Supongo que cada vez somos menos los maradonianos en estos tiempos de “santifiquemos a Lionel Messi”, pero creo que incluso los más acérrimos detractores del “Pelusa” estarán de acuerdo en esto: en el mundo del fútbol, la biografía deportiva de Diego Armando Maradona es la Historia Más Grande Jamás Contada. Sus inicios, su auge, su accidentado salto a Europa, su novelesco virreinato en el modesto Nápoles, su coronación en México, su accidentado superestrellato, su convulso declive… Maradona es como el Napoleón Bonaparte del balompié; hay individuos cuyas peripecias están más allá de lo convencional. Simplemente llevan la leyenda adherida a la piel porque, además de la grandeza en lo que hacen como modo de vida —ya sea la guerra, el fútbol o todo lo que está entre medio— poseen una personalidad única y un cúmulo de circunstancias casi siempre irrepetibles. El Maradona jugador fue, como George Best o Garrincha, un icono del viejo fútbol; un talento depurado en las calles cuya genialidad se adaptaba a los grandes escenarios, pero cuya personalidad sucumbía fácilmente a las grandes tentaciones. El Diego no conocía límites, ni sobre el campo —donde por ejemplo Messi aún tiene límites que romper… que las marcas y los récords no son los únicos límites que existen, ¡qué días éstos de fútbol de contables y no de historiadores!— ni tampoco fuera de él. Un comentario habitual que escucha uno es el de que no cabe idealizar al Maradona jugador porque el Maradona persona es cualquier cosa excepto “ideal”. Eso es cierto, el Diego Armando Maradona de allende el césped es, cuanto menos, discutible. Y cuanto más, peor que discutible. Pero resulta absurdo pretender que ha de gustarnos un individuo como persona de carne y hueso para que nos guste e incluso nos enamore su leyenda. La leyenda es la leyenda, y va más allá de los números, los títulos y las copas. Los mitos son más grandes que sus protagonistas y sus vitrinas de trofeos, o no serían mitos. Y en el deporte, o más concretamente en el fútbol, es difícil que un jugador de comportamiento modélico genere una aureola semejante. De las imperfecciones de Maradona procede todo su torrente de personalidad. Para hacer el gol de “la mano de Dios” y ese otro gol que todos recordamos, todo en un mismo partido, había que ser una clase especial de individuo. Esa clase de individuo que no sale a jugar un partido de fútbol, ni siquiera a ponerle broche de oro a una carrera, sino sencillamente a vengar una derrota en una guerra. Esa clase de individuo capaz de llamar “hijos de puta” a todo un estadio durante el himno. Es esa clase de individuo. ¿Perfecto? No. ¿Recomendable? No. ¿Fascinante? Desde luego que sí.
Así pues, todo material biográfico sobre el eterno 10 de la albiceleste resulta siempre bienvenido; nunca nada parece estar de más. Como sería de necios rechazar un nuevo libro sobre Napoleón. Y me había demorado a la hora de ver este documental de Emir Kusturica más que nada por olvidos reiterados, y no tanto por los comentarios casi unánimemente negativos que había escuchado de gente cuyo criterio considero fiable, ya que para mí, cualquier cosa que se filme, escriba o se narre sobre Maradona suele resultar interesante. Sabía ya que Kusturica había recibido críticas por su poca imparcialidad y su visión hagiográfica del astro argentino. Pero eso no me preocupaba. Creo que actualmente hay una fiebre de pretensión de imparcialidad en la información deportiva, como si el espectáculo del deporte fuese algo tan importante que requiriese un extremo rigor o nuestras vidas correrían peligro. Francamente, no es para tanto. Imparcial hay que serlo cuando hablamos de los gobiernos, de los bancos, de la bolsa, del empleo, de la sanidad, de la educación… pero ¿del fútbol? El fútbol es un festival de la parcialidad en estado puro —además de un espectáculo intrascendente, por más que algunos lo quieran convertir en casi una cuestión de vida o muerte— así que pretender presentarlo bajo una óptica objetiva me parece más bien ridículo. Al fútbol se va con una bufanda, eso lo sabemos todos; cuando el mismo periodista que no se decanta por ningún club nacional sí muestra su apoyo a la selección española, por ejemplo, sabes al instante que lo de la imparcialidad es un paripé. Y probablemente esas pretensiones de “objetividad” son un complejo de culpabilidad freudiano, pero cuando hablamos de fútbol —que no sé a ustedes, pero a mí no me ha llenado nunca la nevera— me las tomo un tanto a broma. Así que no; el forofismo de Kusturica por Diego no me iba a molestar.
Desgraciadamente, lo que no tiene ya mucho arreglo es que un documental, parcial o no, sea sencillamente un mal documental. Cuando ni siquiera le estaba pidiendo objetividad. Pero al menos, como mínimo, que reflejara la épica maradoniana, como cabría esperar de todo un director de cine premiado en diversas ocasiones. Cada cual pensará lo que quiera sobre el cine de ficción del serbio, pero desde luego como documentalista es un verdadero desastre.
El propio título, Maradona by Kusturica, ya da una buena pista de por dónde irán los tiros. Por momentos —muchos— parece una película más centrada en el serbio que en el argentino. Una de las primeras cosas que vemos es a Kusturica tocando la guitarra sobre un escenario. Sí. ¿Para qué? No lo sé. Después oímos a Kusturica narrando el documental con su propia voz —y con su propio acento—, y aunque dice alguna que otra frase interesante, lo cierto es que no es Michael Moore precisamente. No tiene ese sentido del ritmo, ni esa habilidad para el montaje, ni la más mínima noción de cuándo debe dejar de salir él mismo en pantalla o cuándo una secuencia se está haciendo demasiado larga. También vemos secuencias de películas anteriores de Kusturica metidas con calzador para establecer paralelismos entre el director y la vida del Diego… probablemente el principal propósito de este documental. De hecho, al principio, oímos que alguien presenta a Kusturica como “el Maradona del cine” y durante el resto del metraje el director intenta convencernos de que su ídolo y él son almas gemelas… y casi figuras equivalentes. El afán de protagonismo del pesadísimo Emir llega a alcanzar cotas verdaderamente sonrojantes, mientras la oportunidad de haber realizado una aproximación humana a la figura de Maradona se va diluyendo entre tanto desvarío propio de fan adolescente. No hay mucho Maradona, aún hay menos fútbol —Kusturica incluso llega a mostrar jugadas repetidas varias veces durante el film, en lugar de hacer una selección amplia de las mágicas producciones del “Pelusa”, ¡que es famoso por su fútbol!— y también repite unas animaciones con música de los Sex Pistols que la primera vez pueden tener su gracia (a quien se la haga) pero después de cuatro o cinco veces empiezan a resultar francamente irritantes. Al final le queda a uno la sensación de que, por una vez, sí se ha topado con un documental completamente prescindible sobre el 10.
Pero no todo es malo. Sí casi todo, pero no todo. Por un lado tenemos lo mejor: los interesantes fragmentos de entrevistas con Diego, en los que el ex-futbolista muestra lo que muchos ya sabíamos: que es un tipo más inteligente de lo que parece. Pero que por otro lado nos dejan el agrio sabor de boca de pensar en lo que esta película podría haber sido de haber tenido a Maradona, y no también al pelma de Kusturica, como único protagonista. Aunque, eso sí, las secuencias donde director y futbolista se ponen a pelotear en el estadio del Estrella Roja tienen su gracia, eso lo admito. Kusturica debería haberse limitado a incluir esas secuencias protagonizadas por él y hubiese quedado como un señor. En el exiguo lado positivo del documental, también es curiosa la aproximación a la “iglesia maradoniana”, un hilarante despropósito que supongo resulta difícil de entender si uno no es argentino, pero que al menos basa su teología en hechos factibles y desde luego resulta tan surrealista que su inclusión en el film merece la pena.
La cosa vuelve a decaer, sin embargo, cuando lejos de indagar en la biografía o sencillamente en la psique del Diego, Kusturica ejerce frecuentemente como portavoz de las opiniones políticas de aquél. Que pueden tener su interés —y lo tienen, por provenir de un personaje tan excesivo y peculiar como Maradona— pero que, francamente, no dan como para sentar cátedra. Una vez más es el afán del documentalista por demostrar que está en perfecta sintonía con el documentado, algo que a los demás, francamente, no nos importa lo más mínimo. Una cosa es que haga este tipo de cosas Michael Moore, que sí sabe hacerlo —el norteamericano será demagogo, parcial, panfletario y todo lo que uno quiera, pero le imprime un ritmo trepidante a sus diatribas cinematográficas— y otra cosa es que Kusturica nos aburra con tanto empacho del propio Kusturica.
Como contador de historias que es, el director serbio ha dilapidado una oportunidad única de poner sus habilidades al servicio de una biografía tan atrayente como la del pequeño genio de Villa Fiorito. La historia de Maradona resulta tan abrumadoramente poderosa que prácticamente se cuenta sola, a poco que uno tenga cuidado de no estropearla. Pero Kusturica, en su afán por equipararse a una leyenda, arruinó por completo la experiencia. Y las pistas de que no tenía que hacerlo están en el propio metraje con el que trabajó. Por ejemplo, en aquella famosa filmación del pequeño Diego, aún niño, dándole toques al balón mientras su hermano —¡su propio hermano!— dice con toda candidez: “es un marciano”. Si por ejemplo hubiese comenzado así la película, con esas mismas imágenes, centrándose en el núcleo de la historia —el talento anómalo de Maradona, con todas sus consecuencias buenas y malas— en vez de con confusas sambas y sonrojantes planos de Kusturica con la guitarra (que ya puestos tampoco da la impresión de ser Slash, francamente), la leyenda se hubiese desarrollado por sí misma en la pantalla, capítulo tras capítulo, como lo hizo en la vida real. Y nos hubiera tenido fascinados de principio a fin. Porque, como decía más arriba, la historia de Diego Armando Maradona es la epopeya futbolística por antonomasia.
Supongo que a Kusturica ya se lo habrán dicho bastantes veces a estas alturas, dado que la película no es nueva, pero no estaría de más recordárselo: Emir, tú no eres Maradona. La historia que nos interesaba era la suya, no la tuya. Mejor suerte la próxima vez. Y lástima de ocasión perdida. Eso sí, admito que tiras bien las faltas, las cosas como son.
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«El fútbol es un festival de la parcialidad en estado puro —además de un espectáculo intrascendente, por más que algunos lo quieran convertir en casi una cuestión de vida o muerte— así que pretender presentarlo bajo una óptica objetiva me parece más bien ridículo».
¿Por qué la intrascendencia del fútbol le condena irremediablemente a la parcialidad informativa?
Creo que es un deber ciudadano exigir objetividad al periodismo, sea cuál sea el plano en que se desarrolle o la relevancia del mismo.
Ya va siendo hora de desempolvar el código deontológico, amigos.
Para eso están las agencias de noticias. Un artículo de opinión, una reseña, nunca pueden ser objetivos.
Un artículo de opinión no persigue objetividad, eso es una obviedad, pero la prensa deportiva española padece un mal mucho peor: el forofismo, llevado de gala por muchos payasos del gremio.
De todos modos no lo has entendido. Yo hablaba de la información deportiva en general. Una portada de un periódico nunca puede ser opinión disfrazada de información… Sólo es un ejemplo.
Ojetividad si, imparcialidad… seguramente nos están mintiendo