Érase una vez un diario hijo de la democracia española. Nacido, como otros tantos, en aquellos tiempos en que la Transición había doblado la esquina del siglo lozano en el paginado y la cuenta de resultados. Lectores, suscriptores y barandas de la publicidad habían ido ahormando el imponente aspecto de la hercúlea sede de El Punto, que así se llama el tabloide.
Cuentan los mayores que cuando aquel puñado de inversores y periodistas quisieron concretar la empresa redactaron un manifiesto fundacional con las intenciones más limpias, los objetivos más loables y las formas más exquisitas —no en vano venían de una dictadura que no habían podido o querido tumbar en 40 años—. Dicen, incluso, que hubo quien internamente comparó aquel pliego a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tan fetén le parecía.
La robusta salud de El Punto comenzó a resentirse al ritmo del mercado periodístico aunque, las cosas como son, de manera menos alarmante que la de la competencia. La caja disponía de líquido para un trecho y las deudas, aunque cuantiosas, no eran exigibles a corto plazo por los bancos. Cuentan que en El Punto los consejeros fruncían el ceño en cada reunión para después despedir el día en restoranes de estrellas de guía francesa.
En los comienzos del diario podía uno pasearse por la redacción danzando al son del repiqueteo de las Olivetti entre la espesa niebla de Ducados y habanos. Ya no. La desnaturalización del periodismo clásico no la trajo la entrada de los pecés, aunque ayudara, sino el cambio de la continua presencia de los profesionales en la calle por esa sedentaria espera de novedades que llevarse a la vista desde el navegador de Internet. El neoperiodismo apenas salía al encuentro de las noticias, los plumillas habían comenzado a aparcar su flacidez ante una pantalla que les escupía datos sobre los que moldear la realidad. Lo más grave del asunto era que si preguntabas en El Punto, nadie te sabía relatar con exactitud cuándo se había pasado de la acción a la recepción.
Los grandes eventos nacionales, las erróneamente denominadas ruedas de prensa de los políticos y las inanes comparencias de los futbolistas se cubrían, sí. Poco más. El paisaje había sufrido una reformulación de tal calibre que los más jóvenes quedaban prendados cuando los veteranos, acodados en la barra de un bar, relataban historias no tan lejanas en el tiempo y absolutamente propias de la profesión. El ejercicio del oficio, transformado por la fuerza, se hacía imposible; o al menos, las claves que habían hecho del mismo una referencia y una necesidad sociales se habían ido al garete.
Raro era el día en que El Punto no tenía las tres cuartas partes de su redacción ocupadas. Internet, el férreo control de gastos, la escasa especialización y el anquilosamiento en las estructuras superiores hacían de los periodistas hombres y mujeres agrisados cuyas únicas ventanas a la realidad eran la red de redes y un móvil lleno de contactos. El mal denominado periodismo de investigación —o sea, el periodismo— había quedado en manos de un pequeño reducto de profesionales a los que a cambio de no aumentar sus retribuciones se les daba carta blanca para ir y venir, viajar, pasar gastos y escribir reposadamente una escasa media docena de veces al mes. Gozaban de los mejores sueldos y apenas tecleaban. Equilibristas del cuentagotas.
La dirección, antaño dinámica y con la ilusión de encontrar la noticia antes que cualquier otro medio allá donde se pudiera producir, solo se arrastraba hacia dos vectores muy nítidos: no gastar y dirigir la realidad hacia el terreno en el que más cómoda y satisfecha se encontrara la esfera política hacia la que había decidido contentar. Cualquier otra cuestión la delegaba en el subdirector, los jefes de sección o los redactores jefe. El director era eso, un controller cuya calculadora y teléfono siempre trabajaban hacia arriba. Accionistas y políticos de un partido en concreto eran el punto de llegada y partida al mismo tiempo. Un diario, como cualquier empresa comercial, tiene su cuenta de resultados pero también una gran influencia social. Tanto en 1979 como ogaño el lector era consciente de que cada medio de comunicación inclinaba su sesgo hacia un pasto partidista, pero el caso del diario que nos ocupa —aunque no era el único— uno de los lados de la romana había caído a plomo sin remisión.
Las novedades no se contaban tal y como habían ocurrido, ya no. Si se sabía cuándo iba a ocurrir la noticia, la víspera o el mismo día se le dedicaba la portada pretendida. Se aupaba o despreciaba el asunto en cuestión a la espera de que el suceso deviniera cierto. Si la intencionada previsión acababa coincidiendo con la realidad, la tapa del diario del día siguiente era para verla… o salir corriendo. Si por el contrario El Punto no había conseguido atinar, se despreciaba el hecho acaecido o, si acaso, se las arreglaban para justificar el error culpando a quienes hubieran tenido la desfachatez de no circular por el carril debido. Así era.
Los periodistas, meros tecleadores y confiteros de una realidad prefabricada en los despachos, recibían muy precisas órdenes de sus inmediatos superiores y entre todos se maldecían por la falta de libertad, las lamentables condiciones, la pérdida del sentido del oficio o la cada vez mayor necesidad de visitar al terapeuta.
— Si al menos fuéramos capaces de llegar a fin de mes —repetían con hastío.
Mientras tanto, en las cocinas de los números las cuentas no cuadraban ni de lejos. A la terrible caída publicitaria del sector privado se unía ahora el corte del grifo institucional, el recorte de gastos necesario para que el déficit del país menguara. Horror.
Así que en esas estaba el inmarcesible director de El Punto con las cifras en caída libre, la credibilidad por el piso y la redacción trastornada. Acerca de él contaban quienes le trataban que su única obsesión consistía en alcanzar un puesto de lustre en el todavía mastodóntico entramado de los medios públicos; la libre designación en forma de dorado flotador. Se podría aducir que el capitán de la nave es siempre el último en abandonar cuando la misma zozobra, pero no. Los cuentos —y éste lo es— ya no se escriben así desde el accidente del Costa Concordia. Nunca más.
Los cuentos en 2012 surgen carentes de alma. Los escriben sus protagonistas principales y quien aquí firma sólo junta unas letras sin apenas poder permitirse fabular. Solo puede limitarse a dar fe de lo que el individuo de gris marengo quiere que ocurra; y lo peor de todo es que después de dejar su negociado como un solar, saben qué, puede que ni siquiera se lleve el gato al agua. Si es que aún hay gato y queda líquido elemento. Porque El Punto, ése sí, apenas da sus últimas bocanadas de truco o trato travestido de periodismo.
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Extensible también a tele y radio. Sí señor.
Bien descrito. Me gusta comprobar que desde fuera también era la impresión que me había dado. ¿Pero qué se puede hacer?
Cambiamos El Punto por el nombre del 90% de los diarios españoles y ya está su historia escrita. Sensacional.
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Muy bueno…recuerdos de tus alumnos de radio del año pasado…menuda sorpresa encontrarte en la jot down..enhorabuena!