Mi fama no decaerá nunca. Quiero decir que durará hasta cuando yo quiera. Siempre tendré bastante talento para poderla renovar continuamente. (Marlon Brando)
Como ocurre en todas las obras maestras, el artífice nunca debió estar allí. Cada vez que Coppola lo nombraba, un directivo de la productora saltaba del sillón: “Si vuelves a pronunciar su nombre, te vas”. Hasta que intervino el presidente de la Paramount, Charles Buldhorn, más templado: “Marlon Brando nunca aparecerá en esta película”. Esa frase está en el guión: la pronuncia Jack Woltz, el todopoderoso productor que le grita a la cara a Tom Hagen: “Johnny Fontane nunca aparecerá en esta película”. Fontane, como Brando, aparece. Lo interpreta Al Martino, un crooner de Las Vegas al que Coppola no quería ver ni en pintura; tras intentarlo el propio Martino por las buenas, el capo Russ Rufalino presionó debidamente a los productores y Martino, como su personaje, estuvo en la película. En lugar de una, Coppola debió meter tres cabezas de caballo en la cama de Woltz: la de Don Vito, la de Rufolino y la de él en guiño majestuoso a su jefe de la Paramount.
Finalmente la productora abrió un poco la mano: le trasladaron a Marlon Brando una oferta que nunca podría aceptar. Entre las condiciones, la de no faltar un día al rodaje o trabajar por el salario mínimo. Brando había iniciado su particular camino de vuelta. Descreído y ensimismado, se llegó a decir que había empezado a engordar para escapar de sí mismo. Era un mito del cine que abominaba hipócritamente de Hollywood, al que prestaba servicios tres meses para vivir un año. Su agente, Alice Marchak. le había pasado el libro de Puzo que se negaba sistemáticamente a leer. Hasta que un día Marchak llegó a su casa y se lo encontró con un bigotito mafioso: “¿Qué tal me queda?”. Coppola se lo encontró abandonado, con el pelo largo y pinta de surfero. Antes de que se diese él la vuelta y se rindiese ante la Paramount, se la dio Brando en una baldosa: a sus espaldas se atizó el pelo recogiéndoselo con poco de queso y se incrustó en la mandíbula servilletas de papel. Cuando comenzó a hablar con el acento de Frank Costello Coppola tenía delante a Don Vito Corleone, el patriarca mafioso que había imaginado Mario Puzo.
Así fue como de repente la leyenda Marlon Brando, que había rodado Un tranvía llamado Deseo, La ley del silencio, Viva Zapata y Julio César antes de los 36 años, y recogido un Oscar, se avivó en los 70 de una manera que hizo temblar la industria: El Padrino, Último tango en París y Apocalipsis Now. Su reino no era de este mundo. “Es uno de los hombres más brillantes e inteligentes que he conocido, pero apartándome de él como actor es, a la vez, un niño y nada puede ser más frustrante que un niño prodigio”, dijo Coppola. La jugada la repitió en el rodaje de Apocalipsis Now. Se esperaba al delgado coronel Kurtz y Brando emergió en medio del equipo como una vaca y la cabeza rasurada al cero. Hubo histeria, gritos e insultos hasta que Brando se recostó y empezó a hablar en trance. Como había ocurrido con Vito, el actor logró no meterse en la piel de nadie, sino inventarlo: convertirse, literalmente, en otra persona. “Ese proceso de transfiguración dialéctica ocurre muy pocas veces, y es exclusivo de lo que Manny Farber llamaba ‘arte termita’, cuyo rasgo peculiar es el de ‘avanzar devorando siempre sus propias fronteras’ sin otro objeto que el de ‘fagocitar los confines inmediatos de su actividad y convertir dichos límites en el requisito de nuevos logros’. No se trata tanto de que el actor se muestre dúctil y maleable, a fin de asumir personalidades diferentes, como de que termine por vampirizar a sus propias creaciones. Por eso Kowalski, Marco Antonio, Vito Corleone, Paul y Kurtz son máscara y carne al mismo tiempo, puro artificio y vísceras palpitantes”, escribió Carlos F. Heredero en El Cultural. Brando, dijo Elia Kazan, tenía el método, pero no era el Método. “Cuando interpreto me transformo. Me quema dentro una especie de fuego, una especie de delirio. Y me siento fuerte, feroz como un león”.
La primera imagen de El Padrino es una pantalla en negro y unas palabras: “I believe in America”. A partir de ahí la metáfora ya sólo se engrandece. Está Brando sin estar hasta que mueve una mano ordenando que se le lleve a Bonasera un pañuelo. En apenas unos segundos el “Creo en América” se convierte en un “La justicia nos la hará Don Corleone”. La mafia, dijo Coppola, son los Estados Unidos: dos organizaciones benéficas que tienen las manos manchadas de sangre para poder seguir siéndolo. Brando aparece media hora, y en todos esos minutos salpica la trilogía al punto de que una de sus mejores apariciones es al final de la segunda parte, cuando la familia se reúne en la mesa para cenar el día de su cumpleaños: salen todos a recibirlo a la puerta, porque él no está en esa película, y se queda sentado Michael. La familia va a abrazarse al patriarca mientras el hijo pequeño medita en la mesa: acaba de anunciarle a sus hermanos que se alistará en el Ejército y sólo Fredo lo ha apoyado. Dieciocho años después lo matará.
Brando llevaba peso en los zapatos para arrastrarse con más intimidación. El gato no estaba en los papeles y Brando actúa como si tampoco lo tuviese en el regazo. Lo cuenta James Caan: cualquier otro con un gato en las piernas no podría evitar que el animal se convierta en el centro de atención, pero Brando llega al punto de limpiarse los pelos del animal, en un gesto brevísimo, al levantarse de la silla. Todo lo que hizo fue seducir al gato hasta mimetizarse con él. Repitió aquello más veces en su vida, una de las últimas cuando acudió a su casa un joven periodista acompañado de su novia, una rubia despampanante. En mitad de la entrevista el viejo Brando comenzó a amansar a la chica interpretando con el cuerpo y la mirada, y ella acabó arrastrándose al sillón hasta sentarse encima de él mientras ronroneaba con sus caricias: “Si me llega a pedir que hiciese el amor con él, lo hubiera hecho”, dijo al salir de casa. La atmósfera que consigue en la primera escena de la película, el juego de iluminación, las sombras que se precipitan desde su mirada, responden solas a la insistencia de Bonasera en pagarle por un asesinato. Es ese magnetismo que rodea a don Vito el que convierte la frase del funerario en una declaración de guerra. Hasta Hagen, asombrado, deja su copa sobre la mesa. “¿Qué he hecho yo para merecer tan poco respeto?”, se lamenta el Padrino.
La capacidad de actuación del genio lo convertía en alguien más grande que la vida. “Me encantaría que colgaran un retrato mío en la luna y que desde allí observara el Universo con la misma superioridad con que he mirado siempre el mundo, y me reiría eternamente”, diría después. No hay un plano desperdiciado en El Padrino que lo desmienta. El rastro de su presencia se alarga hasta el momento en que parece descabezarse Michael sentado en Sicilia al final de la trilogía. Su tránsito en pantalla es magistral. El derrumbe interior que se produce al comunicarle Hagen la muerte de Sonny (“consigliere mío”) dejó alucinado al propio Duvall: expiró ante sus ojos, un movimiento apenas perceptible con el cuerpo. Como si se le hubiese reventado el alma.
Al poco de entrar en Actor’s Astudio Stella Adler propuso a los alumnos interpretar a gallinas que hubiesen descubierto una bocina en el corral. Todos comenzaron a aletear de un lado a otro pero Brando se subió a un armario y permaneció allí quieto. Adler le preguntó qué hacía: “Soy una gallina, no tengo ni idea de lo que es una bocina”. Diluyó el dinero, que despreciaba, hasta acabar viviendo gratis en una casa que Jack Nicholson le compró (aunque se cuidó de dejar en testamento 22 millones de dólares para señoras y vástagos), amó a más mujeres de las que pudo recordar y levantó bandera una y otra vez por los desfavorecidos y causas perdidas. Su Oscar por Vito Corleone lo recogió una joven que intervino en la gala para criticar el trato que se le daba a los indios en la industria del cine. Años después, Sacheen Littlefeather, como se hacía llamar la chica, contaría que mientras hablaba vio a un lado del escenario al personal de seguridad tratando de detener a un encolerizado John Wayne. “Hay que vivir de cualquier manera”, dijo una vez. Me gusta recordarlo en esta respuesta insólita a la pregunta de qué es la interpretación, que por lo demás consideraba el oficio más estúpido sobre la tierra. Lo que le convierte en el estúpido más grande de la historia.
Pingback: Manuel Jabois sobre Marlon Brando: Más grande que la vida
Genial Brandon y genial usted por contarnos esta historia.
Amo a Brandon y le amo a usted aunque no recuerde porqué ;)
¿Quién?
Una delicia de lectura. Gracias
«a sus espaldas se atizó el pelo recogiéndoselo con poco de queso »
cómo se atiza uno el pelo? y más difícil aún, cómo se atiza uno el pelo con poco queso?
atusar quizá?, lo del queso sigue siendo un misterio……
Esa frase fue la más difícil. De hecho olvidé hasta una preposición. Pero está muy pensada de Dios.
Muy bien, pero que muy bien. Ha transmitido el espíritu Brando de una forma emocionante.
Pingback: Marlon Brando: Más grande que la vida | MI CLAN AMIGO
Algo me dice que la novia del periodista se habría acostado hasta con el perro de Brando… o de cualquiera.
No olvidemos a Brando en ‘La Jauría Humana’ (1966), una actuación soberbia. Gran texto, que en poco, muestra el carácter de uno de los mejores actores que ha dado el Siglo XX. Mi enhorabuena.
Algo que no se cita en el artículo es el hecho de que esas tres memorables interpretaciones de los años 70 las hizo Brando sin memorizar una sola línea. En el caso de «El último tango en París» («Todavía no sé de qué iba esa película», decía) y «Apocalypse Now» todo lo que vemos en pantalla es improvisado, dado que ni Coppola ni él tenían muy claro lo que iban a hacer. En «El Padrino» leía notitas con las líneas de texto que se camuflaba donde podía. En películas posteriores perfeccionaría el «método» utilizando auriculares y una grabación o bien a una asistente que iba «susurrándole» sus intervenciones. Él decía que así sonaba más «espontáneo» y que parecía en cámara que se le había ocurrido en el momento. Alguien pudiera pensar que era pura negligencia y desinterés por el oficio que ya no apreciaba. Es un misterio porqué una persona consigue sin esfuerzo y hasta con desidia aparente interpretaciones que quedarán en nuestra memoria para siempre, mientras que otros actores que trabajan duro no llegarán ni siquiera cerca de eso nunca por más que lo hagan. Leyendo «Las canciones que mi madre me enseñó» (la autobiografía de Brando), tengo una impresión tipo «Amadeus»: que Brando era un ser excepcional, pero en muchos aspectos muy vulgar, al que la Divinidad concedió graciosamente el don de un talento sobrenatural. A diferencia del Amadeus de la película o la obra de teatro, sin embargo, Brando, siendo muy Brando en esto, no sentía ningún amor por su propio arte.