Hay lugares agitados y bulliciosos. Y luego está Estambul. Por cuestiones geográficas y culturales, los que la han venido visitando han construido de Estambul la imagen de un enorme monstruo siamés de dos cabezas. Una cabeza pendiendo hacia Europa, otra hacia Oriente. Con la ciudad luchando por lubricar dos continentes y dos civilizaciones. Esa dicotomía debería ser su identidad sentimental.
Pero un hombre lleva treinta años dejando muy claro que a Estambul, y a los que viven en ella, les importa un rábano Occidente, Oriente y la tarea de lubricar continentes. Ese hombre, de 1,89 de estatura, es Orhan Pamuk, premio Nobel de Literatura en 2006 y principalmente el cronista de Estambul desde que dejó de estudiar arquitectura para encerrarse a escribir. Todas sus novelas, hechas en un estudio frente al Bósforo en el barrio de Cihangir, han tenido a Estambul como protagonista. Mientras tanto, Pamuk se ha convertido en una celebridad, como lo constata el hecho definitivo de que de vez en cuando su nombre aparece en los periódicos por sus acompañantes de cama. No hace mucho una pintora, Karolin Fişekçi, anunció que tenía un “amor inesperado” con Pamuk. Él, que mantiene una relación con la escritora india Kiran Desai, dijo no conocer casi de nada a esa mujer.
Pamuk, a lo que vamos, lleva treinta años desmintiendo en sus novelas que la división de Estambul sea una cuestión de Occidente y Oriente. La división es entre el pasado y el presente. Son las cenizas del imperio otomano las que definen sentimentalmente a una ciudad que no se occidentalizó por ningún afán europeísta, sino por librarse de sus recuerdos imperiales. Pamuk explica que fue como tirar las fotos de una amante que se ha muerto, para librarse —sin éxito— de la amargura, “el sentimiento básico e inevitable que ha dominado en Estambul en los últimos 150 años”.
Estambul añora su supremacía. En esta amargura genética mucho tienen que ver profecías como la que hizo Gustave Flaubert. Antes de escribir Madame Bovary, Flaubert se fue de viaje iniciático a Oriente. Llegó a Estambul en 1850 para quedarse alrededor de cuatro meses, aunque se marchó mucho antes porque no encontró en la ciudad el orientalismo pintoresco que buscaba. Además, sus días en Estambul se vieron alterados por las seis úlceras sifilíticas que le aparecieron en el pene. Antes de marcharse pronosticó que la ciudad sería la capital del mundo cien años después.
La profecía de Flaubert sucedió justo al revés. Cien años más tarde, 1950, y hasta la actualidad, Estambul ha vivido en una situación periférica, con el recuerdo perenne de lo que fue, de lo que pudo haber sido y de lo que finalmente no es. Este efecto se ha visto acrecentado por dos hechos. Primero, la percepción de que para los europeos Estambul es demasiado oriental, y para los orientales, demasiado europea. Y segundo, por los vaivenes económicos del país, hoy liberal, ayer autárquico, que ha venido embozando el potencial natural de la ciudad.
Respecto a ese 1950 sobre el que profetizaba Flaubert, la población actual de Estambul es unas 10 veces mayor. Gran parte del repentino crecimiento lo concentran inmigrantes que llegan del interior de Anatolia y van ensanchando barrios hasta el colapso. Viven en Estambul dando la espalda a Estambul. Como cuenta Pamuk: “hay niños de Estambul que llegan a los diez años y todavía no han visto el Bósforo”. Y luego están los miles de kurdos, que abandonan su pueblo para llegar a la capital histórica de su “opresor”, instalados en barrios pobres y descolgados, como Zeyrek.
En la última década, sin embargo, la ciudad está recobrando cierta efervescencia. Tiene mucho que ver que, tras las crisis devastadoras de 1999, 2000 y 2001, Turquía haya vivido una década de pleno crecimiento, coincidiendo con el gobierno islamodemócrata del AKP, triplicando el PIB en seis años y pasando de un crecimiento negativo del -7,5% en 2001 a un crecimiento mantenido en torno al 6,5%.
Los crecimientos repentinos (qué se le va a decir a España…) suelen traer como acompañante cierto regusto por el derroche y la megalomanía, que en el caso de Estambul se manifiesta muy claro a través del fútbol, normalmente un buen condensador de los estados emocionales de una ciudad. Los tres principales equipos de Estambul, Fenerbahçe, Beşiktaş y Galatasaray llevan unos cuantos años de frenéticas inversiones, con una ristra de fichajes tan errados como caros, contagiando también a sus secciones de baloncesto. Basta recordar el excéntrico fichaje de Allen Iverson por el Besiktas. Iverson estuvo en Estambul más o menos lo mismo que Gustave Flaubert. Su experiencia, penes al margen, fue parecida.
El club que me resulta más entrañable es el Fenerbahçe, lleno de historias absurdas, como cuando boicotearon a McDonald’s porque sus colores rojo y amarillo coinciden con los del Galatasaray. Desde el año pasado el presidente del Fenerbahçe está en la cárcel. Es Aziz Yıldırım, un constructor al que se le ha comparado con Florentino Pérez, aunque se parece más a Jesús Gil. Yıldırım está acusado de amañar partidos en un caso en el que está imputada media Turquía. Coincidiendo con este episodio de amaños estructurales, en diciembre pasado el Parlamento turco decidió rebajar la pena máxima por delitos de amaño de doce a tres años. El fútbol por encima de las leyes. También aquí.
Políticamente Estambul ha tenido mucho que ver en la consolidación del islamismo moderado del AKP (de Erdoğan) como partido de gobierno. Turquía es un país de unánime identidad musulmana, con el islamismo suní como cemento social. Pero, sin embargo, es un país laico.
A un lado, el kemalismo, representado por el CHP, el partido que se “inventó” Kemal Atatürk para fundar en 1923 la República de Turquía. Son nacionalistas laicos, han copado históricamente las elites y cuentan con el aval perpetuo del Ejército. Clase media-alta de zonas urbanas. En los últimos tiempos afectados por constantes casos de corrupción.
Al otro lado, el islamismo político del AKP, por tradición excluido de las elites y cercados entre la clase media-baja de ciudades pequeñas en entornos rurales.
Pero todo cambió bastante, en parte, por la inmigración. La población de la Anatolia profunda, llegada a millones a Estambul, ha venido siendo el granero del AKP, y una masa volteadora que ha ayudado a que por primera vez en la historia de la República el islamismo político gobierne, ocupe puestos en grupos de prestigio hasta ahora reservados como cotos a los turcos laicos, y tenga un discurso más europeísta que el kemalismo. Paradojas de un país políticamente casi indescifrable.
Este bipartidismo social, sin embargo, está engarzado por una condición que les iguala: el nacionalismo. Un nacionalismo sin matices. Furioso. Que tiene mucho que ver con la forma con que se creo la República o se produjo la “turquización” de Estambul. Limando las minorías y promoviendo algo parecido a una limpieza étnica.
Hay un episodio suficientemente llamativo para ilustrar esta historia. Los disturbios de Beyoğlu del 6 y 7 de septiembre de 1955. Beyoğlu era un barrio comercial, en el lado norte del Cuerno de Oro, repleto de minorías y tiendas de todo tipo. El gobierno griego aumentaba la presión en Chipre cuando una bomba estalló en la casa donde nació Atatürk, en Salónica. Desde Taksim, hoy el epicentro de todas las concentraciones ciudadanas de Estambul, partió una turba de gente con sed de venganza. Fueron saqueando y quemando todos los establecimientos y coches sospechosos de no ser puramente turcos. La avenida principal de Beyoğlu, Istiklal, quedó cubierta de coches tumbados, pedazos de ropa y vajillas de porcelana en mil trozos. Arrasada por una tormenta de odio contra griegos y otras minorías que azuzó el propio gobierno.
Otro caso de odio ultranacionalista es el asesinato del periodista turco de origen armenio Hrant Dink, defensor de la memoria de los miles de armenios asesinados sistemáticamente por Turquía, y abatido a tiros en 2007 en las calles de Estambul. Desde entonces Orhan Pamuk, amigo de Dink, ha pasado algunos períodos de obligado “descanso” en Estados Unidos.
Volvemos a Beyoğlu, en el pasado un cobijo comercial de minorías, de traficantes de opio y gángsteres, entre cines y burdeles. Su imagen se ha regenerado por completo y hoy es un pujante hervidero cultural. Perforado por la avenida Istiklal, que conduce desde Gálata a la plaza Taksim. Lo más parecido al SoHo que hay en Estambul.
Estructuralmente, la ciudad es como una vasija caída y rota en tres subcontinentes, llamados en su formación Constantinopla, Gálata y Scútari. Al sur del Cuerno de Oro, Constantinopla, la ciudad original, donde Santa Sofía y la Mezquita Azul se desafían. Al norte, Gálata, donde se sitúa Beyoğlu y por donde la ciudad más ha madurado. Y al este, Scútari, el área asiática, hasta los 80 formada por pequeños núcleos diseminados, y desde entonces creciendo hasta albergar ya a un tercio de la ciudad en un entorno menos bullicioso que el sector europeo.
Entre el oeste y el este aparece el Bósforo. En turco, garganta (Boğaz). El verdadero hilo conductor de Estambul. Para Pamuk, es el Bósforo quien le da las ganas de vivir a la ciudad. Al igual que las mansiones al pie del Bósforo (los yalış) servían de evasión para las clases altas asfixiadas por un centro antiguo “atestado y derrotado”.
Sobre el Bósforo hay cientos de leyendas, como el rumor con visos de realidad de que espías americanos tenían un chalet sobre una colina, desde donde fotografiaban a los barcos comunistas que recorrían el estrecho.
El Bósforo ha presenciado cientos de accidentes, relatados con precisión de voyeaur por Orhan Pamuk en su libro Estambul. Como cuando el carguero Peter Zoranich, que iba desde la Unión Soviética hacia Yugoslavia cargado de once toneladas de queroseno, chocó con el carguero griego World Harmony. El petróleo del Peter Zoranich estalló. Los marineros se abrasaron o se lanzaron al agua, y los dos barcos, convertidos en bultos de fuego, comenzaron a avanzar sin rumbo por el Bósforo estrellándose minutos después contra el barco de pasajeros Tarsus, que también ardió. Los residentes en las viejas mansiones de las orillas salieron corriendo ante el peligro de incendio. Y el cielo de Estambul se volvió rojo fuego.
Como cuando el mercante Arhangelsk, de 5.500 toneladas, se dirigía de un puerto ruso a Cuba en una noche de septiembre con niebla, y acabó en la sala de estar de una mansión, matando a tres personas.
O como el Rabunion, un barco libanés que en 1991, cuando venía de Rumanía con veinte mil ovejas, colisionó contra el carguero filipino Madonna Lili. Casi todas las ovejas acabaron muertas en el agua.
Normalmente el Bósforo es menos cruel. Volver a la ciudad navegando por sus aguas al atardecer, viendo el cuerpo de Estambul iluminado por los últimos fogonazos del sol, reconcilia con un lugar que no es Oriente ni es Occidente, sino todo lo contrario.
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Estambul es todo eso y mucho mas. Estambul es la «ciudad». Anarquica, acogedora, asfixiante…
Byzantium, Nova Roma, Κωνσταντινούπολη, Miklagard, Tsargrad, Estambul. Estambul es todo eso y más.
Me gusta este tipo de descripción urbana, alejada de los tópicos de las guías de viajes y de la mayoría de blogs que aparecen en prensa.
He visitado Estambul en tres ocasiones y he vivido en Ankara dos largas temporadas. Y coincido, punto por punto, en la descripción de este artículo. Incluso hasta en las descripciones de Orham Pamuk, pese a que poseen cierta depresión intrínseca que hace que el cielo parezca más gris de lo que puede llegar a ser habitualmente.
Vivo en Estambul y me ha parecido un texto muy lleno de tópicos, que se queda en la superficie de una ciudad cuyas profundidades te pueden asfixiar o embriagar. El ansia por el crecimiento económico insostenible aquí supera al que vivimos en España. Eso, unido a la gran frustración general que se respira en las calles de Estambul, hace que esto sea un polvorín. Veremos si el nacionalismo de la mayoría es suficiente para mantener unida a esta sociedad cuando lleguen mal dadas.
¿Triplicando el PIB en seis años? ¿?¿?¿?
Once toneladas de queroseno me parecen muy pocas para un carguero. ¿No serán once mil?
Todo el articulo és un (mal) refrito del libro de Pamuk «Estambul, ciudad y recuerdos»…
Hasta el gazapo de las «once toneladas de keroseno» del petrolero está copiado literalmente del libro.
un buen artículo… pero el libro del que bebe es mucho mejor
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