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Manuel de Lorenzo: El polvo de la alfombra roja

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Si yo no hubiese existido, alguna otra persona me habría escrito”. William Faulkner

 Nos detuvimos frente al viejo cine de la Calle Mayor. No sé cuántas veces paso por delante a lo largo de la semana, pero hasta ese instante no me había dado cuenta de que ya no volvería a entrar. Si la memoria no me falla, la primera vez que vi una película en pantalla grande fue allí, con mi padre y mi hermano. Los protagonistas eran Tom Hanks y un perro, creo. Nada reseñable. No negaré que me apenó un poco comprobar que cerraba para siempre un lugar tan íntimamente vinculado a mi infancia, pero es lo que hay, sinceramente. El modelo de mercado ha variado y esos lugares pequeños, incómodos, obsoletos, ya no son imprescindibles. Quien me acompañaba lamentó que a la larga esto pudiese derivar en el propio declive del cine como manifestación cultural, y por ahí sí que no paso. ¿El cierre de las pequeñas salas de cine implica el inevitable fin del séptimo arte? Perdonen, pero lo dudo mucho.

Algo similar sucede con la literatura. En una ligera —muy ligera— comparación con la música, que se defiende de esta epidemia con forma de descarga digital desplazando su centro de gravedad del disco al directo, la literatura no será capaz de soportar el peso de la era digital y acabará pereciendo. O eso es lo que dicen. Los e-books, iPads y demás artificios del diablo provocarán la proliferación de páginas de descarga gratuita que minarán los ingresos de las compañías editoriales y el consecuente colapso de la industria literaria. El fin de la literatura… Y una mierda. Que las editoriales asistan inmóviles a la evaporación de su principal forma de financiación y no puedan retribuir a los autores que tienen en nómina no significa que deje de haber escritores. Sin ir más lejos, uno de los mejores cuentos que he leído últimamente lo ha escrito un buen amigo mío y no creo que exista siquiera una copia en papel. Él no es escritor profesional, pero escribe. Y además lo hace francamente bien. No me sorprendería que las descargas de sus textos, si algún día se decidiese a alojarlos en alguna web, se contasen por miles. Y además, gratis.

Y es en este punto donde surge la gran pregunta: ¿Es justo que quien haya escrito una novela o un ensayo no reciba una compensación por su trabajo? ¿No es esto una vulneración de sus derechos de autor? La respuesta es no. No se puede lesionar lo que no existe. No se puede impedir la eficacia de un derecho si ésta no se ha producido. Supongamos un pasado hipotético —y recalco el carácter hipotético del ejemplo por si a alguno se le ocurre venir hablándome de Historia del Arte o mecenazgos— en el que alguien, en el contexto de una civilización más o menos moderna, crea la primera obra de arte. Sus coetáneos, admirados de la belleza y exquisitez de la pieza, ofrecen verdaderas fortunas por su adquisición. El autor —probablemente ascendiente de levantinos dedicados al sector de la construcción—, ve con claridad el negocio y decide cobrar una determinada cantidad por cada copia que realice de la obra, poniendo en marcha un procedimiento muy rentable que se mantiene constante hasta nuestros días. El problema se produce cuando una variación en el modelo de mercado permite al público acceder de forma gratuita a las copias de la obra en cuestión. Los derechos de autor son un sistema de protección legal en virtud del cual el estado permite al creador, entre otras cosas, acceder a una parte de los beneficios que genera la distribución de su obra durante un determinado período de tiempo. En el momento en que tal difusión no produce renta alguna, no hay derecho que asista al autor en su pretensión de cobrar, del mismo modo que sería absurdo que el responsable de una mala novela reclamase derechos de autor alegando el esfuerzo invertido si nadie estuviese dispuesto a pagar por ella.

La diferencia entre este último ejemplo y la situación actual de la mayoría de escritores se encuentra en que ésta deriva directamente de la existencia de webs de almacenamiento digital de datos donde cualquiera puede descargarse sus libros. Sin embargo —qué putada— resulta que, con el Código Penal en la mano, en España estas páginas no son ilegales. Y aquí entra en escena la figura de la intervención del Estado. Si la legislación no prohíbe estas conductas y la industria literaria, tal y como está montada, se ve desamparada, habrá que intervenir para que esta barbaridad deje de estar permitida. Habrá quien sugiera esta posibilidad… Pues de eso nada. La intervención de los poderes públicos siempre debe obedecer al interés general, y no al particular de unos pocos. En el caso que nos ocupa, la única beneficiaria de una eventual reforma legislativa que convierta en ilegal lo que hasta ahora no lo era —porque ya me dirán qué otra forma de intervención pública podría llevarse a cabo si no es a través de la vía normativa— es únicamente la industria literaria. Y a alguno le parecerá fantástico. ¡Claro que sí! ¡Intervengamos para proteger la industria salchichonera cuando a alguien se le ocurra regalar salchichones! La intervención de los poderes públicos, como ocurre en el caso de la sanidad o la educación, es legítima cuando redunda en beneficio del ciudadano. Si esta meta se logra a través de la libre competencia, habrá que confiar en la oferta y la demanda.

Y mientras haya demanda, la literatura encontrará su camino. El mercado se adaptará, a pesar de la desaparición de las compañías editoriales —lo cual dudo que llegue a suceder, ya que la descarga desalmada de novelas no impedirá que algunos sigamos prefiriendo el papel, de igual modo que la salud del mercado del vinilo sigue siendo buena—. Es más, ni siquiera tiene por qué producirse la tan temida desprofesionalización de la escritura. La venta directa de obras por vía electrónica, que supone una reducción considerable de intermediarios, comienza a imponerse como una de las opciones más satisfactorias para el autor. La financiación mediante publicidad en las webs en las que el público puede acceder al contenido que le interesa no es un modelo ajeno —el propio magazine que están leyendo funciona así—. Las alternativas, como ven, no son escasas.

¿Es una pena que cierren las pequeñas salas de cine? Pues sí, es una lástima. Pero lo es por motivos sentimentales, no por sus posibles consecuencias apocalípticas. No es menos descorazonador que se traspase la tiendecita de la esquina que no puede competir contra la gran superficie, o que el tradicional taller de muebles no sea capaz de hacer frente a alguna empresa nórdica basada en el “hágalo usted mismo” —no quiero dar nombres para que no me denuncien los de IKEA—. El mercado muta y es obligatorio adaptarse a él para sobrevivir. ¿Será éste el fin del séptimo arte? Lo dudo mucho. Pero la industria del cine, tal y como la conocemos, debería ir empezando a recoger su cara y lustrosa alfombra. Antes de que se llene de polvo.

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3 Comentarios

  1. Los seres humanos somos los unicos que se preocupan por las especies en extinción.

    El caso, es que no se puede sobrevivir si no hay un cambio, y no solo me refiero lo del lio de la musica, hay una tactica llamada «los 1000 fans verdaderos» y practicamente es conseguir un grupo lo suficientemente grande como para mantenerte. El caso es que se combina muy bien con internet por poner un ejemplo; tu puedes escribir un libro y publicar solo el primer capitulo.
    Si a la gente le gusta, tendrá que saber que hasta no se llene un contador no se publicara el siguiente capitulo y así uno se asegura tener sustento para comer, aunque seguro que hay muchos más modelos de negocio.

  2. Bravo Manuel. Ya es hora de exponer la nueva situación desde el sentido común. Un saludo.

  3. No sé si es acertada del todo la comparación del séptimo arte con la literatura. Bien es cierto que en el segundo caso, la obra es una creación prácticamente directa del autor, en el que el formato digital ahorra muchos costes de producción, y la obra puede llegar al consumidor casi recién salida de la pluma de su creador.

    En el caso del cine, necesita mucho más trabajo de post-producción, amén de pasar por diversos estados que, desconozco en su totalidad, y encarecen el coste final de la película.

    Desde luego estoy de acuerdo en que el cambio es necesario e imprescindible para que se empiece a ver una puerta abierta a lo largo del pasillo.

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