Hay escritoras que no salen en los papeles y luego hay otras cuyo anonimato sería imperdonable. Esta mujer es de las otras, quiero decir que es dueña de una belleza que no tiene perdón de Dios ni tampoco del Diablo pues, ya se sabe, el Diablo siempre anda cerca cuando se trata de hablar de Carmen Posadas.
Pero hay algo más en esta mujer violentamente hermosa. Mucho más, diría yo. Me refiero a su literatura, a esas historias que va contando con voz acariciadora y que te enredan como se enredan las piernas en un tango. Porque si el tango es un sentimiento que se baila, la voz literaria de esta mujer es un sentimiento que se deja escuchar. Desde su primera obra, Cinco moscas azules, celebrada por Vázquez Montalbán y donde con ternura y mucho sentido del humor ajusta cuentas con sus fantasmas, desde aquél principio hasta su penúltima obra y que lleva por título Invitación a un asesinato, la Carmen ha ido tejiendo un universo del que vengo a hablar ahora y cuyas claves se pueden encontrar en un libro reeditado el otro día y que fue escrito a pachas con su hermano Gervasio. Me refiero a Hoy caviar y mañana sardinas.
Se trata de una memoria gastronómica, por llamarlo de alguna manera, un viaje sentimental en el que repasa su vida y los sabores que la acompañan. Un paladar que arranca allá en una quinta de Uruguay y que nos traslada de Madrid a Londres, haciendo parada en Moscú y atravesando la estepa en transiberiano hasta llegar a Hong Kong. Con prosa ágil, la Carmen va repasando su memoria culinaria, los recuerdos de familia y esas presencias fantasmales que le ponen la sal y la pimienta a los platos de loza. En este libro hay recetas para todos los gustos, desde un pastel de falsa langosta, al conejo con tomate de la Eufemia. No hay sobra ni desperdicio, pues sale hasta Franco con su peculiar voz hormonada sin olvidar a un Manuel Fraga comiendo a dos carrillos, ni tampoco al marqués de Araciel invocando a los espíritus y profetizando el futuro de una Carmen Posadas que muy pronto estrenaría minifalda para ir a los guateques a bailar lento. Es un libro muy jugoso donde aparecen los personajes de la época moviéndose por las fiestas de entonces, como aquella que se dio en una residencia Marbellí regada con leche de pantera y a la que acudió Soraya, la antigua emperatriz persa que, según contaban, no podía cerrar las piernas debido al tamaño de su apéndice.
Pero no sólo el “torrezno” de Soraya y el conejo de la Eufemia tienen su sitio en esta memoria sentimental. También hay detalles virgueros que bien merecen señalarse. Si Lampedusa se refirió a Stendhal como escritor capaz de resumir una noche de amor en un punto y coma, la Carmen resume una violación en tres puntos suspensivos a sabiendas de que en literatura es más importante insinuar que mostrar. Luego hay episodios tan logrados como el que corresponde al fallecimiento de uno de los mayordomos, bandeja en mano, en plena recepción, o ese otro en el que ella estaba dispuesta a perder la inocencia en un cuarto trastero, yuxtaponiendo los versos de Lope a su iniciación amatoria. Porque la literatura no sólo consiste en merecer historias y luego contarlas sino que también consiste en reconocerlas cuando aparecen, y la Carmen es de una sensibilidad capaz de arrebatar secretos a las cosas invisibles. Su vida está plagada de historias, desde que siendo una cría se enamoró de un rojo y por amor se hizo activista zurda, hasta cuando después de casada depositó un ramo de flores en la tumba de Lenin. Son las historias de una mujer que escucha y que cuando anochece se viste para matar, convirtiéndose en la china en el zapato de tacón que pisa los selectos salones literarios.
Es muy fácil caer en la tentación, lucirse escribiendo sobre la Carmen y desplegar todo el catálogo de atributos físicos de una mujer que contiene a todas las demás mujeres. Decir, sin ir más lejos, que sus ojos son jirones robados a la noche y tal. Sin embargo, poco se ha dicho sobre la cicatriz que le cruza la mirada y que yo percibo como una señal literaria. La de una mujer que escribe para salvarse de la soledad que siempre la acompaña. Cuando subo a Madrid, la Carmen me lleva a almorzar a esos sitios de toreros y flamenquería que sabe que tanto me molan. Entonces yo le regalo rosas con espinas mientras ella va y me cuenta cosas de revoluciones perdidas, de amores contrariados, de apariencia y realidad, literatura, deseo, vino blanco con dos de hielo, por favor, sueños, quimeras y los detalles de su próxima novela. Así, la Carmen maneja una conversación donde mezcla alta cultura con cultura popular, habla de Trotsky y Marcel Proust sin olvidar los boleros de Agustín Lara, ni los lances de Luis Miguel Dominguín, ni tampoco las visitas a la Capilla Sixtina con toda la novelería de Juan Marsé. “Te robo un poco de tarta”, va y me dice golosa, la Carmen. Entonces dejo que acerque su cuchara hasta mi plato y me atrevo a soñar que algún día me sacará en una de sus novelas como lo que soy: un cachorro sin pedigrí que baila el tango con una dama violentamente hermosa.
Esta sí que es la Carmen de España, y no la de Merimeé…
Creo que le ha perjudicado en su carrera de escritora su relación con la beautiful people noventera.
¡Pero qué bien escribes Montero! Ahora sí que voy a leer a la Carmen. Gracias, joven.