En El hombre del tren, de Patrice Leconte, un profesor jubilado de literatura francesa sueña, en un aseado y somnoliento pueblo de provincias, una vida imposible de outlaw de cine. La suerte quiere que se cruce en su camino un fugitivo achacoso al que interpreta el rockero en cien quirófanos remodelado Johnny Hallyday. En el encuentro breve de identidades contrapuestas, no será solo el viejo letra-herido quien se mire en el espejo del deseo iluso, sino que, asimismo, el fugitivo anhela una acomodaticia existencia en/de/con pantuflas, ejercicios de piano y noches de lectura. Esos dos sueños que se retroalimentan únicamente llegan a fundirse con la muerte spoiler. Son, como dijo Borges (con perdón de la muletilla), “el otro, el mismo”. Para suavizar la dicotomía angustiosa, el humanismo inventó la figura social del caballero de armas y de letras. De esta manera, sin pudor ni cortapisas gremiales, cualquier profesor jubilado de literatura podría hacerse con un arma y atracar la sucursal bancaria más próxima a su casa. Podría ser feliz.
En este país, sin embargo, el ideal lo llevamos siempre a extremos un tanto grotescos y así fue como, en las primeras décadas del pasado siglo, aparecieron unos extraños tipos ataviados con camisa azul y pistola en el cinto que escribían unas cosas terribles pero muy floridas y pomposas. Su reacción, todo hay que decirlo, nada tenía que envidiar (bueno, tal vez sí en calidad literaria) a la de sus enemigos, que un tanto menos marciales y más mecánicos llevaban la pistola en el cinto de un mono azul y calzaban alpargatas.
Y en esas estamos. Aunque, gracias a Dios o a su ausencia (según se esté con el arzobispo de Canterbury o con Richard Dawkins), el uso de la violencia está en su mayor parte controlado y domeñado por unos cuerpos de seguridad de un estado democrático, pese a los intentos de deslegitimación de algún mando bocazas. Y como el progreso occidental no podía sernos del todo ajeno, España en masa apiñada se ha trasladado a twitter y desde allí vuelve a revivir, en ciento cuarenta caracteres, los limpios garrotazos goyescos.
Así pues, cuídese muy mucho de criticar la reforma laboral si no quiere que desde la otra trinchera le griten que es usted un cómplice del sindicalismo enriquecido a costa del sudor del prójimo; no sería de extrañar que oyera un rotundo “¡facha!” cuando retuitee un lacónico argumento en contra de las descargas ilegales; pida más mango policial contra los estudiantes para evitar suspicacias de tibieza entre los suyos y si estos son los otros, desgárrese las vestiduras y apueste por un #policiafascista; sea de un bando y evite las disidencias: mourinhista o pipero, socialdemócrata o retroliberal, abortista o adorador de las cejas de Gallardón, boletaire o catalanofóbico, dulce o salado. No importa el asunto del debate, verá como pronto la fuerza del ruido opinador le llevará inexorablemente menos a situarse en un bando como a ser considerado por los demás perteneciente a uno de dichos bandos. Acojona, la verdad. O dicho con Albert Camus: “El largo diálogo de los hombres acaba de interrumpirse. Y, por supuesto, un hombre al que no se puede persuadir es un hombre que da miedo”.
Por mi parte, emprendo el camino de en medio y, aun a riesgo de parecer sospechoso de proselitismo terrorista, pienso desperdiciar esta mañana pre-primaveral, de mullida y cálida claridad, en una terraza de “una ciudad habitable incluso en sus peores momentos” (Juan Marsé). De la querida Barcelona. Con Johnny Hallyday de fondo y en cola de pez.
Excelente.