Resulta sorprendente cómo a veces un olor, un sabor, un sonido o una imagen pueden hacernos viajar a cientos de kilómetros de distancia o retroceder años y años en el tiempo. Nuestra mente nos transporta fugazmente a otro lugar, experimentando sin querer sensaciones olvidadas. El más mínimo detalle conecta con lo más profundo de nuestra memoria y revivimos situaciones que parecían haberse disipado entre las horas, los días, los meses y los años. Por un momento, somos capaces de sentir lo mismo que sentimos aquella tranquila tarde al sol frente al mar, recordar el perfume que llevaba ella el día que se marchó para siempre, escuchar a la abuela preparando la cena de Nochebuena en la cocina, acariciar de nuevo la hierba de aquel prado… La misma serenidad, el mismo dolor, la misma pasión. Por un instante y de forma involuntaria, regresamos a donde o cuando sea.
Mis abuelos tenían una casa en el campo a la que mi familia acudía todos los veranos. Allí nos reuníamos primos, tíos, sobrinos y alguna que otra novia despistada. Muchas noches, después de la cena en el amplio salón de la planta baja, mis tíos salían a fumar al camino que desembocaba en la finca mientras los más jóvenes correteábamos y jugábamos alrededor de la casa. En la fachada interior, una de las puertas conducía a un pequeño patio cubierto por el que se accedía a la bodega y que se encontraba justo al lado del jardín y el estanque de la parte trasera. Era bastante frecuente que los niños trasteasen escondiéndose entre los árboles y los arbustos, ya que la única lámpara que iluminaba la zona era un antiguo farol que pendía del techo del patio tiñendo aquellas calurosas noches de una envejecida y familiar luz naranja.
Años más tarde, cuando llegó la hora de ir a la universidad, me mudé a Santiago de Compostela. De la semana de mi llegada, imagino que como todo el mundo, no tengo el mismo recuerdo que de todas las que la sucedieron. Un amigo del instituto y yo nos habíamos instalado en un colegio mayor cercano a la Catedral y el resto de mis conocidos —los pocos que también se habían trasladado a la capital gallega— se habían dispersado por la ciudad entre residencias universitarias y pisos de estudiantes. En el colegio, como es natural, no conocíamos a nadie y los primeros días de aquel octubre lluvioso fueron solitarios y extraños. Era difícil sentirse en casa.
Una noche, no recuerdo bien si fue el tercer o el cuarto día, salí a caminar por las calles de la zona vella después de charlar con mis padres por teléfono. Supongo que para un chaval de dieciocho años que —escapadas adolescentes aparte— ha vivido siempre con su familia, es normal sentir cierta melancolía ante un cambio tan drástico. Cuando regresaba al colegio mayor, todavía poco habituado a los laberintos del casco antiguo compostelano y fijándome en detalles que con el tiempo pudiesen ir sirviéndome de orientación, me llamó la atención una farola de una de las pequeñas plazas que unen las calles de la parte de atrás de la Catedral. Su luz, más naranja, intensa y añeja de lo habitual, era exactamente igual a la de aquel tímido farol que iluminaba nuestras noches de verano en la casa de mis abuelos, y sin pretenderlo regresaron a mi mente las risas de mis primos, el bullicio proveniente de la cocina, el resplandor del fuego en la chimenea, el aspecto tenebroso del bosque que rodeaba la finca al ponerse el sol… No tenía delante una vieja farola de una plaza de Santiago, sino el farol de aquel patio cubierto, encendido sobre sus bancos de madera, su mesa llena de flores y sus paredes cubiertas de hiedra. Durante unos instantes, la soledad y la confusión que llenaban aquellos primeros días en una ciudad aún desconocida se convirtieron en una clase distinta de nostalgia, en una sensación cálida y reconfortante que todavía hoy asocio a la luz de aquel triste farol.
En mayo de 1939 abría sus puertas uno de los mayores campos de internamiento de mujeres de la Alemania nazi. A pesar de no ser un campo de exterminio —salvo los últimos meses de su existencia, durante los cuales seis mil prisioneros fueron ejecutados en la cámara de gas—, en el momento de su liberación por el Ejército Rojo habían perdido la vida entre sus muros alrededor de cien mil personas en apenas seis años. El hambre, el hacinamiento, la enfermedad y la brutal experimentación médica hacían del campo de Ravensbrück un verdadero matadero humano. A pesar de que el personal también era mayoritariamente femenino —el campo se usaba como lugar de entrenamiento para las SS Aufseherin, entre las que se encontraba la sádica Irma Grese, conocida como “el ángel de la muerte”—, muchas de las prisioneras fallecieron víctimas de letales agresiones sexuales o a causa de enfermedades venéreas. Dos años después de la apertura de Ravensbrück se incorporaron a sus instalaciones dos pequeños subcampos destinados a hombres y niñas, respectivamente. Quienes sobrevivían a las terroríficas circunstancias de aquel infierno cercado y no estaban gravemente enfermos o lisiados, eran obligados a trabajar durante todo el día como esclavos en una de las fábricas de armamento de Siemens adyacente al campo. En estas condiciones dantescas, parece imposible creer que los internos pudiesen dedicar siquiera un minuto a cualquier cosa que no fuese temer por su vida o lamentar haber nacido. Sin embargo, algunas supervivientes relataron cómo un grupo de prisioneras, resistiéndose a las imposiciones de los oficiales y sobreponiéndose a la desgracia, ocupaban las escasas horas libres que tenían a la semana en algo que a primera vista y en un entorno tan aterrador parecía fuera de toda lógica: cantar.
Hasta 1944, en el campo de internamiento de Ravensbrück estaba prohibido cantar. El único acercamiento a la música que tenían sus prisioneras era a través de los altavoces utilizados por los guardias para mortificarlas y de las canciones alemanas que debían entonar durante las marchas obligatorias. Resulta inconcebible que a pesar del horror en el que vivían y después de las eternas jornadas de trabajos forzados, alguien pudiese tener la necesidad de incumplir las normas del campo y exponer aún más su vida. No obstante, unas cuantas mujeres checas se reunían a diario para escribir y recordar canciones que interpretaban clandestinamente los domingos en su barraca. Componían pequeños poemarios que memorizaban mediante melodías y recuperaban las composiciones de Jiri Voskovec y Jan Werich que hablaban sobre libertad. Se encontraban al borde del precipicio, y sin embargo cantaban.
Tal vez sea difícil comprender la motivación de quienes pasaban sus horas y sus días rodeados de muerte y enfermedad, las razones que llevaban a aquellas prisioneras a cantar a pesar de la barbarie que les había tocado vivir. Quizá sea imposible entender que el entusiasmo del canto pudiese coexistir con el espanto de un campo de internamiento nazi. Puede que a alguno le parezca un sinsentido, pero lo cierto es aquellos domingos cantando en la barraca eran los únicos momentos en que la vida de aquellas mujeres, durante apenas unas horas, volvía a ser normal. Al igual que sucedía con los soldados rusos que organizaban pequeños teatrillos al regresar del campo de batalla o los músicos que tocaban piezas clásicas entre los escombros de las destruidas ciudades alemanas, cantar era la forma de recuperar su antigua vida. De revivir una realidad que se había desvanecido. De regresar a los años tranquilos en los que todavía no conocían el infierno. De sentir otra vez un pedacito de inocente cotidianidad. La única conexión que tenían con el mundo que había más allá de los muros de Ravensbrück era la música. No eran sólo un puñado de simples canciones. Eran viajes a un pasado ajeno a la inevitable atrocidad de su día a día. Eran viajes a casa.
Hace unos años, paseando por Compostela después de una cena con amigos, observé que en el lugar donde siempre había estado la vieja farola de luz naranja no había más que un frío foco halógeno, de esos que últimamente invaden casi todas las plazas de casi todas las ciudades de casi todas partes. Un foco exactamente igual a todos los demás. Sin más. Reconozco que el descubrimiento me apenó un poco, tanto por el encanto que había perdido la pequeña plaza como por los recuerdos que siempre me había traído su solitaria protagonista. Sin embargo, es imposible que algún día llegue a olvidar aquel simple farol de luz naranja que una vez volvió a mi memoria mientras contemplaba la vieja farola. Las noches de verano de mi infancia en casa de mis abuelos y la sensación de imperturbable quietud que me produce evocar aquellos momentos es algo que, con un poco de suerte, me acompañará durante el resto de mi vida.
Desconozco cuántas de aquellas prisioneras fallecieron en el campo de internamiento de Ravensbrück. Tampoco sé si aún hoy se conserva alguno de los pequeños libros en los que fueron escribiendo sus canciones. Pero de lo que estoy seguro es que si en aquel admirable grupo de mujeres hubo supervivientes, es imposible que olvidaran jamás sus melodías y poemarios. Seguramente echaron la vista atrás más de una vez a lo largo de los años, recordando cómo sus canciones fueron la razón fundamental de que lograsen mantener la cordura en su terrorífico encierro. Lo único que les hizo sentir que todavía eran personas. Lo único que, en definitiva, las mantuvo vivas.
Una delicia. Lo he disfrutado tanto, tanto que me ha trasladado a tiempos dulces, muy dulces. Gracias.
Las magdalenas de Proust.
Me ha gustado mucho. ¿Puede saberse de que plaza de Compos hablas?
Es un texto precioso. Y muy valioso. Poder y saber expresarnos así, decir lo que sentimos o queremos en ese momento y cómo, solo unos pocos consiguen hacerlo posible de forma especial. Gracias por escribirlo. Seguro que muchas otras personas te lo dirán y yo solo soy una entre la multitud que no entiende, que no sabe. Muchas Gracias de corazón. Y espero que escribas muchos más. Gracias.
Me ha emocionado. Al igual que María opino que es un texto precioso. Gracias por compartirlo.
Escribe ud. muy bien, Mr. De Lorenzo, limpiamente, me gusta muchísimo, muchísimo, más de lo que cualquier adjetivo calificativo que yo le escriba pudiera expresar.
El asunto de los olores y las luces es algo terrible, es aún peor que el del sabor proustiano, atacan de repente sin previo aviso y logran eso que Ud. tan bien ha descrito en su texto, que uno vuelva a sentirse exactamente igual que entonces, sólo que no es entonces, es ahora y en otra parte y en eso siempre hay una sinrazón triste, incómoda y violenta que nos dejan KO demasiado tiempo, seguramente hasta el próximo despertar. Es quizá por eso, por ese jet lag emocional, que trae a colación esa hermosísima historia del campo de Ravensbrüsk que no parece pegar en absoluto con el lirismo provinciano de su farola en Compostela y que, sin embargo, le va como anillo al dedo.
Cordialmente,
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