En miles de ocasiones hemos visto a travestis o a transexuales en la gran pantalla como centro de gran impacto, soportando la carga de la trama en enormes clásicos inolvidables.
Comedias en las que aquellos Curtis y Lemmon se veían obligados a ocultarse de sus perseguidores vistiéndose de mujer, desatando carcajadas aún a día de hoy en Con faldas y a lo loco. O tres actores australianos en pleno road-trip por las antípodas en Priscilla, la reina del desierto; con su suerte de remake estadounidense de la mano de Wesley Snipes, Patrick Swayze y John Leguizamo; aquella impagable A Wong Foo. Gracias por todo, Julie Newmar con sorprendente cameo final y para la que Cindy Lauper se animó a rescatar su tema Girls just wanna have fun remezclado con cuatro frases más en referencia al trío protagonista. Por no mencionar la retrofuturista y, para qué engañarse, aún inclasificable Vegas in space.
Claro que es fácil hacer comedia tratando con travestis sobreactuados, pero en la misma época que Wilder hizo Con faldas y a lo loco, poco tiempo después el irreverente Jack Smith creó su orgía de la perversión en el mediometraje Flaming creatures, germen del culto homo en los USA , mientras que La Factoría de Warhol convertía en futuro producto pop a la ya entonces mujer Candy Darling en las colaboraciones con Paul Morrissey, especialmente en Flesh —más conocida hoy por ser la dama moribunda de la portada del álbum I am a bird now de Anthony & the Johnsons—. Utilizando estos representantes de lo audiovisual en sus obras a aquellos neomachos y neoféminas como parte de su obra vanguardista y arty en la década de los 60.
Ya en los 70, con el apogeo de las sesiones golfas en los cineclubs para ver Pink flamingos y los siguientes films de Waters de la mano de la impagable e irrepetible Divine o las hoy ya archiconocidas interacciones del público con The Rocky horror picture show, donde la presencia del travestismo se asocia ya a la provocación mediante el impacto visual, bien cargado de estética glam y con un tono mucho más festivo y despreocupado
Pero no siempre el cambio de sexo, sea por vía quirúrgica o por simple vía estética, fue utilizado como el indiscutible centro de la trama por parte de los directores. A destacar en especial dos filmes.
Uno, La ley del deseo de Almodóvar, que supuso una revolución en el universo creado por el manchego —arrastrando consigo a seguidores, imitadores y discípulos— al insertar por primera vez un personaje transexual que no hacía de su condición su bandera utilizando los artificios a los que se acostumbraba en el cine, sino que era otro personaje femenino más como todos los que había hecho Carmen Maura, con la simple peculiaridad de haber nacido con pene. Y el segundo, el más actual Hedwig & the angry inch, donde un ser humano pintado como una puerta y a medio camino entre hombre y mujer por un error en quirófano, narra su historia a través de sus temas rock llegando a un precioso final en el que se termina reivindicando a la persona que escondía sus problemas bajo pelucas y operaciones.
Bien claro se ve un cambio de este simple y pequeño puñado de ejemplos parejo a la evolución de la sociedad, siempre un poco por delante o un poco por detrás de los trabajos de diversos cineastas sin relación alguna entre sí. Sin embargo, pese a los ríos de tinta que podrían correr con cualquiera de los títulos mencionados, vamos a centrarnos en tres ejemplos que se separaron en menos o en mayor grado de la ficción para afrontar el asunto de los cambios de sexo de forma mucho más directa.
Glen or Glenda
Mucho antes que todas las películas de la introducción del artículo, Ed Wood, es ese tipo bajito de bigotillo chistoso, ya era considerado el peor director de todos los tiempos. Sin embargo, el tiempo le ha puesto en el lugar que merece tras reivindicaciones a finales de los setenta por grandes figuras del underground de entonces como el ya aludido John Waters o el más bizarro David Lynch. No sólo por ellos, sino también más adelante por el propio star-system de Hollywood, al rodarse el biopic del propio Ed dirigido por una figura de la popularidad del Tim Burton de mediados de los 90.
Edición caótica, actuaciones sin garra, imágenes de otros rollos previamente filmados metidos con calzador en el montaje final e innumerables fallos en pantalla. En realidad todo esto acabó dando igual porque Ed Wood contaba con estilo propio, algo que algunos cineastas milimétricos matarían por tener. Y pese a todo, muchas de sus obras como Plan 9 from outer space o Night of the ghouls son a día de hoy muy bien valoradas gracias a su estética cutre a la par que entrañable y a esa esencia de serie B que desprenden, siendo el cineasta una figura fundamental en el cine de género de los años 50.
Sin embargo, de su filmografía la obra que merece especial atención es Glen or Glenda. Dos historias en apenas una hora presentadas por Bela Lugosi en un papel de mad-doctor. La primera nos cuenta las andanzas de un hombre respetable que en la intimidad de su hogar se trasviste y la segunda es el proceso por el que una mujer atrapada en cuerpo de hombre decide pasar por quirófano para sacar su verdadero sexo a relucir. La película no destaca por diferenciarse del estilo habitual del director: las actuaciones siguen siendo malas y la narración atropellada, pero sin embargo se convierte en uno de los primeros largometrajes en los que directamente se defiende el travestismo. No en vano, el narrador explica que la afición a vestir con ropas femeninas no es una enfermedad, no responde a ningún tipo de carencia y que nada tiene que ver con la orientación sexual. Aunque obviamente, esta defensa lleva consigo una enorme autojustificación por parte del propio Ed Wood, ya que bien conocida era su afición por travestirse y el mil veces mencionado episodio de las braguitas bajo el uniforme de soldado en plena II Guerra Mundial.
Por otra parte, la historia del transexual se acerca más a la ciencia-ficción al tratarlo con un tono terrorífico, al entremezclarse este con temas científicos y biológicos, para acabar con un final feliz en el que la supuesta bestia acaba bien satisfecho sin haberle hecho daño a nadie. Todos contentos.
Como conclusión, lo que hace grande a Glen or Glenda no es sólo el valor de su creador al posicionarse a favor de las consideradas perversiones en aquella época, sino también la mofa involuntaria contra los más puritanos al utilizar a un narrador catastrofista que, cuando en realidad pretendía asustar, realmente da el punto sarcástico al conjunto. Sin contar como sarcasmo ni burla que más de media película se la pasa narrando desastres naturales, guerras, desplomes económicos como caldo de cultivo de la gran desgracia del cambio de sexo. Y bueno, el pulpo gigante. Ya sabéis de qué hablo porque Tim Burton lo ha sacado en el biopic: Ed Wood encuentra una cinta de un pulpo gigante que mira a cámara y le parece precioso, por lo que se emperra en meterlo en alguna peli, porque es guay, porque sí, porque tal y porque cual. Pues el pulpo sale en la película sin venir a cuento, flotando en la pantalla y desconcertando al máximo al espectador. Eso es todo. Yo no sé si existen motivos mejores para reivindicar Glen or Glenda, pero yo pienso que no.
Vestida de azul
Un grupo de travestis prostitutas en Madrid se lanzan a la calle en plena noche, buscando clientes. Tras varios minutos, vemos de fondo un coche aparcando, del que salen dos hombres caminando. Mientras las travestis discuten, ellos se acercan tranquilamente hasta que a lo lejos suena una alarma de policía y la escena se convierte en una cacería. Visones por los suelos, tacones rotos y collares desprendidos. Fellini ya hizo esta misma escena en su día en la Roma de los años cincuenta, donde una adorable Cabiria se quedaba absorta viendo cómo pasaba una procesión religiosa y de pronto, a golpe de sirena, tiene que esconderse entre unos arbustos para que no se la lleven a comisaría. Pero en Vestida de azul un rótulo que congela la imagen en plena huída de los protagonistas nos devuelve a la realidad: todos los personajes y situaciones son reales. Estamos viendo un documental, no Monjas a la carrera.
El documental dirigido por el malogrado Giménez-Rico consiste en un seguimiento a una serie de travestis mostrándonos su día a día, contándonos su pasado y hablando de sus predicciones del futuro. En 1985, pese a los vertiginosos cambios que habían experimentado la sociedad y la política en los diez años precedentes, los travestis y las prostitutas seguían siendo de los mayores marginados del país. Este documental, que no movió molino hasta muchos años después en los círculos cinéfilos más reducidos, fue uno de los primeros acercamientos a ambos colectivos en España. Pero cabe destacar que aquí, los relatos de las protagonistas van sucediéndose uno tras otro mientras ellas están tomando el café en una lujosa cafetería de la capital. Así conocemos a un grupo de lo más variopinto: una mujer madura con miedo a la soledad, un adolescente hormonado, una gitana que imita a Isabel Pantoja, dos hermanos prostitutas y una vedette transformista entre otros.
Está claro que todo lo que se muestra en pantalla posee tal intensidad que sobrepasan y dejan hechas cenizas las intenciones iniciales ajustadas a una férrea estructura de seguimiento que cumplían este tipo de reportajes de realidad, más típicos de un periodista que de un cineasta. Es, gracias a Dios, absolutamente imposible realizar un ejercicio convencional cuando sin venir a cuento una mujer enseña las tetas a cámara argumentando que en todo el barrio la critican por haberse puesto unos senos tan turgentes. Tampoco cuando un adinerado cliente de una de las prostitutas accede a llevar al equipo de rodaje a su enorme piso para permitirles grabar cómo ella le traviste antes de ponerse a follar los dos. Desde luego, pese a Pepis, Lucis y Bomes en la España de 1985 aún no estábamos tan acostumbrados a ver escenas tan maravillosas como esas, máxime tratándose de escenas reales, sin actores.
Eso sí, débese aclarar que Vestida de azul no es una sucesión de escenas chocantes con un trasfondo humorístico. Nada más lejos. Lo que para el resto de los mortales determinados actos son una rutina, para las protagonistas de la cinta a veces se trata de una odisea. Así vemos a una de ellas en la oficina del INEM, donde cuestionan su capacidad para diferentes trabajos por causa de su proceso de hormonación. Otra va con auténtico pavor a pasar el test psicotécnico del servicio militar, recibiendo unas chocantes palabras de tranquilidad por parte de su familia “Tú tranquila, que cuando llegues allá, te llamen y vean cómo eres, te anotan unos cuantos datos, te miden, te pesan y ya no volverás a verles”. Chocante, pero acertado, por supuesto. También vemos la cara que ponen en los hoteles, en las oficinas y en ayuntamientos los trabajadores al ver el DNI de las mujeres, ese trozo de cartón con una foto que asegura que son hombres. Las confusiones, las risas y los ceños fruncidos se pasen por doquier en menos de hora y media de duración.
Pero sobre todo cuando abordan los temas personales Vestida de azul ya deja directamente con la boca abierta a todo aquel que se precie. Hay un momento en que la gitana vuelve a su barrio y explica con toda la normalidad del mundo y entre sonrisas de nostalgia las palizas que le daban sus padres para enderezarlo cuando era niño, llegando a justificarlas en alguna ocasión. También vemos un tenso encuentro entre otra de las protagonistas con su exmujer, de la que se divorció cuando quiso cambiarse de sexo. Toda una bomba que estalla ante la cámara en forma de discusión delante del nuevo marido y del hijo de la antigua mujer abandonada, mostrándonos como afloran los rencores de la ruptura pese a todo el tiempo que ya ha pasado. Además, hay tiempo para mostrar el enfrentamiento de una de las transexuales y un cura. Una maravilla de conversación existencialista en la que el sacerdote intenta calmar a una desatada mujer que le remata contra las cuerdas con una lapidaria frase final “Si existe Dios, que sea él quien me juzgue como buena mujer cristiana y no usted”. Finalmente, debemos también destacar el cierre del documental, en la que la más joven del grupo narra a cámara la carta que le escribe a sus padres tras años sin verlos, sollozando cuando recita en voz alta las líneas en la que les dice que ya no es un niño, sino una mujer.
Sospecho que los realizadores del documental no imaginaban que grabando a un grupo de personas iban a salir esas bestialidades de testimonios y tales situaciones rozando el surrealismo, en las que el humor o la pena se multiplican por mil reventando la pantalla. Sospecho también que los implicados tampoco fueron capaces de verlo después y una vez montado el metraje lo considerasen una bizarrada sin sentido; pues la distribución, repercusión y aceptación de Vestida de azul resulta irrisoria, y de esta forma es como se ha obtenido uno de los mayores filmes de culto patrio (el culto verdadero el culto, culto; no el culto de Kill Bill) de las últimas décadas.
Paris is burning
Una de los diamantes más relucientes del género documental resultó ser este reportaje de 1990 que sigue de bien cerca el movimiento de las discotecas del Harlem de finales de los 80 girando en torno a la sala que da título al film. Como si de un remake de The warriors se tratase, diferentes bandas —las ‘houses’— del barrio se dan cita en la sala de fiestas en las que, según la categoría que toque, hay que demostrar qué house tiene el atuendo y la actitud más apropiada en cada combate. Bien cargado todo de hombreras, gomina y lentejuelas, los asistentes compiten por ver quién desfila mejor caracterizado como diva de Hollywood y de drag, pero también como escolar, como ejecutivo y hasta tiene lugar un duelo de voguing, consistente en una serie de poses y movimientos coordinados al ritmo de la música, de la forma más espontánea y natural del mundo. Como leen Qué ocurrente Ben Stiller, ¿verdad? Enhorabuena por Zoolander, Ben Stiller. Eres muy ocurrente.
Pero el mérito y la calidad de Paris is burning no reside —solamente— en la extravagancia de los asistentes a los ballrooms que el equipo nos muestra, sino en la historia de cada uno de los personajes que pasan ante la cámara. Las madres de las casas, las jefas de cada banda, contando cómo comenzaron a reunirse para bailar, haciendo los diferentes grupos y acogiendo a drogadictos y vagabundos que necesitaban salir del hoyo. Impacta sobre todo una escena en la que dos niños de trece años esperan en la puerta de la sala de fiestas para ver a las líderes de cada banda llegar con sus estrafalarios modelos. Al acercarse el cámara, uno de ellos aclara señalando a su amigo que él viene con su novio a ver los vestidos porque no quiere pasar mucho tiempo en casa, ya que su padre le abandonó y su madre le pega. Y es que, como bien aclaran al principio del film, Paris is burning queda al otro lado del espejo, en el país de las maravillas. Es sorprendente ver cómo alguno de los protagonistas que vivía en la más absoluta miseria pudo contar a cámara cómo la ilusión y las ganas de ir a bailar un sábado por la noche haciendo muecas de desprecio exageradas, como parte de la diversión, consiguieron hacerle salir de un pozo de inmundicia para aspirar como todo hijo de vecino a un curro de mierda para pagar el alquiler de un piso minúsculo y comenzar a formarse para trabajar algún día en televisión.
Y un punto especial debemos resaltar antes de finalizar de hablar de este film. Donde Glen or Glenda y Vestida de azul se posicionaban defendiendo a sus protagonistas como un grupo de personas comunes más, en Paris is Burning no existe más que los cámaras como testigos oculares del asunto y sin embargo, es de las tres películas la que más ha influído en la normalización de los marginados a los que cada uno de los filmes retrataba. Comenzando porque el Harlem a los finales de los 80, no era precisamente Tribeca, ni Beverly Hills, ni el barrio de Salamanca. En esta zona de Nueva York se concentraba la mayor cantidad de drogadictos, vagabundos y seropositivos del país. Si además juntásemos alguna de estas características con ser negro, homosexual o ambas ¡Voilà! Aquí tenemos el concepto de marginado social de aquel entonces en su máxima expresión. Y partiendo de este representativo cliché cuesta hacerse a la idea de cómo un movimiento minoritario en una zona marginal llevada a cabo por los considerados más bajos estratos de la sociedad ha conseguido despertar el interés de publicistas y creativos hasta el punto de llegar a reconvertirse el barrio en una de las zonas más prósperas de Nueva York en menos de diez años a través de las tendencias.
Partiendo por el imparable ascenso del documental, que salió vencedor en Sundance, la Berlinale y en numerosos premios de asociaciones de críticos tanto liberales y elitistas —NY, LA— como las más conservadoras, familiares y accesibles, como la de Kansas o la NBR. Pero también debido a todo este éxito de iniciativa que hizo fijar la atención en Harlem justo cuando el documental estaba teniendo lugar, afortunado testigo de una futura gallina de los huevos de oro. Así empezó a convertirse este simulacro de cultura de club en una tendencia a nivel internacional cuando saltó a la música de la mano del voguing a los videoclips de Madonna, de Salt N Peppa, diversos raperos como MC Hammer e incluso representado en nuestra piel de toro en un impagable videoclip de un remix del Bandido de Azúcar Moreno. Ese hit a reivindicar, cantado por las hermanas Salazar, ese grupo que canta de fondo Sólo se vive una vez en Happy together de Wong Kar-Wai.
Premonitorio título el de este documental, que una vez que salió a la luz, todo el conjunto que retrataba estaba ya empezando a convertirse en una tendencia de potencia arrolladora e intensidad abrasadora a lo largo y ancho de todo el globo. Llegando el día de hoy en la que, salvo contadas excepciones que vienen a poner nuestra percepción del mundo patas arriba, el uso de estos personajes en el cine ya es tan solo una anécdota sin importancia y no un reclamo de morbo para mostrar cualquier historia, buena o mala.
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