La editorial Lumen acaba de reimprimir un clásico que como todos los clásicos no debería faltar nunca en nuestras librerías. Es una sección de las extensas memorias de Leonard Woolf en la que relata el trágico final de su mujer. El título, La muerte de Virginia, nunca figuró en el original, pero así fue ya editado hace casi cuarenta años en España. En su actual formato lleva tres bellos capítulos añadidos.
Aunque menos conocido, Leonard fue una personalidad histórica por derecho propio y uno de los hombres fuertes del socialismo británico cuando esta palabra aún tenía sentido. Virginia, aunque no la más grande escritora de la isla (creo que ese título ha de guardarse para George Eliot), sí es el personaje más patético de la literatura inglesa moderna y uno de los más populares. Su muerte fue un acto trágico, un encadenamiento de fatalidades dirigido hacia la destrucción con inevitable rigor por fuerzas en verdad sobrehumanas, las antiguas moiras.
La primera catástrofe es la guerra. En 1941 los Woolf estaban persuadidos del triunfo de Hitler y habían dispuesto planes para suicidarse en caso de que la bestia parda invadiera la isla. En sus diarios Leonard, que era judío, ve el avance de los nazis como el de los bárbaros sobre Roma. No es una guerra europea más, es el final de una civilización.
La segunda catástrofe es la fulminación del pasado. Sendas bombas alemanas habían arrasado la residencia habitual de la pareja en Londres y la editorial (Hogarth Press) que constituía su relación más inmediata con el mundo. La estampa de la extraordinaria biblioteca que Virginia había heredado de su padre, Sir Leslie Stephen, convertida en un amasijo de papel entreverado con los cascotes de la casa en ruinas, debió de ser un choque considerable. El pasado se esfumaba.
La tercera catástrofe, como el tercer jinete del Apocalipsis, era la peor de todas. Virginia ya había temido sucumbir a la noche de la locura en anteriores ocasiones y de hecho había superado dos intentos de suicidio. En esta ocasión, sin embargo, acudían los otros jinetes como aves carroñeras a acrecentar las voces que aullaban en su cerebro y la vida se le hizo insostenible.
Un detalle nimio desató el proceso final, la conclusión de un libro (Between the Acts) en el que Virginia se había refugiado hasta ese momento. Una vez lo considera terminado entra en una paz engañosa. Durante unos días Leonard reseña en sus diarios el sosiego, la frágil felicidad de la pareja, sus paseos, el silencio. Es el momento previo al desastre, cuando la música se detiene un instante y el paisaje de Sussex, donde se habían acogido tras la pérdida de Londres, mocea con la primavera temprana del mes de marzo. Una despedida en beauté.
El último acto, como en las tragedias barrocas, es metafórico. Una noche Leonard echa en falta a Virginia, la busca desesperadamente por el campo hasta que la ve caminar hacia la casa empapada y ausente bajo la lluvia. Es el aviso del cuervo, la escena en que la futura víctima canta su aria de despedida. Pocos días más tarde, el 28 de marzo, se hunde en el río con los bolsillos cargados de piedras. Deja escritas tres cartas conmovedoras.
Tres semanas tardó el cuerpo en ser recuperado. La incineración de los despojos se improvisó a toda prisa en Brighton. El matrimonio había proyectado que en el funeral del primero que cayera se interpretara la sublime cavatina del cuarteto Op.130 de Beethoven que Leonard describe con emoción e inteligencia. No pudo ser, evidentemente. Sonó algo que formaba parte de la ceremonia local, una popular página de Gluck.
Debió de ser una formalidad gélida y levemente campesina. Por aquellas fechas casi no funcionaban los trenes ni los automóviles, apenas había gente por las calles, el campo había regresado a la ciudad. Como en una pintura de Courbet, se verían columnas de humo en el horizonte, entre los campos sin arar, por la quema de rastrojos. Pero no eran humos labriegos, sino de las bombas alemanas que celebraban haber acabado con uno de los espíritus más civilizados y gentiles de Europa.