«Jamás sería socio de un club que me aceptara». La famosa frase de Groucho se ajustaría perfectamente a la situación del teniente de navío Keith Gallagher pensando en el Martin Baker Tie Club* cuando su asiento eyector decidió que ya había vivido suficiente.
A 230 nudos el viento que le golpeaba en la cara después de que su casco saliese volando le abrumaba tanto física como emocionalmente. El ensordecedor ruido de las turbinas de su A-6 le hacía comprender a martillazos sonoros que la parte superior de su cuerpo se encontraba sin saber cómo fuera del avión. Pánico, dolor, desorientación, angustia, se abrían paso en su mente mientras boqueaba como un pez fuera del agua tratando de que un poco de aire se quedase en sus pulmones a esa velocidad. Sus brazos arrastrados hacia atrás parecían a punto de ser arrancados del tronco hasta que fue capaz de colocarlos cruzados delante del pecho mientras continuaba su lucha por respirar, lo más parecido a intentar beber un chorrito de agua de una manguera de incendios. La presión mantenía cerrada su boca y temía abrir los ojos por si la corriente vaciaba las órbitas. Como un tentetieso su cuerpo era zarandeado mientras sus piernas permanecían dentro de la cabina ante los incrédulos ojos del piloto. Era el día de su cumpleaños y Keith se repetía a sí mismo que no quería morir.
Ni se le pasó por la cabeza que su compañero Mark Baden intentase aterrizar así, por lo que su única oportunidad era que el Martin Baker completase la tarea que había comenzado por su cuenta y riesgo. Caer al mar le parecía en aquel momento la mejor de sus opciones y con esa intención tiró de lo que quedaba de palanca eyectora… para nada. La carga del asiento se había consumido y ya no respondería a sus intentos; el teniente iba a quedarse tal como estaba.
Baden aún no entendía muy bien cómo había sucedido todo. Las piernas de su bombardero pataleaban en medio de la cabina, la sangre chorreaba desde el lugar donde debía estar el techo y él trataba inútilmente de traer de vuelta al interior a su colega al tiempo que preguntaba por radio a gritos qué demonios se suponía que debía hacer. Con una tranquila frialdad que hizo cuestionarse al piloto si no estaría hablando con una grabación, el jefe del ala aérea del Abe le contestó : “Tráelo a casa”. Al menos su compañero seguía pateando todo lo pateable dentro del aparato, así que estaba vivo. Con esa certeza se preparó para el aterrizaje más difícil de su vida.
Al aproximarse a la cubierta, Gallagher dejó de moverse y un escalofrío recorrió la espalda de Baden al buscarle con la mirada. Su amigo estaba gris y con la cabeza caída sobre su hombro izquierdo. Quizá el viento había logrado romperle el cuello. Pensar que lo único que iba a llevar de vuelta al barco era el cuerpo sin vida de su socio no era lo más adecuado para ayudarle a concentrarse en lo que tenía por delante. Se prometió no volver a mirarlo.
En el porta los equipos de cubierta despejaban raudos el terreno y ponían en marcha el protocolo para los aterrizajes de emergencia mientras el Intruder era guiado desde el puente. A 300 pies Baden se olvidó de todo e hizo una aproximación de manual, consiguiendo enganchar al avión en el cable como si llevar a medio tipo colgando del fuselaje fuese lo más normal del mundo. Cuando bajó a la carrera de su asiento y aún antes de saber si su amigo seguía vivo, se quedó blanco al ver que el paracaídas de Keith estaba enredado en el timón de cola y bendijo no haberse enterado antes de ello. Al llegar a la altura de Gallagher y verle con los ojos cerrados y desmadejado se temió lo peor. Hasta que en un susurro le escuchó preguntar : “¿Estamos en la cubierta de vuelo?”. Con una aliviada carcajada Mark le respondió: “¡Felicidades, cabrón irlandés afortunado!” . Aquel 9 de julio de 1991 era el día del cumpleaños de Keith. Ciertamente había vuelto a nacer.
Milagrosamente seguía vivo, aunque muy mal herido. Su hombro derecho se había dislocado dos veces y vuelto a colocar en su sitio por la fuerza del viento, todo el brazo derecho estaba destrozado y el izquierdo no estaba mucho mejor a causa del impacto contra el techo, pero en seis meses estaría de nuevo en plena forma y preparado para volar. Además, estaba seguro de que se había ganado por derecho otra corbata para su armario.
*El Martin Baker Tie Club está formado por todos aquellos pilotos que han sobrevivido al lanzamiento de un asiento eyectable. Estos reciben una corbata exclusiva de la empresa Martin Baker, fabricante del artilugio que les ha salvado la vida aunque en el caso de Keith ‘Lucky Irish’ Gallagher, casi le cuesta su muerte. Cuenta con más de 900 miembros en todo el mundo.
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Interesante historia. En http://www.gallagher.com/ejection_seat/ hay mucha información, incluso un vídeo del momento del aterrizaje.
Lo del regalo de la corbata debe de ser una ironía de la empresa M. Baker… para mantener abrigados los güevos de supervivientes será.
Gracias por esta pildora
Woooaw!