Me interesan esos momentos en los que los dibujos salen mal y, en especial, me interesa un tipo de equivocación que da lugar a que la imagen dibujada encoja. Voy a ilustrar esto con una anécdota. Siendo un joven estudiante de arte, antes de dedicarme a la historia, un año gané algún dinero como ayudante de un profesor de dibujo de la Universidad de Chicago. El tema de su clase era el retrato. Al final del semestre, el profesor le pidió a uno de sus alumnos que pegara todos los retratos que había hecho en las paredes de la clase, a fin de compararlos.
Ese estudiante —he olvidado su nombre— no iba a seguir estudiando arte, sino que se estaba preparando para entrar en la facultad de Medicina. Por suerte, en el sistema estadounidense, los estudiantes de medicina o de ciencias suelen hacer alguna asignatura de arte, y esta clase sería la única incursión de aquel estudiante en el mundo del dibujo antes de entregarse a una vida de estetoscopios y quirófanos. Había producido unas obras muy extrañas. Se había pasado el semestre intentando poner la cara del modelo o la modelo en el centro de sus dibujos. Pero por más que lo intentaba no lograba poner la nariz del modelo en el medio de la página. Las hojas de su cuaderno estaban casi vacías, y sus retratos se habían arrugado como cabezas jibarizadas. Sus barbillas descansaban en el margen inferior del papel.
Algunas de las caras que había dibujado ni siquiera estaban centradas, sino que parecía que se habían deslizado hacia una esquina, como si el borde inferior del papel fuera la superficie del océano, y una corriente arrastrara las cabezas, que se hundían lentamente…
El profesor elogió mucho al alumno, diciéndole que había hecho un trabajo formidable. “Muy expresivo, realmente fantástico, triste, conmovedor, intenso”, le dijo, o algo parecido. Yo no era más que un profesor ayudante, y no le contradije. Pero pensé que allí sucedía algo más. Aquel estudiante no había arrastrado las cabezas al margen de la página a fin de crear un efecto expresivo. Había intentado sinceramente capturar el rostro de los modelos vivos, y él había fracasado casi por completo.
A veces, en el intenso esfuerzo de ver, el objeto que tienes delante empieza a encoger. Haces un armazón de líneas, intentando agarrar los puntos clave, pero el objeto se suelta. (…) En esta situación, cuanto más mires, más lejano e insustancial se torna el objeto; puede incluso que empiece a resbalarse por la página y acabe por desaparecer.
En Sobre el dibujo, de John Berger
Siempre me ha gustado enfrentar cosas. Este quehacer tan sencillo otorga al conjunto un matiz nuevo, inesperado. También me gustan las listas, rankings, antologías, diccionarios. Es muy interesante y muy inútil, ver lo que acaba ahí intentando mezclarse en unas escaleras. La polémica que crean es lo que me gusta, hasta sin quererlo, a veces. Lo que entra y lo que no. Cuando todos los años se publican las notas de los exámenes de selectividad, entrevistan al alumno que mayor nota haya sacado, el cerebelo más sonriente. Probablemente no tenga mucho más que decir que el segundo o el tercero en la lista. Qué tendrá, unas millonésimas más en el cómputo global de la nota. Una tilde mejor puesta. Incluso la de su nombre o apellido, puede ser la tilde que no está porque le está besando, la iscariota. Si uno se fija, siempre lo mismo. Quizá algún periódico debiera entrevistar al último. Al —maldito— imbécil. Seguro que dice algo más interesante. Aunque sea por el morbo del luego, de la oportunidad de poder echarse las manos a la cabeza. A poco que diga.
Recuerdo una conversación uno de mis últimos días de instituto entre tres de los que mejores calificaciones tenían. Se reían grotescamente de otros que tenían notas más bajas, así, como tres porteras de barrio, con las bocas pequeñas y, como por ahí no les cabía toda la risa que querían echar, les botaban los hombros como chinches. Yo ahí ya supe que nada, que no; los veía marcados, como a reses, aunque ellos ni lo imaginaran. A mí me producían algo de un asco incierto, porque veía que no tenían talento ninguno más que para ser imbéciles y pisar cabezas como el que danza una muiñeira con pasos de ballet. Yo era muy adolescente.
A día de hoy me pregunto qué es el talento, que habrá sido de él. Si tiene un uso, y eso que no soy especialmente pragmático. Cuando me pasa eso pienso en Aliocha, sin remedio. Últimamente no paro de acordarme de él, ya que falta muy poco para que nos reviente la sesera a todos. Mientras tanto, lo único que flota en mi cabeza es lo del talento, la cuestión del talento. Qué significará. A veces no se sabe qué es peor, si tener talento o padecerlo. Yo pensaba que tendría forma de mariposa, pero ya he descubierto que lo que tiene forma de mariposa es la mujer. Así que el talento, que creo yo que ha de ser algo parecido, tendrá definitivamente forma de polilla. La polilla, el talento. José Gutiérrez Solana, que todos sabemos que fue un gran pintor y gran escritor, tiene cuatro cuadros contemplando un sofá redondeado en la Fundación Santander de Madrid, escribió una estampa sobre la polilla. Narra a propósito de la fonda de Ogarrio: De pronto invadió las habitaciones de la casa una nube de pequeños bichos con alas, como pequeñas mariposas, que revoloteaban azotándonos la cara y las manos. Dábamos palmadas para aplastarlas pero se escabullían y volaban en distintas direcciones. (…)
(…) como no necesita —la polilla— ni de luz ni ventilación para su obra destructora, allí se está quieta laborando, pegada y aplastada, soñolienta entre la ropa. (…) La polilla se parece mucho a la ladilla; sólo el alcanfor las hace reventar y huir.
Simplemente con un pequeño ejercicio de imaginación en el que en vez de dejar ropa colgada en la percha la cambiásemos por el pellejo, cosa no muy difícil de imaginar por otra parte, incluso con algún nervio deshilachado, pidiendo un remiendo, no he encontrado nada más parecido a lo que sea el talento. Sobre todo de talento voluntariamente embalsamado; café con alcanfor, aguardiente con alcanfor, ambientador de alcanfor.
Y me acuerdo de Aliocha. Que yo no sé si fue un iluminado, un cerdo en matanza sostenida, donde todo haya sido talento crudo. Un cristo. Javier Marías, apóstol de Aliocha, dice que creyó ver en él un talento verbal y un sentido del ritmo de primer orden. Yo no lo sé. Yo la mitad de las cosas —y esto es lo digo así por vergüenza— de Aliocha, no las entiendo. No entiendo qué. No sé cuál será la Piedra Roseta para con su obra, ni si existirá en cualquier caso. Pero a mí me infunde una intranquilidad suave y constante, de algo latente, desde que supe de él y ya antes de haberlo leído. Desde el primer momento, y de una manera muy simplona, amoldé a Aliocha a lo que yo iba necesitando, y no por eso dejé de intentar saber más de él. Encajaba el puzle como bien quería, como el que resuelve uno con tijeras en la mano. Javier Marías, que ha asumido, como decía antes, el apostolado de Aliocha, se ha propuesto la expiatoria tarea de convertir al amigo en personaje, y sutilmente va conformando, con rasgos en un lado y otro, una visión brumosa y deslavazada del mismo. Siempre personaje. Marías dice, un poco a propósito de esto, que los personajes «que vienen demasiado directamente de la realidad sin pernoctar en la imaginación suelen ser planos, poco creíbles y aún menos perspicaces«. La ensoñación de Aliocha, como no podría ser de otra manera. A mi manera, también le transformé en un personaje, completamente secreto. Aunque, desde luego, se presta muy bien a ello. Fernando Valls, en un pequeño estudio sobre la obra de Marías centrado en la influencia de Aliocha en ella, dice que «no olvidemos que el mismo Aliocha Coll asume, en un cierto grado, su condición de personaje desde el momento en que utiliza como nombre literario el de Aliocha, uno de los seres de la obra de Dostoievski que su madre leía durante el embarazo. De este modo, antes de nacer, en cierto grado, el que luego sería Xavier Coll fue también Aliocha.»
Al final, llegado un momento, quise acercarme lo más que pude a él; meterme dentro. Compartir órganos y enfrentar las pieles, como el “superviviente” ese de la tele que se mete dentro de un cadáver de camello para aguantar la tormenta en el desierto que se ha inventado. Meterse dentro de Aliocha, al menos para mí por lo que he comprobado, es imposible, no hay quien se meta. Incluso intenté, mitómano, ir a su casa, donde nació en Madrid en 1948. Pero lo más que encontré acerca de esos temas fue una esquela en Google que creo era de su padre. De todas formas, poco tiempo estuvo en Madrid, creció él en Barcelona, de donde fue natural su familia, para luego irse a París ya para siempre.
Yo digo, su Atila. Libro definitivo, después del cual, enfermo, se mató. Aliocha consideraba clásico casi todo lo escrito, incluido a Juan Benet. El ser experimental era su manera de ser tradicional. Y cito a Valls: «Mondrian, tal y como él lo entendía, no había llegado aún a la literatura, y tal vez no llegara nunca… O quizá sí llegó (con el último Joyce y las vanguardias), y se nos mostró como un camino que no conducía a ninguna parte». Supongo que esto es algo muy español, gracias a Picasso que, desde luego, no era nada Mondrian. Y aquí otra vez el cristo. Todo el mundo conocerá la anécdota de que por donde pisaba Atila con su caballo no volvía a crecer la hierba. La verdad es que yo me imagino a Aliocha caminando poco por París, como si San Bartolomé viviese en las salinas de Bonneville.
Su Atila. Supe de Aliocha en una época confusa de mi vida, y gracias a mi madre. Me contaba que cuando estudiaba ella, los más avant garde de su facultad estaban, hablando en plata, que no cagaban con Aliocha. Dice que a ella apenas le interesó y leyó lo justo, pero que eso, que existió. Lo siguiente que hice fue ponerle cara. Sencillo en Internet. Luego entender el nombre. Supongo que es estúpido preguntarse que por qué ese nombre. Dice Dostoievski, sobre Aliocha Karamazov, que «si hubiese concluido que no hay ni Dios ni inmortalidad, se habría vuelto enseguida ateo y socialista. Pues el socialismo no es tan sólo la cuestión obrera, es, sobre todo, la cuestión del ateísmo, de su encarnación contemporánea, la cuestión de la Torre de Babel, que se construye sin Dios, no para alcanzar los cielos desde la tierra, sino para bajar los cielos hasta la tierra».
Después de esto —concluye Camus, pues es un extracto de su Hombre rebelde—, Aliocha puede en efecto tratar a Iván, con ternura, de “verdadero tontaina”.
Luego leí de Marías que Aliocha, de educación esmerada, era siempre impecable y pulcro en el vestir, allá en París. Se me antojó quizá como posible dandy, Aliocha, durante un tiempo. Ya se sabe, los dandys nunca pasan de moda (por desgracia, que dice Jabois). También le leí al amigo que nunca había visto a nadie inteligente de verdad que fuera malo. Aliocha no era malo, cuidaba, ya separado de su exótica mujer, de una ex compañera suya, impedida. Yo es que no puedo pensar en Aliocha como en alguien que no haya pedido perdón por todo el resto, sinceramente.
Imagino que después de su Atila crece menos hierba. Pero lo que decía antes, de reventar las seseras; eso es otra cosa. Dentro de unos días contando desde el día en que estoy escribiendo yo esto, se cumplirá un año desde que Carmen Balcells depositaba en el Instituto Cervantes, ese FIB de la lengua, una caja fuerte que contiene restos distintos de su único representado que no triunfó, entre ellos su ensayo sobre el dolor, sobre el que trabajó ya enfermo. « Me interesa mucho ese ensayo porque cuando hablábamos me decía que estaba experimentando con su propio cuerpo. Dejaba de tomar la medicación», explica Marías.
Pide Balcells una segunda oportunidad, si es que ha habido primera, para Aliocha. En tiempos como los nuestros, los de mi camada, quizá sea importante que, ahora, se atienda a Aliocha. Yo llevo haciéndolo un gran trozo de mis veinticuatro años. Dentro de Aliocha, de su caja de Pandora, quizá deba estar lo que haga que salten seseras. Por eso lo decía. Se desvela, en teoría, 12 meses después de haber sido entregada. Según esto, quedan algunos días. Me hace gracia pensar en la o las profecías —queriendo sonar a «nave del misterio»— que dicen que este año se acaba el mundo. Bueno, está bien visto que el que conocíamos está un tanto sidoso. Pero eso, romántico, quiero pensar que se acabará cuando abran lo de Aliocha, o por lo menos vuelvan a editar alguno de sus libros, que yo he tenido que leer en la Biblioteca Nacional porque, o soy yo muy torpe, o no hay quien los encuentre. En fin, pido que al menos, dejen que le intente dar cierto aire de tragedia, antes de que los artículos de la excelsa prensa española se lo carguen todo.
Este Aliocha no habría sido nada sin el apadrinamiento de Marías y lo único que va a ser es un satélite de su sistema.
Querría aclara mi anterior comentario. El artículo es de sumo interés para mí, su forma y su contenido. Lo que quería decir es que Aliocha «existe» gracias a Marías. Y me alegro por ambos.