(Viene de la primera parte)
Buena parte del terror infundido por el cadáver devuelto a la vida se debe a que fusiona en un sólo ser imposible la condición del vivo y la del muerto, dos atributos cuya atribución simultánea es incompatible porque en la naturaleza nunca pueden darse en la misma criatura al mismo tiempo y en el mismo sentido. Esta personificada transgresión del principio aristotélico de no contradicción es lo monstruoso de las incongruentes figuras generadas a partir de una ininteligible paradoja ontológica, pero también la eficacia de esos monstruos semejantes en esencia al hombre lobo radica en que fusionan en un sólo ser imposible dos condiciones antagónicas, la condición del ser humano y la del ser infrahumano, así como la eficacia de los héroes imposibles que combaten contra monstruos y cataclismos radica en que aúnan en su persona la condición humana y la suprahumana. El hombre lobo no se basa en el cadáver maldito monstruosamente reanimado sino en el hombre maldito monstruosamente transformado. Mientras que el vampiro es un cadáver depredador que en ocasiones se transforma en una serie limitada de animales tan feroces como el lobo, tan siniestros como el murciélago o tan repugnantes como las ratas y los insectos, el licántropo es un depredador híbrido que combina la malvada astucia de los hombres con la fiereza siniestra del lobo, es decir, un ser que se ha vuelto sobrenatural por haber unido en sí mismo lo malo o lo peligroso de dos especies naturales. Esta hibridación repelente que combina las fuerzas características de dos especies naturales es la misma que tiene lugar en La mosca, aunque en este caso la mezcla no resulta de la entrada violenta en una cadena de maldiciones mágicas sino del sometimiento voluntario a un malogrado experimento científico.
El hombre lobo o lobo humano es un monstruo plebeyo cuyo origen hay que buscar en la brutalidad enajenada de ciertos lunáticos esquizofrénicos, de algunos hombres aparentemente normales que esconden sin saberlo una doble personalidad, un reverso bestial que asoma ocasionalmente a través de estallidos de rabia asesina. Es, pues, el hombre con imprevisibles fases bestiales que no es capaz de controlar. A diferencia del vampiro en su sentido original, el hombre lobo no es un agente taimado y retorcido que disimula, engaña y maquilla adrede su monstruosa realidad para obtener determinados beneficios, sino un desgraciado paciente que sufre involuntariamente una inconfesable dualidad periódica, una enfermedad sobrevenida a su pesar. Como le sucede a muchos enfermos inconscientes, no es infrecuente que el lado humano del hombre lobo ignore cuál es su verdadero estado: que sólo es una parte de un todo, que en su interior porta una serie de gérmenes malignos e infecciosos, que oculta una cara abominable y autónoma que cada cierto tiempo suplanta su identidad normal. Por eso el hombre lobo suele caracterizarse como un inocente ser maldito, como una criatura pasiva y atormentada que ha de acarrear un gran peso moral y que no es responsable de la rabiosa brutalidad de su alter ego, de ese ofuscamiento repentino que le lleva a cometer innumerables crímenes horripilantes. No sólo no es consciente de sus actos mientras se encuentra trasformado en una fiera sanguinaria, sino que a veces es incapaz de reconocer su autoría después de recobrar la forma humana y contemplar las consecuencias de ese desastroso giro lunar.
Esta incapacidad de autoreconocimiento, este rechazo de sí mismo porque el sí mismo es otro que él mismo, este negarse a asumir lo que se ha hecho porque en rigor no lo ha hecho uno, también está presente en muchas de las realizaciones ficticias del híbrido pasivo, incluso en aquellas que, como en La mosca, no comportan una transfiguración alternativa sino un reemplazo degenerativo. El protagonista de La mosca, en sus dos famosas versiones cinematográficas, es el híbrido monstruoso provocado por una negligencia científica o, mejor dicho, un pastiche zoológico imprevisto. A través de sus penosas mutaciones se relata la historia de la lenta y traumática deshumanización de un hombre inteligente y sofisticado, el cual es consciente del progresivo proceso de degradación que está sufriendo y, por tanto, queda fascinado y horrorizado a partes iguales por las incipientes alteraciones específicas que advierte en su cuerpo y en su mente, por las pérdidas humanas y las adquisiciones animales que se van sucediendo sin control, por el paradero biológico desconocido al que le conduce su imparable metamorfosis. Gradual e irremediablemente, la víctima del absurdo accidente científico se va convirtiendo en una criatura extraña para sí misma, a medida que el conocimiento de su identidad se torna más difícil y que el fundamento más seguro con el que siempre había contado se vuelve cada vez más dudoso, precario y huidizo: el “yo” accidentado y puesto en movimiento aún es él mismo, pero ya no es él mismo, y ni siquiera posee un término adecuado para definirse. Por tanto, el enigma identificativo planteado por el aberrante combinado genético sólo puede resolverse lógicamente con un suicidio que no es en rigor un suicidio, sino un homicidio legítimo en defensa propia, porque en este caso quien mata ignora qué o a quién está matando, desconoce qué amenaza para su persona está destruyendo. Lo que sabe es que ha quedado reducido a la condición del mero espectador que asiste estupefacto a su propio tránsito evolutivo y que sólo temporalmente, mientras dure el salto autonegador en el que se encuentra inmerso, conservará el poder de ejecutar el único acto que puede alterar a la mismísima alteración, es decir, lo único que aún conserva el carácter de auténtica acción humana: la decisión de adelantar la supresión fatal de su persona y de afirmarse así a través de la última ocasión de efectuar una decisión propia y significativa.
Los híbridos bestiales de La isla del Doctor Moreau también son el resultado de un experimento científico secreto y extravagante que desafía los límites de la naturaleza, aunque en este caso se trata de un resultado perseguido a propósito. Si en La mosca se desafiaba al mismísimo movimiento espacial, pretendiendo un transporte inmediato de los objetos que prescindiera del espacio, en la novela de Welles se reta al mismísimo desarrollo de la vida, pretendiendo una recombinación zoológica inmediata que prescinda del azar, del tiempo y de las resistencias de cada especie a la fusión con el resto. Al mismo tiempo, si habitualmente el híbrido monstruoso es el hombre deshumanizado que adquiere, cíclica o permanentemente, la apariencia y los modos de una bestia determinada, en particular de aquella que en cada ámbito suscita un temor más arraigado, como lo es el lobo en el caso de los bosques de las zonas rurales europeas, el doctor Moreau lleva a cabo la operación inversa: la humanización deficiente de un sinfín de bestias. Este conjunto fallido de especímenes aberrantes es producido por mor de un delirante perfeccionamiento civilizatorio de cada especie animal, que de este modo ve reprimidos sus instintos naturales por una manipuladora intervención humana, mientras que en las historias protagonizadas por híbridos salvajes sucede precisamente lo contrario: la desinhibición regresiva de los fieros impulsos reprimidos por el hombre, lo que convierte al sujeto en cuestión en una especie de lobo, de felino o de reptil, o en otro tipo de animal terrible o repugnante.
Esto último es lo que ocurre en todas aquellas ficciones donde se nos narra de qué manera la duplicidad del alma humana, dividida y oscilante entre la civilizada contención humana y el desatado salvajismo animal, conduce al consecuente desdoblamiento del cuerpo, proceso éste normalmente auxiliado por un factor externo que hace las veces de catalizador de la partición física, de impulsor de la transformación de un hombre en una encarnación de su trasfondo oscuro. Este detonante analítico puede ser un hallazgo científico exitoso que personifica el polo positivo y el polo negativo del individuo, la hipócrita respetabilidad diurna y la criminal degradación nocturna, como en El extraño caso del Doctor Jeckyll & Mr. Hyde, donde la parte sublime del alma tiene una representación refinada, mientras que el atávico desahogo de los bajos instintos se simboliza mediante una astuta y grotesca apariencia de bestia. Pero también suelen emplearse, para que cumplan la misma función reveladora, los siguientes estimuladores del cambio: un experimento fallido o accidentado, como en La mosca; un agente maligno que el propio sujeto ha convocado, como en Fausto, donde el hombre se divide entre dos extralimitaciones del justo término medio que fracasan por su ausencia de moderación, a saber, entre sus altas e ilimitadas aspiraciones intelectuales, cada vez frustradas por la soberbia atea, y sus bajas e insaciables pasiones carnales, cada vez castigadas por la pecadora concupiscencia; un maléfico factor reproductivo con el que la víctima se topa por sorpresa y que la liga a la fuerza a la milenaria cadena híbrida, como en El hombre lobo y sus variantes; o una insospechada herencia étnica ancestral que transmite fatalmente la escisión de las dos mitades opuestas, como en La mujer pantera, en la que los extremos en conflicto en el interior de la misma persona son la casta inhibición de la puritana y el desenfreno sexual de la devorahombres, causados, respectivamente, por el miedo al vergonzoso pecado y por el placer del vicio orgulloso.
Después de estas dos grandes clases de monstruos, esto es, de la que fusiona las condiciones de la vida y la muerte y de la que hibrida las condiciones de la humanidad y la animalidad, vendría una tercera clase igual de imposible o paradójica: la que mezcla en una misma criatura las condiciones de la normalidad y la monstruosidad, representada sobre todo por el ser deforme que se encuentra desamparado en un mundo desfavorable y que es rechazado por todos o acosado por unos cuantos. El ser humano deforme es visto, por su simple deformidad grotesca, como un monstruo horrible y repulsivo, y ésta es la razón por la que habitualmente acaba siendo un marginado o un perseguido. El circo, el negocio que se beneficia de la exposición morbosa de las excepciones impactantes y de las habilidades maravillosas, es uno de los ambiguos refugios laborales donde estos monstruos aparentes pueden esconderse de la furia popular y sentirse en cierto modo integrados socialmente, aunque obtengan el sustento y el cobijo a cambio de la exhibición espectacular de sus sensacionales deformidades, es decir, a cambio de permitir la explotación comercial de las mismas causas que les han llevado a tal estado de indefensión, como sucede en la película Freaks. Pese a las engañosas apariencias, los protagonistas de Freaks no son unos seres malignos y abominables que se dedican a aterrorizar por gusto a las personas normales, sino una desvalida hermandad autoprotectora que agrede y mata para defenderse de las humillaciones y los abusos que recibe en sus tratos con cierta gente agraciada. Como se advierte en éste y en otros muchos casos, el monstruo deforme suele presentarse como una variación del modelo del amor imposible entre una bella y una bestia, es decir, protagonizando una de las muchas historias que narran el salvaje deseo que siente un hombre solitario, misántropo, colérico y de aspecto bestial, tras cuya repugnante fachada se oculta un alma hermosa, hacia una bella muchacha en peligro que gradualmente, al tratarlo a menudo y a fondo, va descubriendo el auténtico rostro de su amable enemigo y sustituyendo su asco y su rechazo iniciales por una inclinación favorable, por un cálido entendimiento o hasta por un amor correspondido. En otras palabras, el viejo tema zoofílico de la bella y la bestia se presenta las más de las veces como un dulce vuelco positivo: el que se le da a los acosos enfermizos que sufren las criaturas ingenuas y a los brutales forzamientos a los que se somete a los seres desprevenidos, como aquellos que tenían lugar en los mitos helénicos cuando un poderoso pretendiente divino, irrumpiendo en forma de monstruosa bestia lasciva, violaba por sorpresa, gracias a su fuerza y a su astucia superiores, a la bella mujer humana que le hacía perder la cabeza. Cuando este hecho abominable se suaviza románticamente, mezclándolo con una versión pacífica del sacrificio de inocentes con que se aplacaban las sanguinarias exigencias de los monstruos, como las del Minotauro y las de los distintos dragones chantajistas de las leyendas populares, versión en la que ahora se produce un giro feliz que altera todo el sentido mítico de la historia, lo que se tiene entonces ya no es la agresión salvaje causada por el descontrolado apetito sexual de un asaltante aprovechado, sino una tierna, ardua y emotiva aproximación entre dos seres ejemplarmente desprejuiciados: el uno al fin desinhibido y el otro al cabo reprimido, hasta coincidir ambos en un sensato término medio.
Una de las ilustraciones más conocidas de este encuentro antinatural es la que protagoniza el grotesco jorobado de Notre-Dame, que es considerado un monstruo por los habitantes de París por dos razones fundamentales: porque su fealdad y deformidad congénitas les llenan de espanto y porque estos defectos físicos le han llevado a vivir oculto entre las sombras de una catedral gótica, como un sospechoso merodeador misántropo. Es, pues, la propia incomprensión social, la mera desaprobación popular, la que hace del bicho raro inofensivo un ser apestado al que entre todos empujan a buscar cobijo bajo unas condiciones siniestras, por lo que la calificación colectiva lo tacha en un primer momento de la lista humana y lo fuerza seguidamente a adquirir los indecentes atributos que ya le había adjudicado la fantasía mayoritaria. El asilvestrado campanero de París es el monstruo marginado que se sacrifica por salvar al objeto de su amor imposible. Si el apuesto héroe romántico se sacrifica o se suicida por la imposible consumación de su amor, el mártir contrahecho también hace otro tanto, añadiendo tan sólo una nueva oposición social convencional a la lista de prejuicios que, en los tormentosos idilios románticos, actúan como trabas insalvables frente a las auténticas pasiones admirables: la apariencia física inaceptable en una rígida sociedad uniforme.
Otro célebre monstruo deforme que también se conduce como un sospechoso merodeador misántropo, y que utiliza igualmente como escondite una intrincada arquitectura siniestra, es El fantasma de la Ópera. El famoso personaje de Leroux, así como su moderna actualización en ese refrito de motivos populares que es Darkman, representa el misterioso monstruo deforme que se lamenta de sus infortunios y se avergüenza hasta tal punto de su fealdad que la esconde detrás de una máscara. Se trata de un monstruo tan chantajista como el que ama y asusta a Bella, pero también es un conspirador rabioso, obseso, calculador y resentido, inspirado en El Conde de Montecristo y en su autoimpuesta misión de desquitarse resueltamente desde el anonimato de sus enemigos personales. Este monstruo ejecutor y clandestino se refugia en tétricos rincones que siembra con multitud de trampas, en laberínticas catacumbas góticas o en herrumbrosas fábricas abandonadas, desde donde planea y prepara cuidadosamente su venganza contra los culpables de que haya caído en desgracia y de que haya perdido su envidiable situación anterior: su aspecto agradable, el objeto de su amor o incluso la mismísima posibilidad de ser amado. En esta misma línea vindicativa se inscribe El fantasma del Paraíso, que es la desmadrada y lisérgica versión camp de estos clásicos del folletín de misterio, aunque, al combinarse con la idea del tramposo pacto fáustico, altera totalmente su sentido. Aquí la deformidad del genio monstruoso no es innata, sino, como en Darkman, sobrevenida accidental o criminalmente, y el supuesto monstruo no pasa de ser una infeliz víctima manipulada, a la que un magnate luciferino se dedica a parasitar y a la que su musa ofrece falsas esperanzas tan sólo porque le conviene utilizarla para el éxito de su carrera. El monstruo, pues, sería en este caso el maléfico y terrorífico negocio del espectáculo, la exprimidora industria sin escrúpulos que reduce a peleles desangrados a los muchachos con talento a los que vampiriza y machaca.
El hombre elefante no es la enésima versión del tema de la bella y la bestia, aunque recoja la idea de la injusta incomprensión que sufre el bicho raro cuyo ser profundo es mucho mejor que su desagradable superficie, sino que prefiere centrarse, como ya ocurría en Freaks, en el cuestionamiento del trato sensacionalista al que la mayoría uniforme somete al monstruo deforme, especialmente cuando éste es un falso monstruo que sólo da miedo por culpa de los malentendidos y los prejuicios, cuando no es sino un ser inocuo que está dotado de una humanidad mayor que la de los humanos normales. El relato de la triste existencia de Joseph Merrick sería, por tanto, un cuestionamiento de la propia representación ficticia que está teniendo lugar con el monstruo como protagonista. En esta desdichada historia verídica, lo verdaderamente importante es que la criatura repulsiva, cuyas malformaciones repugnan y fascinan a partes iguales a la buena e impresionable sociedad de su tiempo, resulta ser al cabo un inofensivo enfermo solitario, una víctima de la gente que sólo en teoría no es monstruosa, una inerme e incomprendida marioneta fuera de lugar, que se deja conducir mansamente por cualquier autoridad protectora y coactiva. Por eso mismo acaba convertida en jugosa materia prima para la explotación periodística y para la disección médica, o sea, para las dos principales formas modernas de exploración impúdica y de manipulación consentida. A diferencia de la pluralidad monstruosa y fraternal de Freaks, el hombre elefante apenas cuenta en algún momento excepcional con la consoladora solidaridad y comprensión de los suyos. Pero, en su caso, lo más significativo ya no es que se lo exhiba como un morboso fenómeno circense sino que se lo zarandee como un patético espectáculo científico, el cual es aún más deleznable que la cruel exposición de la feria porque trata de justificarse hipócritamente apelando a una falsa compasión filantrópica y a unos hipotéticos beneficios para el progreso general del hombre.
Al igual que El hombre elefante, y aunque ya no se trate de un repugnante hombre deforme sino de una repugnante forma inhumana, La criatura de la laguna negra también puede calificarse como algún tipo de monstruo humanizado, humanización paradójica que se consigue de la misma manera que en todos los casos anteriores: presentándolo como una víctima desamparada, como una presa asustadiza o como un extraño ser inadaptado, que sólo intenta sobrevivir en un medio ajeno e inhóspito y que se ve forzado a acatar las leyes y los patrones de los hombres normales, para los cuales él tan sólo significa una excepción espantosa y terrible. Pero, a diferencia del pobre e impotente Merrick, el monstruo escamoso y acuático está dotado de poderes especiales y no comprende ni conoce las claves del mundo humano, por lo que su conducta se vuelve amenazante y peligrosa a su pesar. En otras palabras: el desvalido anfibio extraterrestre huye y se defiende como cualquier fiera acorralada, a la que el hombre rastrea y acosa obsesivamente para exponerla en sus vitrinas como un trofeo de caza, y tanto da que el propósito de su captura sea una demostración de la valentía de los cazadores o una prueba de la sabiduría de los científicos. La misma historia del extraño ser incomprendido al que se persigue de una forma brutal es la que recientemente han tratado de contar los autores de Super 8, aunque en esta ocasión de una manera absurda, confusa e ineficaz, a través de las devastadoras evoluciones de una abrumadora máquina de matar extraterrestre. Puesto que resulta muy difícil dirigir la simpatía y la compasión del público hacia un depredador avanzadísimo y desalmado, esta dificultad obliga a forzar ridículamente los acontecimientos, a apelar con torpeza a humanizadores motivos revanchistas y a subrayar sin éxito la recóndita existencia en el bicho resentido de una inteligencia y unas emociones tan peculiares como mal empleadas. Esta incongruencia entre la naturaleza del personaje y su inadecuado tratamiento narrativo la entendieron con más acierto los responsables de The host. Por esta razón no se permitieron los tiernos giros melodramáticos orientados al reconocimiento del ser distinto, a la aceptación de ese hambriento mutante que se dedica a devorar a los hombres sin pretextos ni motivos pseudohumanizados, y tomaron la correcta decisión de centrarse en detallar de manera objetiva la caza, la ocultación y el abastecimiento alimenticio de un perfecto y terrorífico depredador anfibio. Esta escurridiza bestia submarina sería algo así como la criatura de la laguna negra entendida como un eficiente y precavido verdugo y, por tanto, convertida justamente en lo contrario de la invención de Jack Arnold: en un ser despiadado e inhumano respecto al cual carece de sentido tanto el apiadarse de él como el humanizarlo.
El mismo mensaje de comprensión y tolerancia con los que son distintos de los hombres normales, el mismo espíritu bienintencionado de reconciliación humanitaria con los que han sido marginados y ninguneados por su rareza, es el que intentaba transmitir, con poco éxito y con mucha imprecisión metáforica, Distrito 9, un Alien nación contado desde el punto de vista de los reportajes periodísticos televisivos que denuncian las escandalosas injusticias que acontecen en el mundo. La novedad que aporta este documental ficticio a las historias de los monstruos normales es las penosas condiciones de vida de un colectivo abandonado, el estado de embrutecimiento, descuido y apatía en el que se encuentran ciertos seres desesperanzados que han sido confinados en un suburbio ad hoc porque representan una amenaza para el resto, de tal manera que los paralelismos son tan obvios que saltan a la vista y remiten tanto al ghetto nazi como al apartheid sudafricano y a la reserva india. Pero el problema de identificar burdamente a judíos, negros y aborígenes norteamericanos con incomprensibles criaturas extraterrestres, con una minoría repulsiva, degenerada, viciosa y amenazadora que no pertenece a raza o a especie alguna de nuestro planeta, es que de este modo se defiende precisamente el planteamiento racista que se pretendía combatir, las ideas fundamentales de quienes atacaron a esos grupos por considerarlos una especie infrahumana e incivil, un pueblo no asimilable y desleal o una raza degradada y nociva. Si el racista convencido toma incorrectamente la metáfora (“parecen una especie aparte de la humana”) de forma literal (“y por eso hay que tratarlos como la especie animal que son”), el antirracista fallido toma incorrectamente la literalidad (“son una especie aparte de la humana y se los trata como tal”) de forma metafórica (“por lo que se parecen a ciertos grupos humanos a los que en algún período histórico se apartó a la fuerza del resto”). El símil funciona únicamente cuando el alienígena es un único monstruo humanizado, desvalido, lastimoso y acorralado, como E. T., el extraterrestre, que en el fondo no produce miedo ni causa repulsión, y que incluso puede llegar a dar una lección de humanidad a los propios humanos. Pero, en cambio, la analogía hace aguas cuando uno de los términos de la comparación es una asquerosa fiera inhumana que sabe defenderse ella solita o toda una minoría discriminada y oprimida que, debido a su número, a su hermetismo, a sus planes secretos, a su ininteligible organización social, a su poderoso respaldo exterior, a sus habilidades sobrehumanas y a sus avanzados ingenios militares, supondría un serio peligro para cualquier nación en la que de repente hiciera acto de presencia.
A pesar de sus dolores y sus desgracias, quizá la más triste y radical condición monstruosa no sea la de estos monstruos inadaptados y en apuros sino la del infortunado hombre invisible. Si los monstruos cósmicos ancestrales son criaturas indescriptibles, pero al menos tienen ciertas formas determinadas y lo único que ocurre es que se resisten a adecuarse a las limitaciones del lenguaje humano, el hombre invisible, en cambio, es el monstruo sin apariencia alguna, la presencia apenas advertida que carece de aspecto, aunque pueda ser percibido y detectado mediante otros sentidos distintos de la vista. Lo terrorífico del hombre invisible no es tanto su invisibilidad irreversible como su humanidad contradictoria y fallida, pues mientras que la inefable bestia extraterrestre asusta en igual medida tanto si se la ve como si no, y aunque los monstruosos dioses arcaicos carecían de una figura reconocible, un hombre es un hombre, entre otras cosas, porque se presenta ante el resto de sus semejantes con un aspecto determinado que lo hace identificable y, por tanto, similar y distinto al mismo tiempo. En cambio, el personaje de Welles, que es incomparable e irreconocible porque carece de toda identidad, al mismo tiempo afirma ser un hombre y además un hombre en concreto, cosa que ni él puede demostrar ni nadie es capaz de comprobar. Precisamente esto, la imposibilidad de poseer una identidad intransferible, la cual ha quedado reducida en su caso a una mera cuestión de fe, es la idea más turbadora de la historia del hombre que para todos los hombres era ninguno y que, por eso mismo, iba mudando de traje y de identidad sin adquirir ni conservar los propios.
Un ciego es el hombre que es visible para la mayoría de los hombres pero que no puede ver a nadie. Para el ciego, el resto de los hombres son hombres invisibles y por eso su relación con los demás ha de basarse en la fe, o sea, en la esperanza y en la creencia de no estar siendo engañado de continuo por los que podrían engañarle muy fácilmente, pero al menos es alguien y siempre es el mismo alguien porque es reconocido como tal hombre determinado por todos los videntes. En cambio, el hombre invisible hace ciega respecto a su persona a toda la humanidad, que sólo puede tratarlo como objeto de fe, mientras que, a su vez, él queda respecto a sí mismo como el único vidente de la tierra, como el único hombre que puede —inútilmente— reconocer a los otros hombres, es decir, como el hombre más solitario pensable. Así, esta ceguera invertida, que desplaza el “No veo nada pero soy visto por todos y, por tanto, tengo presencia y compañía” al “Nadie me ve pero yo les veo a todos y, por tanto, estoy ausente y abandonado”, convierte al hombre invisible en una nada en tanto ser humano y en tanto ser viviente a secas, por numerosas y variadas que sean sus manifestaciones físicas, pues precisamente cualquier mínima posibilidad de hacer acto de presencia, o de llamar la atención de los innumerables “ciegos” subjetivamente generados, produce inquietud, sobresalto o espanto en la gente que se encuentra en su cercanía porque se perciben unos efectos insólitos a los que nadie sabe atribuir una causa. En tales condiciones, el trato de los hombres con esta extraña forma de presencia se hace imposible o se equipara a la relación hostil y desconfiada que se establece con los monstruos.
Aunque por su tamaño, por su aspecto inocuo y por la reducción pueril que ha ido sufriendo no parezca conveniente incluirlo en esta lista de espantos, el duende de las supersticiones populares también puede ser considerado un monstruo con todas las de la ley. El duende es el pequeño intruso oculto que ordena o desordena en secreto nuestras pertenencias. Aunque a veces puede llegar a prestar su ayuda a la gente que la necesita, como hacen esos benéficos duendes futuristas que son las diminutas y entrometidas máquinas extraterrestres de Nuestros maravillosos aliados, lo habitual es que penetre sin permiso donde no lo llaman para revolverlo todo, por diversión, por gamberrismo o por sádico regodeo, como ocurre en Gremlins, donde unos duendes exóticos y malvados pasan de la travesura y la agitación al vandalismo y al crimen, organizándose a imagen y semejanza de las desenfrenadas pandillas de delincuentes juveniles que esparcen el caos en los apacibles pueblecitos de América. El duende es, por lo tanto, el ser diminuto, furtivo, travieso, inquieto, escurridizo, bullicioso y burlón que invade los hogares por placer, que se adueña de las casas ajenas y las revuelve y alborota. Este monstruo feérico humanoide significa, pues, el inexplicable trastorno del orden doméstico, la intrusión de un inadvertido agente anárquico del que el hombre trata de deshacerse por todos los medios a su alcance, sobre todo mediante tramposos desafíos que ponen a prueba la astucia de su contrincante.
En general y en sentido amplio, un monstruo es el ser desordenado y espantoso cuya mera presencia supone una violación de la ley, y esto justamente, la monstruosidad misma, el espantoso desvío de la norma, es lo que incluso el duende más inofensivo pone en práctica en los hogares donde irrumpe: saca las cosas de quicio y fomenta un reordenamiento inesperado e inexplicable, un orden o un desorden violentos que inquietan o asustan a los propietarios de los bienes que los padecen. La diferencia esencial que separa al duende de otro mágico intruso doméstico como Papá Noel, lo que hace que el primero pertenezca a la estirpe de los monstruos a pesar del cliché infantil y que el segundo se haya convertido en una figura benefactora y bonachona a pesar de la alteración que causa en el ánimo de los niños, es que este obsequiador desinteresado o este premiador moral, que en su origen pudo ser un duende dadivoso y bienintencionado, ya no produce una perturbación inasumible del orden doméstico porque se presenta como un forastero conocido al que se espera en las casas en una fecha determinada y, por tanto, no se trata en rigor de un intruso misterioso sino de un invitado bienvenido. El duende es representado coherentemente con el aspecto de un pícaro niño pelirrojo o de un avispado anciano barbudo, puesto que infancia y vejez son las edades en las que el hombre se divierte haciendo diabluras. Sin embargo, el duende no es sólo un incordio casero sin más consecuencias que la provocación de algunas molestias inofensivas, sino que también puede llegar a mostrarse como una criatura pérfida, malvada y homicida. No es descabellado suponer que el duende podría ser la adaptación perversa e invertida de los antiguos dioses protectores del hogar, de los guardianes invisibles de las casas romanas, que se encargaban de velar alrededor de las fincas para impedir la entrada a los extraños. Así, habrían pasado de ser los dioses que preservaban el orden doméstico sin hacerse notar a reinventarse como demonios que subvierten el orden interno llamando la atención. Pues si el guardián divino surge como reacción ante el miedo que siente el propietario a los asaltos a su hogar, su contrafigura exacta ha de actuar a favor del miedo que ya ha sido conjurado, es decir, ha de fomentar esos mismos temores convirtiéndose en la peor amenaza imaginable para aquel que ha instalado, cercando los límites de su propiedad, una barrera sobrenatural formada por los más poderosos detectores defensivos. En consecuencia, el duende ha de presentarse como un rondador indetectable que es capaz de infiltrarse por las más pequeñas rendijas y que campa a sus anchas dentro de los dominios ajenos, demostrando así la precariedad absoluta de lo supuestamente asegurado. Por lo tanto, esta categoría monstruosa en la que se inscriben los duendes es la que se asienta en un terrorífico cambio de estado: en la súbita mudanza de lo seguro en lo precario o en la misteriosa intromisión del caos en los órdenes más íntimos, trastornos que provocan un fuerte estremecimiento por su falta de prevención y de razones.
(Continuará)
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