El club Arsenal de Sarandí ganó el domingo el campeonato argentino de fútbol por primera vez en su historia. Dos horas después de la gesta, la noticia malvivía arrinconada entre breves en las portadas de los medios on line argentinos. ¿Discriminación? ¿Inquina? No. Lo que ocurre atiende un poco a un clásico planetario —los grandes acaparan titulares aunque no se jueguen nada— y un mucho a una realidad impepinable: en la Argentina de hoy importa tanto el nombre del campeón como las cuentas que hay que hacer para saber quién descenderá, quien promocionará o incluso quién será, perdón por la redundancia, el propio campeón. En cualquier caso, hay que hacer cuentas. Y a eso se abocó una vez más el sufrido pueblo futbolístico argentino en la jornada final del último Campeonato Clausura, sí, último porque desaparece para dar paso a un novedoso formato, uno más en la larga lista de experimentos en el laboratorio austral. Por eso no nos atrevemos a decir que es el último de la historia: los bandazos de las autoridades nos han enseñado a ser cautos y a ponerle interrogaciones hasta al título.
El caso es que la tarde del domingo decisivo se presentaba Arsenal pugnando por el título con Tigre, club que además luchaba por no descender. Como lo leen: podría ser campeón y al mismo tiempo bajar a Segunda División. No es ficción. Tampoco un manual de psiquiatría: es el sistema de competición del fútbol argentino. Primera lección para no iniciados: cualquiera que lea un periódico de lunes en Buenos Aires sabe que en deportes aparecen dos clasificaciones: la del torneo y la de los promedios, una aparentemente inextricable sucesión de números que acompaña a los nombres de los equipos, y que se debe leer por el final, pues lo que importa es librarse de los puestos que llevan al descenso. Pues bien, esta vez aparecía Tigre en un lugar destacado de ambas clasificaciones.
Volvamos a la tarde decisiva del domingo. Tras el descanso de los partidos, la ensalada de resultados provocó que Tigre se encaramara a la primera posición del campeonato, con los mismos puntos que Arsenal, y que al mismo tiempo empatase a puntos con el 17º de la otra tabla. Así que durante unos minutos el hincha de ese club tenía la cabeza en el cielo, los pies en el infierno y el corazón en un puño. Según el reglamento, de terminar así la jornada habría de jugar (al menos) dos partidos más de desempate en los próximos días: uno para saber si sería campeón y otro para saber si tendría que jugar la promoción a Segunda División. Al final no ocurrió. Tigre no ganó el título pero se benefició de los resultados de abajo. Es decir, la cabeza se tuvo que conformar con un subcampeonato y, los pies, con zafar del descenso. Pero, ¿y el corazón? ¿Cómo explicarle a un niño que el equipo empata y entonces no se convierte en campeón pero sin embargo se libra de bajar a Segunda? ¿Está feliz o apesadumbrado el hincha de Tigre?
Arsenal se pronuncia como se debe en español: con acento en la última sílaba. No es solo por eso que no tiene parecido con su homónimo londinense. Arsenal es un club de Sarandí, en el sur de Buenos Aires, con una pequeñísima masa social y sin pedigrí, pero con un apellido de relumbrón que lo acompaña desde 1957. Ese año dos hermanos fundaron la entidad: Héctor y Julio Humberto Grondona. El primero, autor, a la postre, del primer gol oficial del club, falleció hace unos meses. El segundo, presidente de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) desde 1979, vicepresidente de la FIFA, es además el padre de Julito, mandamás del flamante campeón. Humberto ha festejado con su selección un mundial de mayores y varios juveniles, unos Juegos Olímpicos y varias Copas América, ha visto discurrir generaciones doradas de futbolistas y técnicos de todo color a la misma velocidad que dictaduras, gobiernos democráticos a la deriva, corralitos y cacerolazos. Lo que nunca había visto hasta ahora era a su Arsenal campeón. Hoy lo es gracias, en parte, al sistema de competición pergeñado por él, ese que asombra al profano, y al que nadie fuera de Argentina se atreve a hincarle el diente por lo engorroso de su aspecto y su olor a tinta de calculadora. Tampoco en el país que lo creó todos lo seguían antes: había un grupito, el de los cinco grandes (River, Boca, Independiente, Racing, San Lorenzo), que hasta hace poco se abstraían de ese juego de pobres de mirar la otra tabla. Allí, en letras de molde, se anuncia la muerte en clave balompédica: «Descenso». Esa palabra antes ignota se volvió un doloroso mantra diario para el hincha de River hasta que terminó bajando, hace ahora un año. Y este fin de semana ha ocurrido lo mismo a San Lorenzo, que evitó bajar directamente el último día pero no pudo regatear la promoción.
Aquel mecanismo inventado a principios de los 80 —dicen muchos argentinos que para salvar a los grandes que tenían una mala temporada y podían caer a Segunda— tardó en hacer diabluras, pero en los últimos años ha protagonizado enredos propios de un guionista de telenovela. A quien se pregunte: ¿en qué consiste el sistema de promedios? Aunque aparenta largo y penoso, es sencillo: para decidir quién desciende se toman las últimas tres temporadas y se dividen los puntos conseguidos entre el número de partidos jugados. Eso, obviamente, para los clubes que llevan ese tiempo en Primera. Aunque en rigor el sistema de promedios sería justo, porque castiga las malas trayectorias y no sólo lo que ocurre en un año, los recién ascendidos son agraviados: no tienen colchón de puntos de temporadas anteriores y luchan contra ellos mismos a tumba abierta en 38 jornadas para hacer esa misma división, pero sin red.
¿Pero por qué Tigre podía ser campeón y descender al mismo tiempo? En realidad una cosa llevó a la otra: antes de empezar esta temporada, Tigre sabía que no le quedaba más remedio que hacer una puntuación de campeón para no bajar. O sea, ganar Apertura o Clausura, uno de los dos torneos que tiene la temporada, para mejorar el promedio cosechado durante seis campeonatos (tres campañas). Por eso Tigre no descendió el año pasado, por ejemplo, y sí estuvo a punto de hacerlo este, porque tenía un buen promedio (incluido un subcampeonato) hasta estas tres últimas campañas. O como le pasó a River, el mayor campeón argentino (33 títulos por 24 de Boca) que ganó el Clausura 2008 y al siguiente, Apertura 2008, quedó último. El asunto es que ambos torneos se contabilizaron por separado en la tabla de promedios, porque pertenecen a dos temporadas diferentes por más que se contradigan incluso desde la semántica (el Apertura siempre va después del Clausura en el mismo año). Incluso en los dos campeonatos tenía el mismo entrenador: Diego Pablo Simeone.
Antes de que usted deje de leer este tratado sobre decimales y divisiones, entienda lo que completa el cuadro clínico del fútbol argentino: en 1991, casi una década después de la llegada de los promedios, ser reinstauraron en Argentina los campeonatos cortos y con ellos la esperanza de salvación para una liga que ganaban sobre todo River y Boca. Jugándose torneos de 19 partidos habría más oportunidades de ver campeón a muchos equipos aparte de los cinco grandes, como muchos suspiran en España para romper el consabido binomio Barcelona-Real Madrid. Algo de eso ocurrió en Argentina. Pero también es cierto que la retahíla de situaciones surrealistas han terminado por tumbar el formato. Con el doble sistema, los promedios castigaban la deriva de resultados a lo largo de tres años y los campeonatos cortos premiaban la racha de medio año, con lo que había equipos que estiraban un buen momento hasta luchar por un campeonato y al mismo tiempo volaban los entrenadores que no conseguían resultados a los seis o siete partidos: los equipos entraban en crisis histéricas —no exentas de violencia— acentuadas por el negocio de la exportación a Europa (o adonde sea) y, con ello, la descomposición semestral de los equipos. ¿Quién recuerda de carrerilla una alineación de un equipo campeón en Argentina? La memoria es hurtada al aficionado en pos del vértigo, los clubs pasan del todo a la nada, o viceversa, salvo aquellos con una línea dirigente adornada de una virtud escasa: la paciencia: Vélez, Boca, Lanús, Estudiantes. El resto intenta crecer como puede. Son, al revés que gigantes con pies de barro, enanos con raíces de sequoia, las que forman todos esos futbolistas que abandonan el club, el país, en cuanto hacen dos goles en Primera. Y que no crecen porque las directivas vacían los clubes de forma sistemática.
Por eso se supone que la B ha ganado tanto en los últimos años, y por eso las últimas promociones las dominan los de abajo, que baten a los de arriba y los hacen bajar: cuentan con plantillas más compensadas y trabajadas y de fondo poseen un proyecto. Y, aunque sea por menos visibilidad, sus jugadores no son vendidos a Europa en cuanto hacen dos goles. Parece que el tema ha hecho reflexionar, siquiera a medias, a Grondona y compañía. Así se prepararon, con redoble de tambor, antes de anunciar el más difícil todavía, hace un par de meses: desde ahora en Argentina habrá un campeonato largo dividido en dos rondas. Es decir: habrá un campeón anual, pero no de la regularidad, sino que habrá una final entre el primero de la primera vuelta y el primero de la segunda. Para que se entienda: es como si en Europa jugara el campeón de invierno contra el que saque más puntos en la segunda vuelta. Además ya no habrá promoción sino tres descensos directos, eso sí, por promedio. Con ello pretenden terminar con las urgencias y las locuras que ha desembocado en algo más preocupante que el mesar de cabellos o el apretar de dientes propios del deporte y la competición: aquello que se llama esquizofrenia. Parte del mundo futbolero austral cree que sólo será un maquillaje, un sí pero no, un parche a la locura. Es el mismo sector que opina que los males que aquejan al fútbol argentino no se deben al sistema de competición, sino al sistema a secas. Que es como decir que la esquizofrenia viene de otro lado y no se cura por un quítame allá unos campeonatos o unos promedios. Pero, dicen, al menos algo es algo.
Fútbol argentino… Tantas cosas para decir. Por lo pronto ya ha llegado a un estado de corrupción insoportable: días antes de que se jugara la última fecha, dos periodistas habían anticipado varios resultados.-