario, estructura que puede imponer admiración desde la distancia e impone temor cuando se recorre porque sus carriles son demasiado estrechos. La insuficiencia de ese ancho de banda sí fue advertida por alguien, cuando el puente aún era un diseño en planos. Pero otro alguien decidió que no había margen para rectificar: en parte, la Expo fue un homenaje a Ed Wood y su célebre eslogan: “¡a positivar!”. Había que seguir adelante igual que Maradona aterrizó en Sevilla para enseñar a la cantera y despistar a los coches patrulla. La infografía cobraba entonces un peso en los periódicos y cierto diario deportivo escenificó una persecución al pelusa, que conducía un Porsche y que al ser finalmente atrapado alegó que no obedeció la orden de detenerse porque llevaba la música alta. Me gusta imaginar que escuchaba a Los Cantores de Híspalis a todo trapo. También llevaba un Porsche Rinat Dassaev, un portero célebre en el 82 pero incapaz de detener el aluvión de jugadores brasileños tocando las palmas en el Sánchez Pizjuán, el que luego sería su estadio entre 1988 y 1991, la palangana según los acérrimos béticos, un recinto acaso demasiado estirado para acomodar conciertos de Guns ‘n Roses. Puede que fuera la leyenda fresca de Dassaev (le llamaban ‘Rafaé’) la que comunicó a Maradona lo divertido que podía ser correr con el Porsche por el casco urbano: en 1991 el ruso había metido su vehículo en el foso que rodea la facultad de Derecho.
Sevilla vivió una revolución de puentes, con Calatrava poniendo la llave que sirve para anunciar compañías de seguros y abrir las puertas de lo que se venía: la erección arquitectónica. Esa modernidad de la Expo, que en los años subsiguientes amenazó seriamente con crear un cementerio de vanguardia en La Cartuja —lo montaron todo para seis meses, pero nadie pareció percatarse de la conveniencia de dar un uso posterior a esa ciudad— preludiaba la maquetería mercurial de Bilbao y la decoración esquelética que sobrevendría en Valencia. Ahí sí, el 92 fue un primer capítulo. Y en el AVE. También una banda llamada Radiohead arrancó ese año y uno supone que poca gente, seguramente nadie, vaticinaría que aquellos oxfordianos que lanzaban el sencillo Creep bajo una lluvia de noviembre se convertirían en referencia hegemónica —es probable que en mayor medida por una inteligencia mercadotécnica que por la calidad real de su talento—.
Lo difícil, supongo, era discernir si el 92 año era una culminación (Maradona) o una arrancada (Radiohead).
Para buena parte de la concurrencia que acudió al Benito Villamarín para ver a Axl el set de Faith no More abundó en novedades porque su álbum de ese año, Angel Dust, apenas había salido del horno. Al siguiente lunes estaba en las tiendas. Los escaparates de Sevilla Rock se llenaron de garzas sobre fondo azul y una tipografía como de música clásica, componiendo una bella estampa que contrastaba con la contraportada del álbum: un interior de matadero. Esa dicotomía entre el ejemplar vivo esbelto y la carne muerta y los tendones al aire sintetiza el juego de extremos que había en la música de Faith no More, una ensalada donde cabía el grindcore y el calipso. Un juego de contrastes como la sangre del toro y el revuelo de las moscas y las toquillas del Corpus. Como el brillo de un catavinos de plata y el dorado de la manzanilla que lo rellena. En la Sevilla del 92, Angel Dust era el polvo del albero mientras que en España el grito de Koeman se fundía con el tembleque de Julio Aparicio, que haría la faena de su vida en Las Ventas y ya no se nos volvería a aparecer hasta que se ha retirado en 2012.
Esa España de colores mondrianescos exhalaba un calor adolescente, un fuego veraniego que desaconsejaba aún el uso de las franelas que popularizaría el dichoso grunge.
En el 92 los huertos del pop eran una fertilidad selvática, continuando el fulgor del año anterior y consolidando una productividad de talento, diversidad y grandeur en la que pareciera que Perséfone había dejado de bajar al Hades para propiciar el invierno. Estos felices noventa (grunge invierno, nihilismo) del pop registraban una vuelta al pasado que uno nunca tuvo claro si obedecía a algún genio del marketing. En ciudades universitarias empezaron a arreciar fiestas de primavera y una fotocopia de flower-power que se refrescaba con las bebidas de Radical Fruit. Aparecían aparatos como el escáner. El dorso nocturno era matraquero y alguno vio la ocasión de comparar aquellos nuevos hábitos del bacalao con movimientos juveniles como la contestación punk. Pero no terminó de cuajar la analogía porque a nuestra celebración electrónica de extrarradio y litoral le faltaba prestigio y no es lo mismo cantar God Save the Queen que El Venao. Se quejaban los estudiosos de que el lado banal y feísta de lo electrónico manchaba la imagen general de una renovación musical que mataría al rock. Pero como siempre el porvenir iba más por la integración que por el reemplazo y en rigor la electrónica pura no pudo con el reto. El rock siempre se está muriendo, languideciendo como cuando Thom Yorke arrastra una sílaba. Lo cierto es que en el 92 se publicó un disco de Aphex Twin que era ya la obra cumbre de la electrónica. Lo que vino después sería periferia.
En 1992 fue inaugurado Disneyland Paris y Europa empezaba a ser infantilizada. La España democrática, en cambio, atravesaba entonces su pubertad, de modo que sólo cabe concluir que la época del destape había sido su fase anal. Algunos nos limitábamos a embobarnos con el vídeo de November Rain, una obra que merecería un libro entero, o las camisas de Parker Lewis. En el 92 España era luminosa pero por el mundo Bono se desplegaba en un negro más charol que cuero y sus U2 estiraban y amortizaban el giro emprendido con Achtung Baby! Habían cogido la ola del dance-rock que fue otra corriente efímera en Inglaterra aunque de poso profundo e inercia indispensable para comprender el brit-pop que se venía. No en vano la campaña de Clinton se desarrolló al son de Right Here Right Now de unos Jesus Jones que carecían del rayo ganador de Bono pero le proporcionaron al candidato demócrata y a la postre emperador una adaptación al pop del alegato Carpe Diem que habían proclamado los alumnos de Robin Williams en El Club de los Poetas Muertos. En 1992 programaban esta peli en los coles del Opus, aunque aún se decía películas y colegios, y en 2002 ha despedido su serie House uno de aquellos pupilos, seguramente el que se suicidó. Robin Williams visitó las salas por partida doble ese año, de un lado atormentando el lado místico del capitalismo en El Rey Pescador y de otro emulando a los cantantes jebis con sus mallas verdes de Hook. Pero la película que enganchó de veras fue el gran montaje de JFK, coincidiendo con que el análisis político más epidérmico, que al cabo es el que más cala, que encontraba en Clinton al nuevo Kennedy.
La España del 92 ya era alta como Kiko y sus jóvenes tenían el pelo lo suficientemente fuerte y lustroso como para que proliferaran los anuncios de gel fijador Garnier o Graffic o como quiera que se llamara uno etiquetado en amarillo, rojo, azul y blanco. Kieslowski maravillaría a la Europa cinematográfica de esos años con su trilogía de los colores, pero nosotros teníamos cuatro. Paradójicamente, cuando nuestra estatura y garbo nos alejaba ya definitivamente de esos perfiles del landismo, del lopezvazquismo y de las viñetas de Forges, nuestros espigados baloncestistas fueron la oveja negra de nuestros Juegos Olímpicos. En las salas de cine un Bardem o un Mollá vendrían a comunicar que el macho apuesto, atlético y polivalente derrocaría para siempre las estampas que otrora habían representado Máximo Valderde o Juan Luis Galiardo. En la cresta estaba Jorge Sanz, al que podríamos considerar una suerte de eslabón intermedio porque era guapo pero aún bajito. Luego vendrían los JASP y Eduardo Noriega, que ahora anuncia yogures. En la primeriza Antena 3 un concurso había atraído más por el magnetismo de su presentador que por su contenido tan abusivo en dorados. Ése entertainer era José Coronado. Antonio Banderas, por su parte, se iba a la otra liga y aquello fue como cuando Fernando Martín marchó a Portland sólo que con mejor desenlace.
En 2012 hay acceso a determinadas hemerotecas online que atestiguan la poca consideración que tuvo entre nuestros periódicos el acontecimiento pop del Benito Villamarín. En los quioscos El País seguía siendo el rey, con un dream-team en cada sección (de Vidal a Fernández-Santos, siempre me encantó tu sonrisa). Emergía un tal Santiago Segurola en paralelo a la incipiente pujanza en la radio deportiva de El Larguero y el cuidado producto de Canal +, con Relaño al frente de los deportes. Algunos aspirantes a periodista nos maravillábamos con el diseño colorista y metropolitano de La Vanguardia en tanto que El Mundo asumía la apuesta renovadora en la forma -el batallón de opinión amenizando las primeras páginas- y el contenido -la vigorizante apuesta por investigar en el seno de la no-tan-modélica-estructura de España post-franquista-. El eslogan de la profesión consistía en que el periodista es un notario de la realidad, que era una frase muy de García. Su emergente competidor, José Ramón de la Morena, manifestaría en cambio que «la objetividad no existe». Supongo que ninguno sospecharía vivir después el fin de una era en la cual el micrófono o la imprenta posibilitaban ese poder con el que una persona disfrazada de notaria desempeñaba en realidad el papel de medium cuando no de empleada de una corporación cuando no el de filtro interesado de la «realidad». Un fin de raza herciano. En ¿Sueñan las Ovejas….? tampoco hay internet pero sí mercerismo. Lo más parecido que tuvimos en la España del 92 fue la Farmacia de Guardia de Mercero. En 1992 Sevilla tenía un color especial y ese año se formaron Los del Río, quienes subsanarían después la herida que en muchos orgullos había dejado Remedios Amaya en 1983 y hasta serían instrumentalizados por Clinton, de nuevo Clinton.
La prensa apenas destacaba la trascendencia de la visita de Guns ‘n Roses, que ni siquiera vendieron el aforo completo. En Los 40 Principales, que seguían constituyendo la temperatura oficial del pop consumido en España, con eficaz afluente para el folklore patrio a través de Cadena Dial, la cosa seguía donde siempre. Pero en la sala de maquinarias todo estaba cambiando porque ya decimos que el 92 era una bisagra y las galas no tardarían en ser sucedidas por los festivales. Mientras Héroes del Silencio presentaban El Espíritu del Vino en una gran gira nacional, mientras Mecano hacían su última ronda por las plazas de toros nacionales, Los Planetas entraron en escena con Mi Hermana Pequeña y así nacía una escena indie que ya tenía sus giras estatales con prematuros como Usura. Se avecinaba una nueva ola —en el 93 saldrían el Pequeño Circo de Chinarro o el Pizza Pop de Australian Blonde—. Los 40 acaparaban, decíamos, asomándose también a la tele a través de Canal +, pero no ahogaban. Nacía la Cadena 100, ahíta de programar a gentes como Neil Young y, sobre todo, se venía una etapa culminante de Radio 3 con un amplio espectro que la convertiría, a ella sí, en notaria de la explosión de ‘lo alternativo’.
Por aquello que decíamos de Banderas, el censo bautismal acreditaría a muchas melanias en los años subsiguientes en tanto que desde el AVE todo podría parecer posible: hasta meter a un par de españoles en la conquista del espacio. Fueron otros hitos domésticos o generacionales de años venideros, con lo que uno acaba pensando que cada edad tiene su propio 92, su particular Paradise City, aquellos meses sobre los que gravitan aconteceres que se adherirán a la piel sentimental como dicen que se pegan de una forma diferente las canciones que se aman en la tardoadolescencia. La vida, al cabo es la repetición de momentos irrepetibles. De Jordi Hurtado a… Jordi Hurtado.
Por eso en 2012 el lírico Antonio Luque ha principiado su disco con una sevillana.
Pingback: El 92 era una feria
Hablar del 92 y obviar a los Metallicon con su mastodóntica propaganda del black album (tanto en forma de giras como en videoclips y entrevistas), máxime cuando ellos fueron los que dieron el empuje a los Faith No More (el amigo Hetfield apoyando a los de Jim Martin desde el 88), esos que tanto aparecen en este artículo, chirría un pelín. O lo de obviar a los por aquel entonces (y por este ahora) pesadisimos Extreme (pobrecito Nuno). Pero vamos, que nos ha quedado claro que te gustan Faith No More, aunque aquí Angel Dust tardó en cuajar un par de añitos. ;)
muy bien, y?
entrando en la anecdota local, te recomiendo «grupo 7», en tu onda remember. Te ha faltado hablar de la vía parenteral y de la ETA, que entre las dos, nos querian matar a todos.
«La ETA»…
Nah, Metallica es una banda de los ochenta. Pero sí hay nexo articulable: en su día le dieron publicidad en entrevistas y luciendo camisetas tanto a FNM como a RHCP.
Sí, «la» puta ETA.
Philip K. Dick también situó el trascurso de la acción de «Ubik» en 1992, al igual que los androides y sus ovejas eléctricas, a pesar de que una la escribió en 1968 y otra en 1969…
Ese 1992 que ya no volverá fue toda una feria olímpica de los sentidos, sí señor. Todo un placer haber montado en la máquina del tiempo de este artículo para rememorarlo.
Enhorabuena por el artículo.
Por cierto, en el ’92… DREAM TEAM. Fenómeno que trasciende el mundo del deporte para convertirse en algo social.
Os dejo un link a un post al respecto y os recomiendo ver el documental de NBA TV sobre el tema.
http://saliendodesdeelbanquillo.blogspot.com.es/2012/06/cerca-de-las-estrellas.html
Gran artículo… A mi ese concierto me lo jodió la aluminosis del Vicente Calderón.
Y ya que algún enteradillo te echa en cara que falte algún acontecimiento, ahí va el mío: Jon Bon Jovi cortándose la melena.
Grande Jim Martin, quien diría que, 20 años despues, se dedica al cultivo competitivo de calabazas (no es coña).
¿En serio Héroes del Silencio presentaron en una gira de 1992 un disco que salió en 1993?
«Unas aguas ideales para que cada vez más peña le hiciera la ola a los REM, de los pocos supervivientes que transitaron el cambio de década y de modas sin perder comba y que a la que vieron que la jovialidad ya no se llevaba (esos colores de la Shiny Happy People) se pasaron a lo átono sin que ningún crítico avispado reparara en lo comercial de la jugada.» Lo siento, pero no. Los R.E.M. de los ochenta no eran un grupo «jovial». Y no cambiaron con los noventa. Escarbe en «Out of time», el disco del 1991, en las canciones que no fueron single. ¿Que las que fueron single estaban escogidas por ser más accesibles? Cierto: la jugada era arriesgada si alguien compraba el LP esperando encontrarse más «Shiny happy people» (conozco amargas decepciones al encontrarse con «Country Feedback»); y la vivacidad rítmica de «Losing my religion» es engañosa. Si no perdieron comba, fue porque el cambio de modas les fue a favor; pero ellos ya estaban allí.