Al fin dimos con la playa de mis eternas fantasías tropicales. Estaba adecuadamente flanqueada por cocos y por barcas pesqueras de madera, ancladas. Acuclillado al borde del mar había un hombre, seguramente atareado en alguna vieja costumbre popular marinera. Me acerqué con el saludo en los labios. El hombre, al advertir súbitamente una presencia extraña, se volvió con una mirada de horror, se cubrió las vergüenzas y salió a toda velocidad. Entonces descubrí cómo eran allí los inodoros.
Nigel Barley es, en mi opinión, el mejor antropólogo inglés contemporáneo. Que sea el único que conozca en tal categoría no le resta mérito. El pasaje arriba citado pertenece a su libro No es un deporte de riesgo —recientemente publicado en castellano— en el que relata con mortificante sinceridad todas y cada una de las situaciones embarazosas en las que se vio envuelto durante su trabajo de campo con la tribu de los Toraja, habitantes de la isla indonesia de Célebes. Embarazosas… desde su punto de vista, claro. Puesto que la presencia de un extranjero y sus intentos de adaptarse a las costumbres locales fue, para los nativos, un motivo constante de diversión a su costa.
Resulta curioso comprobar como en sus anteriores El antropólogo inocente y Una plaga de orugas su investigación y convivencia con los Dowayo, en pleno centro de África, provocó exactamente la misma reacción. No hay nada como ser extranjero para que se rían de ti. ¿Por qué?
La explicación inmediata es que esos salvajes tercermundistas son todos unos cabrones esquinados. Suena convincente, sí, y sin embargo… qué fácil resulta imaginarse en su lugar sonriendo al ver a este hombre blanco imitar torpemente el idioma y las destrezas cotidianas que uno adquirió desde pequeño, contemplarlo vulnerar con toda ingenuidad tabúes y leyes no escritas que damos por tan sólidas e incuestionables como las leyes físicas.
Una de las claves del humor es subvertir el orden establecido: ya sea poniendo arriba lo que está abajo y al derecho lo que estaba del revés, quebrando la lógica de las cosas (“en mi antiguo vecindario algunas noches no podía dormir por el sonido de los disparos. Siempre provenían del interior de casa”) o jugando con la polisemia de las palabras atribuyéndoles el significado que no corresponde al contexto, como cuando alguien dice “siempre guardo una muda en el armario para echar un polvo sin que nos oiga mi mujer”. El humor es, en definitiva, una interpretación de la realidad discordante, inhabitual. Y eso es precisamente lo que hace con desconcertante frecuencia quien aún no ha podido familiarizarse con las convenciones sociales del lugar al que acaba de llegar. Ya sea la tripulación del Enterprise en un viaje en el tiempo al planeta Tierra de finales de los 80:
Un médico neoyorkino recién instalado en un pueblo remoto de Alaska, Paco Martínez Soria de visita en Madrid desde algún pueblo perdido, un negro de clase baja yéndose a vivir a Bel-Air, un ejecutivo americano en un pueblecito escocés donde su compañía petrolífera quiere hacer negocio (descripción que corresponde a Un tipo genial, sencillamente imprescindible), un jardinero con ciertas limitaciones intelectuales que sale al mundo tras décadas de aislamiento en una mansión, una joven norteamericana preparando una tesis en Sevilla durante el franquismo, unos viajeros en el tiempo que llegan al presente desde la Edad Media, un periodista kazajo recorriendo Estados Unidos… Son tantos los ejemplos que pueden enumerarse que parece que el 90% de las comedias consisten sencillamente en situar a alguien en un entorno que le es ajeno y esperar a que estalle el conflicto. Por eso también la percepción del mundo de los niños pequeños suele ser tan graciosa, al fin y al cabo, son pequeños alienígenas recién aterrizados en nuestro mundo.
A menudo una carcajada suele ir precedida de un poso de inquietud, como si la risa fuera el equivalente psicológico al acto reflejo de agitar los brazos cuando perdemos el equilibrio. Es la manera en que reaccionamos ante algo que nos desconcierta. Por ello la irrupción del extraño nos hace gracia e inmediatamente se convierte en objeto de mofa al que señalar, pero también nos provoca desasosiego. Tal como dice Savater, en dicho momento “el espejo del prójimo ya no me devuelve la imagen que tengo interiorizada como la única que corresponde al ser que compartimos sino algo inquietantemente diverso, una posibilidad distinta y aún inexplorada. Y brota la turbadora pregunta: ‘Si ellos pueden vivir con nosotros sin ser como nosotros, ¿Por qué nosotros tenemos que ser como somos?‘”
Así que el alienígena, bien con su mera presencia a nuestro lado o expresándonos su visión de nuestro mundo, puede llegar a hacer que nos lo replanteemos. Inicialmente nos divierte su excentricidad, sí, pero al mismo tiempo también nos obliga a tomar conciencia de lo que hasta ese momento era simplemente algo inamovible, en cuya razón de ser nunca habíamos reparado. ¿Por qué ducharnos a diario cuando al sentarse en el metro a nuestro lado esa persona de apariencia tan exótica demuestra contundentemente a nuestro olfato que no comparte nuestra costumbre? Vaya, este ejemplo ha sido muy desafortunado. Pero creo que se entiende lo que quiero decir. El extrañamiento ante lo cotidiano, ese “pensar fuera de la caja” según la expresión anglosajona, opuesto a nuestro fuerte impulso como seres sociales hacia la unanimidad de criterios, ha sido desde siempre el principal acicate de la filosofía. En su En busca del tiempo perdido Marcel Proust dejó escrito que “el único viaje auténtico, el único baño de juventud, no consiste en ir hacia nuevos paisajes sino en tener otros ojos, ver el mundo con los ojos de otro, de cien otros, ver los cien mundos que cada uno de ellos ver”.
Extranjeros, niños e intelectuales parecen por tanto tener una misma labor de zapa —sean más o menos conscientes de ello— por lo que estos últimos cuando han querido criticar tal o cual aspecto de la sociedad de su tiempo a menudo han recurrido a describirla desde el punto de vista de alguien llegado de fuera. Un recurso que reforzaba su comicidad y daba más libertad al autor que empleando su propia voz.
Un ejemplo de ello es El Diablo Cojuelo, un clásico de la literatura española de comienzos del siglo XVII, atribuido a Luis Vélez de Guevara. Un autor del que sabemos que estuvo “casado tres veces con grande acierto” y murió “de unas calenturas maliciosas y un aprieto de orina a 10 de noviembre, año de 1644”. Escrito en una época en la que nuestro glorioso imperio entraba en decadencia, nos muestra a través de los ojos de un pequeño diablo que sobrevuela el cielo madrileño —junto al estudiante que lo ha liberado de su cautiverio— un retrato mordaz de los vicios e hipocresías de la época. Así, a vista de pájaro y observando a través de los tejados como si hubieran sido levantados como una tapa, el lector ve desfilar a la fauna humana en todas sus miserias:
“mira, allí está pariendo Doña Fáfula, y Don Toribio, su indigno consorte, como si fuera suyo lo que paría, muy oficioso y lastimado; y está el dueño de la obra a pierna suelta en esotro barrio, roncando y descuidado del suceso (…) acompáñame a reír de aquel marido y mujer, tan amigos de coche, que todo lo que habían de gastar en vestir, calzar y componer su casa lo han empleado en aquel que está sin caballos agora, y comen y cenan y duermen dentro dél, sin que hayan salido de su reclusión, ni aun para las necesidades corporales, en cuatro años que ha que le compraron (…) Pero vuelve allí los ojos, verás cómo se va desnudando aquel hidalgo que ha rondado toda la noche, pues quitándose una cabellera, queda calvo; y las narices de carátula, chato; y unos bigotes postizos, lampiño; y un brazo de palo, estropeado; que pudiera irse más camino de la sepoltura que de la cama. En esotra casa más arriba está durmiendo un mentiroso con una notable pesadilla, porque sueña que dice verdad”
Pero seguramente el ejemplo más paradigmático e imitado ha sido el de las Cartas Persas, donde Montesquieu se hace pasar por Usbek, un estudioso persa que visita Francia a comienzos del siglo XVIII y describe sus impresiones en varios intercambios epistolares, tal como indica el título. Tuvo tanto éxito que posteriormente aparecerían por parte de otros autores cartas turcas, judías, indias, tahitianas, chinas, moscovitas… aunque probablemente las más conocidas en nuestro país —al menos para los que no faltaron mucho a clase de lengua en su día— sean las Cartas Marruecas, de José Cadalso. Todas ellas responden al característico afán de la Ilustración por la crítica social y su énfasis en el relativismo cultural como medicina frente al dogmatismo eclesiástico y la intolerancia a la que se oponían:
“El Papa es el jefe de los cristianos. Es un viejo ídolo al que se inciensa por costumbre. Antiguamente era temido incluso por los príncipes, pues los deponía con tanta facilidad como nuestros magníficos sultanes deponen a los reyes de Irimeta y Georgia. Pero ahora ya no se le teme. Se dice sucesor de uno de los primeros cristianos que llaman San Pedro, y ciertamente la herencia es muy rica, pues posee inmensos tesoros y tiene bajo su dominio un vasto país. (…) lo que te cuento sirve para Francia y Alemania, pues he oído decir que en España y Portugal hay unos derviches que no se andan con bromas y queman a un hombre como si fuera paja. Si alguien cae en manos de esa gente, más le vale haber orado a Dios con unas bolitas de madera en la mano, haber llevado consigo dos trozos de trapo atados con dos cintas y haber estado alguna vez en una provincia que llaman Galicia.”
Un recurso satírico también presente aunque del revés en Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, o en Un yanqui en la corte del Rey Arturo de Mark Twain. Otro buen ejemplo —aunque ya fuera de la ficción— es La democracia en América de Alexis de Tocqueville, en la que un recién llegado pudo describir la sociedad característicamente moderna que estaba naciendo en Estados Unidos a comienzos del siglo XIX, con más agudeza y capacidad de observación que cualquiera de los que vivían inmersos en ella. Ya más recientemente, por ir cerrando una lista que podría ser interminable si añadiera todos los libros al respecto que desconozco y que por tal motivo no añadiré, el mencionado Savater tiene escrita una novela muy recomendable llamada El jardín de las dudas, donde repasa la biografía de Voltaire. También en estilo epistolar y empleando el mismo recurso, siendo esta vez la mirada extranjera la de una culta aristócrata francesa llegada a una España que no deja de escandalizarla con su barbarie y atraso. Tampoco puede dejar de mencionarse el libro de Eduardo Mendoza Sin noticias de Gurb, sobre un marciano con la apariencia de Marta Sánchez perdido por Barcelona.
Pero probablemente ninguno de todos los protagonistas de estas obras llegó a ser tan intrépido como el único antropólogo y viajero capaz de hacer sombra al mismísimo Nigel Barley. Un señor de apariencia mayor y tamaño diminuto que supo mostrarnos lo rematadamente extraña que es la realidad que nos rodea:
Acabo de pasar una temporada con los Emberá (comunidad indígena en Panamá), y doy fe, no hay nada como ser extranjero para que se rían de ti.
Por cierto, el video de youtube no funciona. Me ha encantado el artículo y me muero de ganas por descubrir al señor de apariencia mayor y tamaño diminuto que supo mostrarnos lo rematadamente extraña que es la realidad que nos rodea. Agradecería que facilitaras otro link en los comentarios.
Muchas gracias, Cardel. Pinchando en «ver en Youtube» se abre en otra ventana, en cualquier caso la dirección es:
http://www.youtube.com/watch?v=jHecBF7xuBI&feature=player_embedded
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Cardel, ya lo decía Napoleon A. Chagnon en su libro sobre los Yanomamö. Le vacilaban de mala manera por ser diferente.
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Excelente artículo, Sr. Bilbao, felicidades.
Como simple referencia adicional, un clásico de la antropología:
«Los papalagi»(los hombres blancos), de Eric Scheurmann, que recoge los comentarios sobre
la civilización occidental de Tuiavii de Tiavea,
jefe de una tribu samoana.
A que película hace referencia la cita: «una joven norteamericana preparando una tesis en Sevilla durante el franquismo» ???
Gracias.
Hola BlueMonk, ahí me refería a la novela, «La tesis de Nancy», de Ramón J. Sender.
Muy buen articulo, enhorabuena, y gracias a quien lo «repesco» en twitter ya que se me escapo en su dia
Hermosa y pertinente cita de Proust! Muy buen artículo.