El ministro de Hacienda y Administraciones Públicas, don Cristóbal Montoro, acudía ayer al Congreso de los Diputados para hacer entrega de los Presupuestos Generales del Estado, que a efectos escénicos y del flash presentó en un primoroso código de barras de quedarte tú allí mismo muerta en la bañera. Este código se denomina comúnmente QR, bidi o mejor todavía: datamatrix. En un irresponsable ejercicio de lo que no se debe hacer en periodismo, hoy en Jot Down vamos a hablar del código de barras y en ningún caso, pero es que ni siquiera remotamente, de los Presupuestos.
Y es que, vamos a ver. Esto no es, ni mucho menos, lo que prometió Mariano Rajoy. Porque prometió cosas, aunque no lo parezca. Hay quien dice que si el pepero discurso preelectoral para recuperar y salvar España S.A. no abundó en ideas concretas fue sencillamente porque no las tenían. Y hay quien, más allá, pone el hecho en continuidad con que Rajoy se haya pasado la legislatura que nos precede haciendo más trolling que oposición, las cosas como son, y lanzando al Gobierno de entonces unas réplicas que más que réplicas, parecían tuits. El silencio del Rajoy pre Rajoy le pareció a sus críticos, pues eso: silencio. Sin más. Se lo hubieran alabado, seguramente, de dedicarse Mariano a la poesía, donde el silencio se cotiza bastante más, o de ser Mariano Isabel Coixet o Won Kar-wai. Pero Rajoy, aunque a veces parezca que no, se dedica a la política. Y en política el silencio ni vende, ni gusta. Las ideas con que se ha criticado el mutismo que mantuvo el candidato Rajoy han sido muchas, incluso algunas muy elaboradas, pero partían todas de una noción básica, siempre en subtexto: la de que el líder del PP, querida amiga, es tonto.
Yo no lo creo. Honestly. Muchos detractores de Rajoy —y detractores así, a secas— olvidan que a diferencia del tonto histórico, el tonto contemporáneo se caracteriza porque grita y porque, por lo general, goza del aplauso social cuando lo hace —el aplauso, en el fondo, es otra forma de grito—. Conozco gente, en el sentido 2.0 de la noción conocer gente, dispuesta a aplaudir accesos de estupidez tal que este, por ejemplo, mientras a Rajoy le critica su inclinación por llegar, soltar sujeto, verbo y predicado, e irse echando leches por donde ha venido. Seguramente la cosa no vaya ni de lo uno ni de lo otro, claro, pero por higiene, miren, aunque sólo sea por priorizar y por pura estética, de momento yo me quedo con lo segundo.
Mariano Rajoy, que hoy abandera la austeridad, la discreción y esa cosa tan falaz a la que llaman tecnocracia, ha vehiculado con sus silencios precisamente ese tipo de ideas. Adrede, quiero decir. Completamente a propósito. Nos ha trasladado la tesis de que el PSOE, en lugar de estar a lo que hay que estar, se había enmarañado en un pandemonio de leyes de memoria, alianzas de civilizaciones y educaciones para las ciudadanías. De que hacía una política manierista, del detalle y la anécdota, profusa, abundante y con horror vacui, y de que se había enrocado sobre su propia ideología hasta ejecutar zapatiestas que del tolerable barroco habían pasado a un rococó imperdonable. Y Mariano, con su silencio, nos prometió la salvación neoclásica. Es un impepinable de todos los tiempos —o un hashtag humano, si me permiten la popez, y no deberían permitírmela— que nuestras pulsiones oscilan, por acción y reacción, entre lo mucho y lo poco. Que al Rococó le sucede el Neoclásico y que a todos los ochenta les llegan sus noventa. Y Rajoy entendió, o eso parecía, que en su lapso en el gobierno del mundo le iba a tocar ser el Mozart de Händel, por ejemplo, o el Machado de Rubén Darío. No nos lo ha dicho así, claro, porque un político no puede salir a la palestra a decir hola, vengo a ser el Mozart de Händel. Pero ha sostenido una efectiva campaña de lluvia fina con la tesis subyacente de que el horno de España no está para los bollos de Zetapé y de que él viene a abanderar la entropía. A recortar de donde hay que cortar, a desterrar por siempre la floritura y a llamar, porque alguien tiene que hacerlo, al pan, pan y al vino, vino.
Pero no, mira. Cuando recién superamos los cien días de su imperio, Montoro se nos planta en el Congreso exhibiendo con orgullo lo último y más novedoso en filigranas porque sí; el datamatrix. Tachán. Es un detalle, claro está. Una chuminada. Y no es lo que más importa con la economía a punto de nieve y teniendo como tenemos a los otros nazgûl practicando la redefinición de lo social, el uno, o flagrantes e impunes ejercicios de los nepotismo, las otras. Haciendo el tipo de cosas que tanto nos gustaba aducir al pajinismo, el bibianismo y al amaricone socialista, en resumen, en nuestra ilusión de que los unos y los otros no son dos versiones de una misma cosa. Pero lo de Montoro, sin ser lo más relevante, es lo más significativo.
Hubiera sido elocuente, poniéndonos en supuestos y cerrando con esto la égloga, que el ministro llegara, saludara a la concurrencia, nosdías, nosdías, y procediera sin más dilación a ruegos y preguntas, aduciendo, si preguntado, que si no posa gilipollasmente con un pen drive en la mano es sencillamente porque este ministro de España, eh, no tiene el chichi para farolillos. Se conoce, por el contrario, que algún estratega —con máster y MPP, me imagino, y preposición entre apellidos— le ha recomendado el fire with fire, como a Scissor Sisters, y plantarse en las puertas del Congreso con un código QR pegado a una cartulina. La perfecta solución de continuidad para aquel experimento con gaseosa que fue presentar los Presupuestos Generales del Estado en una memoria flash a la que seguirá, aventuro, presentarlos en una suscripción a Dropbox —los de 2013—, presentarlos en un procesador computacional cuántico —los de 2014— y presentarlos en uno de esos lingotes de cristal que tenía Supermán en su Fortaleza de la Soledad —los de 2015—. Todo con tal de estar bien updated, lógicamente, y sincronizados con lo nuestro. A ver si se van a pensar los mercados que es que no somos modernos.
Es decir: que también son tontos.
GH, si eso es lo peor, que parece que se esfuerzan en ser todos igual de tontos, y si no que se lo pregunten a El País con el golpe de estado en Portugal: la tecnología, por mucho que se les llene la boca con ella, para ellos (cuanto más arriba, más ‘ellos’) no es más que un ‘mirad como molo’, pero a las primeras de cambio meten la pata, como ayer con lo de twitter y Portugal, y ejemplos hay miles, y entonces hay que censurar, controlar y regular la tecnología. Todo hecho, por supuesto, por alguien que desde el principio nunca la ha entendido.
Creo que la primera intención del Gobierno era subirlos a Megaupload, pero no ha podido ser…
80´s – 90s… Rajoy es nuestro Cobain que ha llegado para barrer a los Poison/Zapateros…
Aunque la comparación es quizás exagerada, Rajoy no creo que consuma heroina (aunque tampoco puedo asegurarlo) y Poison por lo menos eran graciosos.
Claro que una Courtney Love de primera dama no estaría mal
Pingback: Rubén Díaz Caviedes: El datamatrix de Montoro y la salvación neoclásica
Magnífico artículo. Muy bien escrito. Me ha sorprendido. Gracias y enhorabuena.
Ayyy, pero qué bien escribe usté, que es que es un grande de España (2.0, O-BVIO…)