Hablábamos ayer (bueno hace un par de semanas) de Marte.
Para llegar a Marte (no digamos más lejos), hace falta un vehículo, una nave espacial.
El primer problema de una nave espacial —nadie lo ignora— es liberarse de las garras gravitatorias de la Tierra, lo que implica alcanzar la famosa velocidad de escape —nada menos que 11.2 km/s o 34 veces la velocidad del sonido, desde la superficie del globo—. Si queremos ahorrarnos el combustible necesario para escapar de la Tierra entonces el ingenio debe construirse en órbita (posiblemente en el llamado punto de Lagrange, L2, en el que el tirón gravitacional de la Tierra —a 60,000 km de L2— está equilibrado por el de la Luna —a 37,000 km de L2—). Otra posibilidad sería construir primero una base lunar y ensamblar allí el artefacto, contando con que la velocidad de escape es mucho menor (2.4 km/s).
El siguiente paso es ganar la velocidad necesaria para el viaje, esto es, necesitamos acelerar nuestra nave. Y aunque parezca una tontería, una vez que lleguemos a nuestro destino será necesario perder toda la velocidad que hayamos ganado. Para acelerar, necesitamos que algo nos dé impulso en la dirección de nuestro objetivo. Para desacelerar, necesitamos impulso en la dirección contraria.
Hay dos formas básicas de impulsar una nave, que podemos visualizar imaginando una barca a flote en un plácido lago un día de verano. Tenemos dos soluciones para movernos conocidas por todos. Una de ellas es ejercer una fuerza contra el agua, a sabiendas de que el principio de acción y reacción —una ley de justicia universal que garantiza que donde las dan las toman— asegura que el agua va a devolvernos una fuerza igual y de signo contrario. Eso es lo que ocurre cuando remamos. La otra posibilidad es abrir una vela y aprovecharnos de una agente externo (el viento) para que sea este quién nos mueva.
¿Qué ocurre si cambiamos la barca por un trineo en mitad de un lago helado? Remar ya no es tan fácil, porque ha desaparecido el medio denso contra el que podíamos apoyar los remos para hacer fuerza. En el hielo los remos resbalan, pero todavía podemos aplicar el principio de acción y reacción para movernos. Para ello equipamos el trineo con un pequeño cañón y por supuesto cargamos una buena cantidad de «combustible», esto es, balas, que podemos imaginar como macizas esferas de acero. Cada vez que disparamos el trineo, lanzando al espacio una bola de hierro, este recula contra el cañón y ganamos un poco de velocidad. Si nos imaginamos que las cuchillas del trineo son muy afiladas y por tanto el rozamiento contra el hielo despreciable, cada vez que disparemos una bala iremos un poco más rápidos. Recordemos que:
Fuerza = masa x aceleracion
La fuerza que el cañón ejerce es siempre la misma, e igual al producto de la masa (de la bala de cañón que disparamos) por la aceleración (que el cañón le da a la bala). Pero la masa de nuestro artefacto es cada vez menor, ya que el número de bolas de acero (el combustible) va disminuyendo. Cada vez que disparamos una bala de cañón tenemos algo menos de masa en la nave y ganamos un poco de aceleración para la misma fuerza.
Eventualmente, se nos acaban las balas (el combustible). En un lago sin rozamiento el trineo sigue moviéndose con velocidad constante que tenemos que perder cuando lleguemos a nuestro destino… así que necesitamos prever, no sólo cuántas balas necesitamos para acelerar hasta la velocidad de crucero que queramos alcanzar, sino cuántas necesitamos para desacelerar de nuevo hasta el reposo. Ingenuamente podríamos pensar que si necesitamos N balas para acelerar, nos bastará con 2xN para acelerar y desacelerar… Necesitamos N^2, lo cual nos complica mucho la vida. Pero de eso hablaré más en la próxima entrega.
Un cohete a reacción funciona igual que un trineo equipado con un cañón. De hecho, un cohete no es otra cosa que un objeto capaz de acelerarse a sí mismo mediante la expeditiva receta de escupir parte de su masa con alta velocidad, lo que le lleva a moverse debido al principio de acción y reacción.
Otra cuestión importante. ¿Preferimos construir un trineo equipado con, digamos, 100 cañones de gran calibre que pueden dispararse todos a la vez (una sola vez) o una versión con un cañón diminuto que va disparando balines durante un largo tiempo? En el primer caso necesitamos que el asiento del conductor esté bien acolchado porque la aceleración que le propina la reacción a la estampida múltiple de los 100 cañones es importante, en el segundo apenas notamos la aceleración. Por el contrario, en el primer caso adquirimos nuestra velocidad de crucero de un solo golpe, en el segundo nos puede llevar un largo tiempo, que hay que añadir a la duración del viaje.
La estrategia de los cien cañones por banda es la que usan los ingenieros del transbordador espacial quemando una enorme cantidad de combustible líquido (hidrógeno y oxígeno) para conseguir alto empuje, esto es alcanzar la velocidad de escape lo más rápido posible. En el extremo opuesto de los motores de combustible líquido están los motores que utilizan haces de iones —átomos a los que roba un electrón de su capa externa, dejándolo por lo tanto cargado negativamente— para la propulsión. El truco consiste en utilizar la carga del ion para acelerarlo a muy altas velocidades usando un campo eléctrico. Un motor de iones quema muchísima menos masa que un motor químico y por tanto tiene un empuje mucho menor.
Para conseguir velocidades altas (una fracción de la velocidad de la luz), es necesario que aceleremos mucho durante bastante tiempo. Veamos cuánto. Si aceleramos nuestra nave hasta un valor igual al de la gravedad (al que podemos llamar g), ganamos 10 metros por segundo de velocidad cada segundo. Una aceleración de g es, por otra parte, cómoda, ya que estamos acostumbrados a ella. Un año tiene 31,536,000 segundos y si en cada uno de ellos ganamos una velocidad de 10 metros por segundo, al cabo de los doces meses nuestra velocidad sería de 315,360,000 metros por segundo, o algo más de trescientos mil kilómetros por segundo… si el universo funcionara de acuerdo a las leyes de Newton. En realidad, como ya hemos visto, a medida que nos acercamos a la velocidad de la luz es más y más difícil aumentar de velocidad para una aceleración dada, pero lo importante del argumento es que si mantuviéramos una aceleración constante igual a g durante un tiempo aceptable para estándares humanos, podemos alcanzar una fracción muy significativa de la velocidad de la luz sin grave prejuicio para los astronautas, más bien al contrario, ya que la aceleración les produciría el efecto de una falsa gravedad.
Todo lo cual nos lleva a un modelo bastante simple y expeditivo de nave espacial, el concepto Orion. La propuesta fue hecha por primera vez por el físico Stanislaw Ulam en 1946, y los cálculos preliminares realizados por Frederick Reines —uno de los dos físicos que detectaron por primera vez el neutrino— y el propio Ulam en un memorándum de Los Alamos de 1947. El proyecto se inició diez años más tarde, en 1958. Se trata pues de un concepto venerable, con más de medio siglo de antigüedad.
La idea es lanzar cañonazos… atómicos. En dos palabras, la nave Orion se movería reculando contra la explosión de bombas de hidrógeno. Por lo demás, la idea de Orion es idéntica a la del trineo equipado con un cañón, si cambiamos las balas de acero por bombas H. Aunque los problemas técnicos que habría que resolver para implementar la idea no son triviales, ninguno de ellos parece intratable, lo cual quiere decir que la tecnología para viajar a las estrellas más cercanas no está fuera de nuestro alcance. De hecho, si hubiéramos seguido trabajando en la idea, Orion sería probablemente ya una realidad.
Pero, naturalmente, hacer explotar bombas de hidrógeno, aunque sea en el espacio, no es políticamente correcto, lo cual fue una excelente excusa para cancelar el proyecto, que se hubiera cancelado, muy probablemente, en todo caso. Y sí, lo habéis adivinado. Por razones económicas.
Pero las ideas no pueden cancelarse. Si alguna vez viajamos al espacio será con una nave propulsada de una u otra manera, por la fusión nuclear. Como en la clásica novela de Paul Anderson, Orion shall rise.
Mi amigo H me anota un «error de transcripción», se trata del punto de Lagrange, no de Laplace…
Una pequeña corrección: son los puntos de Lagrange.
Y si esto va con bombas H ¿No se puede poner la lanzadera encima de la Moncloa?
Tengo un libro titulado «¡Mire al fondo de las cosas!» de P. Makovetski, donde se plantean «problemas y preguntas bastante sencillos, a veces capciosos» para comprobar si se han asimilado ciencias como física, matemáticas, geografía, astronomía y otras.
El problema 24 se titula «Viajando a la Luna con velocidad de un coche». Resulta que las leyes de la física no impiden liberarse de las garras de la gravedad terrestre a una velocidad menor de la llamada velocidad de escape. Como dice el autor del libro: «las leyes de la mecánica celeste y las de la cosmonáutica no son una misma cosa».
Supongo que para el autor de este blog la explicación no tiene ninguna dificultad.
Por cierto ¿realmente los astronautas alcanzan la velocidad de 11.2 km/s?
Alcanzar la velocidad de escape no es fácil, pero todos los cohetes que se han mandado al espacio incluyendo los transbordadores espaciales con astronautas dentro (y los Apollo, 40 años antes) han alcanzado la velocidad de escape).
Por otra parte, si uno imagina una nave espacial diseñada para viajes en el sistema solar o más allá, lo normal sería (como cuento en el artículo) ensamblarla en el espacio, en el punto estacionario en el que la gravedad de la luna compensa la de la Tierra (punto de Lagrange o L2), de tal manera que no hay que gastar combustible para alcanzar la velocidad de escape.
Lo que quiero decir es que la velocidad de 11.2 km/s se supone que es para sacar de la atracción terrestre un objeto lanzado desde el suelo. Lanzado, es decir, con un solo impulso. Pero si se empuja constantemente hacia arriba no hace falta llegar a esa velocidad. Lo que pasa es que por cuestiones de eficiencia en la cantidad de combustible a emplear los cohetes se impulsan dándoles la velocidad requerida lo más rápido posible.
Como dice el libro: el modelo óptimo es un cañonazo, como en la novela de Julio Verne, pero eso es inadmisible debido a las enormes sobrecargas que experimentaría la tripulación.
No entiendo lo de la velocidad de escape, si g es una constante (porque supongo que la ley de la gravitación universal se puede despreciar si hablamos de unas decenas de kilómetros para salir al espacio) y aceleras a g x 0,01 (suponiendo que no hay rozamiento, si lo hay incrementas lo necesario) el tiempo t que sea, necesariamente escaparás de la órbita terrestre sí o sí, ¿no?