Quizá algún lector se pregunte qué tienen que ver los viajes espaciales con LEP. El acelerador, ya desmontado, para dejar paso al nuevo Linear Hadron Collider (LHC) pertenece, como aquellas mil y una noches sin sueño de hace 20 años, al pasado. Los viajes espaciales al futuro.
¿O quizá los viajes espaciales también pertenecen al pasado? Dicho así suena casi a herejía. ¿Cómo puede pertenecer al pasado una aventura que no ha hecho más que empezar?
Y sin embargo, la NASA ha parado su programa de transbordadores espaciales y a día de hoy, no parece tener planes inmediatos para sustituirlos. No hemos vuelto a pisar la luna y aunque todavía se habla de enviar astronautas a Marte, nadie parece acabar de creérselo del todo. De hecho, no son pocos los científicos que opinan que el viejo sueño de viajar a otros planetas no es más que eso. Una fantasía, tan imposible, al fin, como la teletransportación, la telepatía y las escobas voladoras.
¿Por qué? ¿Qué tiene de tan complicado enviar una nave espacial a Marte, por ejemplo? ¿Qué nos impide desarrollar la tecnología para alcanzar velocidades próximas a la luz que nos permitan viajar a las estrellas vecinas? Y eventualmente, ¿no será posible “warpear” a donde nos apetezca en la galaxia, colándonos por agujeros de gusano o aprendiendo a deformar a nuestro gusto la estructura del espacio-tiempo?
A fin de cuentas, la gente viajaba en caballo hace poco más de 150 años y hoy en día hemos llegado a la luna. ¿Qué nos impide llegar en otros 30, 50, o 100 años a Marte? Y si añadimos unos pocos siglos más de progreso… ¿quién nos impedirá llegar a las estrellas?
Bueno, por partes. Es verdad que en 150 años hemos pasado del caballo al transbordador espacial, pero también es verdad que los últimos 150 años han supuesto un desarrollo de la ciencia y la tecnología sin precedente en la historia. En otras palabras. La gente viajaba en caballo o en carro desde la invención de la rueda, esto es desde hace más de 5 500 años. En caballo o en carro, claro esta, los que podían pagárselo, que eran muy pocos, la mayoría viajaba a pie. En cuanto al transporte marítimo, velas y remos fueron la norma también durante milenios. El transporte por aire era, hasta hace un siglo, imposible.
Es decir, la historia del transporte evoluciona poco a poco, sin grandes sobresaltos ni enormes progresos conceptuales, desde bastante antes de los romanos hasta casi anteayer. ¿Por qué ese cambio dramático, esa singularidad histórica que pone el mundo patas arriba en menos de 200 años? Y también, ¿qué nos depara el futuro? Si la revolución continuara al ritmo acelerado del siglo XIX y XX, no tendría nada de particular que estuviéramos colonizando Marte a finales del siglo y preparándonos para viajar a Alpha de Centauri poco después… ¿pero es razonable esperar que el cambio acelerado continúe? ¿No sería igualmente probable, quizá más probable que después del salto y la revolución caigamos en el éxtasis por otros 5 000 años?
Lo primero que hay que entender (y aceptar) es que la razón profunda de la revolución en el transporte, la ciencia, la tecnología y también la sociedad (a fin de cuentas las democracias modernas y los mercados capitalistas son hijos de la revolución industrial), no es otra que el descubrimiento, casi banal, de unos recursos energéticos inmensos que estaban, como aquel que dice, apilados en cada esquina, listos para consumo inmediato. Me refiero, por supuesto, a los combustibles fósiles: carbón en primer lugar, el motor de la revolución industrial, el combustible que puso en marcha las maravillosas máquinas del XIX. Imagine el lector lo que debieron sentir los paisanos de la campiña inglesa (o los Apaches de las praderas norteamericanas) la primera vez que vieron aparecer por el horizonte al enorme gusano de metal, moviéndose sobre unos mágicos raíles a velocidades prodigiosas, escupiendo un penacho de humo que recordaría al aliento del dragón… quizá nadie de nosotros se haya asombrado tanto con el transbordador espacial como se asombraría aquella gente con la locomotora y con razón. No creo exagerado afirmar que el primero supuso mucho menos avance tecnológico (en términos relativos) que la segunda.
El carbón hizo posible el primer motor moderno —la máquina de vapor— y esta a su vez animó trenes, navíos y fábricas. El petróleo llenó el mundo de automóviles y el cielo de aviones. La energía necesaria para producir el hidrógeno y oxígeno líquidos que empujan el transbordador espacial, se obtiene quemando combustibles fósiles. La electricidad, quizá el estandarte más orgulloso de nuestra civilización tecnológica se produce en su mayor parte quemando combustibles fósiles.
Por otra parte, como buenos niños mimados que somos — llevamos 150 años viviendo literalmente de gorra, en lo que a energía ser refiere—, queremos comernos el pastel y no fregar los platos. Los combustibles fósiles no le gustan a nadie, al menos en teoría (en la práctica todos contamos con poder seguir llenando el depósito del coche cada día). Y aunque posiblemente haya más —mucho más— petróleo y gas natural económicamente aprovechable en el planeta de lo que predican los profetas del fin del mundo, lo cierto es que nos preocupa que llegue el día en que empiecen a escasear. Y nos preocupa que emitan CO2. Y que esté todo en manos de unos cuantos países, no especialmente afables. Y un largo etcétera de problemas que hacen que todo el mundo de por sentado que la bárbara opción de quemar hidrocarburos tiene que superarse cuanto antes.
No sólo eso, sino que además no nos gusta la energía nuclear, con sus Chernobiles y sus Fukushimas. Petróleo no, carbón menos, nuclear tampoco. ¿Entonces?
Entonces empezamos a soñar, que es lo que nos gusta. Algunos piensan que toda la energía que necesitamos puede conseguirse con energía renovable, ahorro y eficiencia. Otros ponen su fe en nuevas fuentes de energía, como la fusión. Quizá valga la pena que visitemos más adelante cuán realistas o utópicas son estas expectativas. Pero no quiero despistarme ahora por ese camino, muy espinoso. Me basta con apuntar el dato importante de que la revolución ya está hecha. Aunque nuestra tecnología ha avanzado enormemente en algunos aspectos, incluyendo la informatización y robotización del mundo, la ingeniería genética y la incipiente revolución en nanotecnología y nuevos materiales, en otros aspectos, creo que las cosas han cambiado poco en 100 años. Sir Charles Parsons inventó la turbina que lleva su nombre en 1884. Casi toda la producción de electricidad del mundo está basada en ese invento y las modernas turbinas no han hecho otra cosa que mejorar el concepto original. Las turbinas que mueven los aviones son una variante (nada trivial) de la misma idea. Desde el punto de vista de energía, o de transporte, la novedad se había acabado allá por 1920. Lo único que hemos hecho en el último siglo, ha sido rizar el rizo.
¿Es inevitable el avance de nuestra tecnología? No lo tengo del todo claro. La única forma nueva de generar energía que hemos inventado en los últimos cien años es la fisión nuclear que tiene incontables detractores. La investigación en fusión nuclear no ha dado hasta el momento resultados y puede que no los dé en mucho tiempo. La energía renovable no nos llevará a las estrellas.
De hecho, quizá enviar astronautas a Marte esté —por los pelos— al alcance de nuestra tecnología actual, o de la tecnología que podríamos desarrollar en unas pocas décadas, pero llegar más allá del sistema solar requiere combustibles y tecnologías muy lejanas todavía de nuestro alcance.
¿Y cuánto nos costará desarrollarlas? ¿Cien o mil años? Es difícil de saber. Como especie, oscilamos entre el autismo —o quizá la simple, dura y pura estupidez— y la grandeza. Abro el periódico que me inunda con noticias de una crisis económica cuyos orígenes son debidos a una estupenda mezcla de imbecilidad y corrupción y me digo a mí mismo que mucho tiene que cambiar antes de que sea posible hablar de viajes interplanetarios, no digamos ya interestelares. Pero luego recuerdo el océano sobre los arrecifes de la isla de Morea, perdida en mitad del pacífico, inaccesible, hace mil años, desde el continente. Allá llegaron, a bordo de unas frágiles, ridículas barcas de caña, los antepasados del pueblo polinesio. El viaje, a través del océano, rumbo a ninguna parte, a bordo de tan endebles naves parecía tan imposible como aventurarse hoy en día en las profundidades de la Vía Láctea. Sin cartas náuticas, sin saber dónde encontrar tierra firme, sin más esperanza que la locura que los animaba a viajar, la locura genial que quizá es el rasgo más distintivo de nuestra especia y nuestra época parece haber olvidado.
Y llegaron. A un paraíso inesperado, contra todas la lógica, contra toda probabilidad. Y sólo si recuperamos esa locura y esa grandeza de nuestros antepasados,tendremos alguna posibilidad de encontrar un nuevo hogar en las estrellas.
Fantástico artículo… Un apunte, creo que actualmente no hay ningún problema técnico para viajar a Marte, en donde sí lo hay es para volver. Basicamente ahora mismo los astronautas que fueran tendría que dedicar su vida entera en Marte a construir una plataforma de lanzamiento para volver.
Enlazo lo que dices en este artículo con aquel en el que no comenté por llegar tarde sobre la colonización espacial y las redes planetarias. Creo que desestimas el motor individual de cada ser humano o que, visto desde otra perspectiva, valoras poco lo que dura una vida. Me explico:
Por un lado la especie tiene poco concepto de especie en lo que se refiere a colonizaciones espaciales (en otros temas no me meto pero creo que podría generalizarse más de lo que a muchos les gustaría), los avances e intereses que había para ello eran militares y no de especie sino de un ámbito menor: sociedades. En su día EEUU y la URSS, ahora igual alguno por decir «yo también», pero nada más. Aquellas motivaciones se acabaron, por suerte para la paz, por desgracia para los científicos soñadores.
Nos queda, entonces, la motivación individual y en ella es imposible dejar a un lado lo que dura una vida. A un individuo de a pie no le interesa lo más mínimo que se haga realidad un viaje interplanetario o interestelar. Le da lo mismo. La inmediatez en la que vivimos hace que cosas que tendrán fruto en próximas generaciones nos den igual. Algunos soñamos con esto, porque son sueños, incluso aunque pasaron ya. Yo sueño con Neil Armstrong poniendo el pie en la Luna. Me sigue fascinando y como no lo viví, de alguna manera no dejo de revivirlo-imaginarlo.
Nos queda la ciencia ficción y blos como éste y hablar con los que sueñan también con meterse en un cohete. Pero, seamos realistas, ¿en qué nos apoya el mundo para que estas cosas puedan hacerse realidad? ¿y en qué nos apoya la física para que si se hacen realidad tengan sentido dentro de la práctica humana?
Si algo hay terrible en el mundo moderno, ése de los últimos 150 años, es que en las ciudades casi no se ven las estrellas.
Pues no estoy del todo de acuerdo y creo que sé lo que me digo como científico. La motivación de trabajar en algo que nos transciende es poderosa. Así se hicieron las catedrales góticas y así se hará la conquista de Espacio.
Cierto es que los científicos viven en este mundo inmediato y son sensibles, como todos, a sus servidumbres, pero no es menos cierto que la ciencia te da problemas (que te divierten) día a día y la sensación de participar en un gran proyecto te motiva. Así se ha construido el LHC, que ha llevado más de 20 años desde su primer diseño a los primeros haces y llevará otros 10 o más hasta que se agote.
Si el programa espacial está bloqueado es por falta de interés político y económico. Una sociedad mercantilistas nunca viajará a las estrellas (a no se que encuentre alguien a quién explotar o con quién comerciar). Una sociedad como la nuestra donde la economía productiva ha caído cautiva de una locura llamada mercado financiero, todavía menos.
Pero quizás eso sea superable. Yo creo que todavía somos una especie adolescente y puede que todos estos males no sean más que sarpullidos, en la escala de los milenios.
Es cierto que en las ciudades modernas no se ven las estrellas. También lo es que nuestros telescopios, los que hemos construido en las últimas décadas han explorado el universo (Y lo siguen haciendo) con nunca antes en la historia del universo.
Decía Blas de Otero que el ser humano es un ángel con grandes alas de cadenas. Yo lo suscribo.
Prueba a echar un vistazo al cielo esta noche, o mejor mañana, justo a la hora del crepúsculo. Venus está junto a Júpiter, magníficos, cercanos, luminosos. Iremos. Ya lo creo que iremos.
:)
Tú ves a la humanidad adolescente y yo, no sé si se podría usar el mismo término, la veo adolescente eterna como aquella del Fin de la Infancia que sin un agente externo tiene aspectos insalvables que le ponen techo. Lejano, pero techo.
Quizá no me expliqué bien sobre «el individuo». Sí, estoy de acuerdo con que grupos de científicos puedan llegar algún día, con esas inherentes motivaciones humanas de grupo y con la curiosidad, a alcanzar el conocimiento necesario para poder comenzar la conquista espacial (¿por qué los cohetes no son plateados y brillantes?), al menos quiero creerlo y deseo que ocurra. Lo que no veo es al individuo de la calle con ganas de salir a conquistar un espacio que le queda grande, por eso no hay intereses económicos ni políticos ya en estos temas, porque la repercusión en materias productivas de uso semiinmediato es muy pequeño tanto para un país como para un grupo de ciudadanos elegido al azar. Grande le queda, digo, porque su vida es corta y esa elección no podría evitarla cualquiera que se enfrente a algo así. A uno sí, a dos también, pero no veo a la humanidad con afán colonizador en el punto de bienestar en el que nos encontramos algunas sociedades y al que poco a poco van llegando otras. ¿Si las cosas se pusieran muy feas? Entonces sí. Así que a ver si se os va de las manos un agujero negro y nos ponéis las pilas a los demás, seguro que la prensa os ayuda con los gritos de pánico ;)
Y oye, ojalá yo esté equivocado, que aquí soy el escéptico y derrotista. A mí me gustaría que en realidad no fuera así y tenga que darte la razón algún día. Por afectos y pasiones no me costaría nada defender tus argumentos.