Escribo este artículo —y los que vendrán después— con una enorme melancolía. Lo hago para saldar una deuda y porque lo he escrito y lo he borrado tantas veces en mi cabeza que hacerlo me servirá como exorcismo. Ya irán viendo los porqués de la melancolía.
Llevo muchos años interesado en la historia universal de la infamia. En contra de lo que se piensa, el siglo XX no ha sido más generoso en esta materia que los que le precedieron. Solo pasa que lo tenemos más cerca y mejor documentado. También me ha interesado, desde hace mucho tiempo, el problema de cómo reaccionar ante esos episodios recurrentes de genocidio y de lo que hoy llamamos crímenes contra la Humanidad. Ahí se encuentra la primera fuente de melancolía. No me refiero al aspecto político o práctico. Me refiero a la fundamentación jurídica de la persecución que yo creo viciada en sus orígenes y que sólo lentamente va encontrando el camino correcto.
Cuando los galos tomaron Roma, impusieron un rescate a sus ciudadanos de mil libras de oro. En el momento del pago, los romanos se dieron cuenta de que las balanzas se habían amañado y se quejaron. Breno, el jefe galo, no solo no aceptó la queja, sino que añadió a la balanza el peso de su espada mientras decía Vae victis, “¡Ay de los vencidos!”. Esta máxima ha permanecido y permanece vigente. Antes se asumía con más naturalidad: el vencedor imponía sus condiciones y la ejecución del derrotado —sobre todo del jefe derrotado— era una consecuencia habitual. Lentamente, comenzó a ocultarse bajo un lenguaje justificativo. Algo interesante de los lenguajes justificativos es que pueden terminar disolviendo las instituciones. Las ideas que se reflejan en la Declaración de Independencia americana, por ejemplo, no le impidieron a Jefferson seguir manteniendo sus esclavos (y tener hijos con sus esclavas), pero, a la larga, es difícil sostener que cuando se dice “todos los hombres han sido creados iguales” eso no incluya a los negros o a las mujeres.
Algo así fue pasando con las “reglas” de la guerra. El concepto de guerra justa o el ideal de una guerra caballeresca eran auténticos flatus vocis. Incluso en aquellos casos en los que podía haber un acuerdo entre naciones (mejor, entre príncipes), como en el de la lucha contra la piratería, siempre cabía, si existía un interés de Estado, soslayar las prohibiciones, por ejemplo con una patente de corso. Sin embargo, cuando nuestra civilización se convenció interesada, pero sinceramente, de su superioridad y decidió que ese era un argumento estupendo para imponer un modelo cristiano y occidental a todo el mundo, un subproducto de esa “misión” fue la necesidad de justificar sus tropelías conforme a esos ideales que se creían superiores. Así, los ingleses, a la vez que creaban un imperio colonial, terminaban imponiendo la prohibición de la trata de esclavos. Si le explicas a tus ciudadanos que los demás son bárbaros que hay que civilizar cada vez resulta más complicado comportarte fuera de los cánones que se supone defiendes. Este proceso no ha sido lineal y es extremadamente complejo, como lo demuestra el surgimiento del nazismo y de los totalitarismos de naturaleza marxista. En cualquier caso, lo evidente es que, mientras se seguía matando con la misma alegría y cada vez con más eficacia y mientras las guerras de agresión permanecían como una forma de hacer política, se iban abriendo paso las ideas de los que pedían, al menos, reglas para la guerra que la hicieran más humanitaria.
Los Gobiernos acallaban las voces de sus ciudadanos firmando tratados que sabían nadie les podía obligar a cumplir. No les aburriré exponiendo una lista de incumplimientos. Lo interesante es que esos tratados iban creando un lenguaje inútil en sus orígenes, pero que empezaba a abrir brecha en la idea antigua de que los conflictos se desarrollaban más allá del Derecho.
Esta mínima marea subterránea pareció fructificar definitivamente tras los procesos de Núremberg. Los más entusiastas defensores del derecho internacional ven en los juicios a los nazis el momento de nacimiento real del derecho internacional de los derechos humanos. Supongo que tienen razón en términos históricos, pero –sigo con la melancolía– esos procesos (y los paralelos de Tokio) son un ejemplo del derecho de los vencedores, por mucho que se pretenda otra cosa.
Desde entonces se amplió un concepto que siempre me ha parecido tremendamente conflictivo, el del derecho internacional consuetudinario, al ámbito penal. No había norma legal que justificara los procesos. Los ingleses, tan prácticos, quisieron actuar a la forma tradicional, fusilando a todos los dirigentes nazis sin demora. Fueron los estadounidenses, junto con los soviéticos, los que impusieron la decisión de que se efectuase un juicio público. El infame fiscal Andrey Vishinski, el responsable de los juicios espectáculo que llevaron a la muerte a cientos de miles de personas en la URSS, antes de la II Guerra Mundial, levantaría su copa delante de los jueces y fiscales designados por las cuatro naciones vencedoras, brindando por la pronta condena y ejecución de todos los procesados.
Siempre he pensado que esos juicios no fueron un comienzo en sentido jurídico. Los esfuerzos, básicamente de los jueces norteamericanos, para que los defendidos tuvieran derecho a su defensa, no podían evitar la creación ex novo y con efecto retroactivo de unos delitos que no existían como tales en ningún texto legal aplicable. Sí fueron un comienzo en otro sentido: comenzó una labor codificadora internacional, primero no vinculante —en la Declaración Universal de Derechos—, y posteriormente mediante la fórmula de tratados, que introdujeron una regulación cada vez más detallada y, por tanto, con una calidad suficiente, de las reglas de la guerra, del trato a los prisioneros y a la población civil, en conflictos internacionales primero y civiles más tarde, del genocidio, de los delitos de lesa humanidad, terminando en la creación, esta vez con una base legal indiscutible, de tribunales especiales para Yugoslavia y Ruanda, y de la creación del Tribunal Penal Internacional.
Esta labor codificadora fue desigual y durante muchos años (al menos hasta 1977) absolutamente inútil. Lo fue no sólo por razones prácticas, sino también por argumentos jurídicos de peso. La eficacia de muchas declaraciones de derechos se encontraba limitada en esos mismos tratados de muchas maneras diferentes. La misma Declaración Universal de Derechos se aprobó dejando constancia de su naturaleza no vinculante. A eso se uniría, naturalmente, el hecho de que la ONU fuese un organismo corrupto y repleto, incluso en las instituciones encargadas en teoría de promover y vigilar el respeto por los derechos humanos, de representantes de regímenes dictatoriales, totalitarios y responsables de las más graves violaciones de esos derechos.
Hoy muchas personas están discutiendo en España acerca de si nuestra Ley de Amnistía es legal (incluso de si es derogable y con qué consecuencias), de delitos imprescriptibles, de jurisdicción universal, de retroacción, de delitos permanentes. Estas discusiones tienen que ver con la Guerra Civil y sus consecuencias, con la existencia de crímenes nunca juzgados, con nuestra transición política, con el juicio al magistrado Baltasar Garzón. En muchas ocasiones se mezclan argumentos políticos, jurídicos, históricos, morales, como si cada uno de ellos debiera necesariamente tener una influencia en todos esos ámbitos. También a menudo se evita la complejidad de esa evolución legal para aplicar las categorías que hoy son indiscutibles a crímenes cometidos en épocas pasadas. Hay un exceso de confusión, de ruido.
Esto es lo que les propongo. En una serie de artículos, intentaré explicar mi visión de este fenómeno desarrollado en los últimos setenta años, relacionándolo con la posibilidad de investigar crímenes cometidos durante la Guerra Civil y después. También daré mi opinión sobre el proceso abierto por el magistrado Baltasar Garzón y sobre el proceso abierto contra él, en el Tribunal Supremo.
Sobre esto les diré que parte de los argumentos contra la asunción de competencia de Garzón se basan en una cuestión que no está relacionada directamente con el derecho internacional de derechos humanos, sino con normas internas de competencia de los tribunales. Baltasar Garzón basó su competencia en la existencia de un delito contra Altos Organismos de la Nación y Forma de Gobierno en conexión con delitos permanentes de detención ilegal. La competencia derivaría del primero de esos delitos (del que todos los responsables han muerto). Sin embargo, aun cuando los delitos —que, por cierto, ya no existen en nuestras leyes— fueran perseguibles, la competencia para su persecución nunca habría sido de la Audiencia Nacional, sino del Tribunal Supremo. No excluiré ninguna de estas cuestiones, aunque, insisto, pretendo centrar estos artículos más en la discusión sobre las cuestiones jurídicas que suscita la aplicabilidad del derecho penal internacional que sobre la causa contra Garzón por prevaricación.
Antes de terminar, les indicaré una cuestión esencial en lo que nos ocupa. A la persecución de los criminales de guerra, de los genocidas, de los responsables de esos actos repugnantes que se han incluido dentro de las definiciones de los tratados y de los códigos, le debería —si queremos ser consecuentes— pasar lo mismo que a esas declaraciones justificativas a las que me refería al principio. Entre los derechos humanos básicos se encuentra el del derecho a un proceso justo. Los elementos básicos de lo que hoy conocemos por derecho justo nos sirven para calificar como criminales a los que realizan juicios sumarísimos o juicios espectáculo, sin garantías. Todo el mundo tiene claro que el tirano de turno que, a través de mascaradas con apariencia de juicio en los que se aplica un derecho a veces creado para la ocasión para perseguir a sus opositores políticos, está infringiendo el derecho a un juicio con todas las garantías. Lo que no todo el mundo tiene tan claro es que esa misma infracción se produce si hacemos lo mismo con el genocida o el torturador.
En un mundo perfecto los delitos que más nos ofenden estarían así definidos de manera clara y taxativa, previamente, habría tribunales para aplicar esas normas y una fuerza coactiva que hiciera cumplir las penas. No estamos en un mundo perfecto, pero si queremos evitar los pasos atrás la piedra de toque siempre es nuestro comportamiento con el que nos parezca el más repugnante de los criminales.
Hablaba, desde el principio, de melancolía. Terminaré diciendo, por ser sincero, que la causa más profunda de esa melancolía es la creencia en que estos artículos serán inútiles. Suelo divertirme escribiendo para ustedes. Me parece que en esta ocasión no será así.
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¿Inútiles? Nunca se sabe. De todas formas, suelo divertirme leyendo lo que escribe y me parece que en esta ocasión también será así. Bienvenidos sean esos próximos artículos.
En cualquier caso, y respecto a la inutilidad de los mismos, deje que lo decidamos los demás.
Suscribo lo dicho por Irene en el primer comentario de arriba abajo. Gracias, Tsevan.
Hasta ahora Tsevan me producía complejo de inferioridad intelectual.
Ahora me produce, además, complejo de inferioridad ética.
Empiezo a sospechar lo del chiste de La Codorniz del psicólogo a su paciente: «Vd. no es que tenga complejo de inferioridad, Vd. es que es inferior»
Felicidades por el artículo y, como dice Irene, deje que decidamos sus lectores, que supongo que, por mayoría a la búlgara, ya hemos decidido que sí, que merece la pena.
Recuerdo que Alfredo Cruz, profesor de Filosofía Política durante mi carrera, trataba estos temas con una brillantez memorable: ius in bellum, ius ad bellum, Clausewitz, Nuremberg, tribunales y derecho internacionales, imposibilidad de una ONU sin fuerza coactiva, etc.
Compro esta tanda de artículos desde ya. Un tema fascinante.
Creo que los fundamentos éticos de la Ley es un tema fascinante y que su aceptación, es el instrumento más importante para la vertebración de una sociedad. Que no se tenga demasiado en cuenta incita a la melancolía desde luego, pero que no se traten, sobre todo por buenas cabezas, nos llevaría al desánimo o a ese estado de cinismo y desverguenza que tanto se está extendiendo por aquí.