Arantxa Sánchez Vicario, uno de esos personajes del mundo de deporte a los que se les echa especialmente de menos cuando faltan. Durante su trayectoria pueden provocar más filias o más fobias pero en general el suyo es un trabajo de hormiguita, de Grand Slam en Grand Slam, de Copa Federación en Copa Federación, empezando por el gran bombazo: aquel imprevisible triunfo ante Steffi Graf en 1989, cuando la alemana venía de ganar cinco Grand Slams consecutivos, la medalla de oro de Seúl y llegaba invicta a Roland Garros, donde ya había dominado en 1987 y 1988.
Después de eso hay recuerdos fugaces: Arantxa en los Juegos Olímpicos, Arantxa ganando a Seles en 1998 después de comerse un 6-0, Arantxa ganando el US Open de nuevo a Steffi Graf después de estar al borde de la derrota en el segundo set… Imágenes que ocultan un palmarés y una consistencia de escándalo: cuatro grandes, doce finales en total, otros diez Grand Slams como doblista, cuatro medallas olímpicas (dos de plata y dos de bronce) y hasta cinco Copas Federación, el equivalente femenino a la Copa Davis, la última de ellas ante el huracán Hingis en Suiza.
Su problema fue coincidir en el tiempo con Steffi Graf y Conchita Martínez, es decir, fue un problema estético. Arantxa era la garra, la derecha liftada, el grito, el puño apretado, la adrenalina… mientras que Conchita era la clase, el revés cortado, la derecha plana, la elasticidad. Todo esto junto a una cabeza que no estaba a la altura de su talento. Aunque Arantxa fuera la primera en llegar, la primera mujer española en ganar un Grand Slam y, obviamente, la primera en repetir (Roland Garros, 1994, final ante Mary Pierce), Conchita se apuntó un triunfo de enorme prestigio. Wimbledon, ni más ni menos, y ante Martina Navratilova en la final, la nueve veces campeona.
Fue su única gran victoria. La única de una carrera plagada de inconsistencias pero que, de alguna manera, la colocó en un peldaño distinto al de la constante Arantxa. Conchita no era mujer de pegarse con Seles o Graf, se parecía más a una Gabriela Sabatini de los 90. Arantxa, sí. Arantxa era Rafa Nadal antes de Rafa Nadal, con su “vamos” incluido. Ya podían silbar los franceses sus bolas altas que ella no estaba dispuesta a dar un punto por perdido.
Su gran año fue 1994: ganadora en Roland Garros y en el US Open y número uno del mundo. La primera vez en la historia que un español o española llegaba a ese lugar desde que se crearon los rankings a finales de los 60. 1995 no empezó mal: finalista en Australia por segundo año consecutivo, aunque cayera ante Mary Pierce en la revancha de Roland Garros. En Francia llegaría también a la final: llevó a Graf al tercer set pero lo perdió 6-0 sin oponer resistencia alguna.
Tras dos finales de Grand Slam para empezar el año, llegaba a Wimbledon en plena forma. Wimbledon, la hierba que se resistía. En ocho participaciones, su mejor resultado había sido los cuartos de final que disputara en 1989 y 1991. Sin ir más lejos, el año anterior, el de su explosión, se había tenido que conformar con perder en octavos.
Sin embargo, había algo distinto esta vez. De entrada, venía de jugar la final de cinco de los últimos seis grandes y seguía disputando con Graf el número uno del mundo. Además, estaba el factor Conchita. La aragonesa había demostrado que se podía ganar en Wimbledon en una época en la que muchos tenistas españoles ni siquiera acudían al torneo y pensaban que la hierba era para las vacas. El juego de Arantxa no se acoplaba en absoluto al césped rápido, sus bolas altas no causaban el mismo daño… pero para perder tienen que ganarte y ese año la pequeña de los Sánchez Vicario no estaba dispuesta a que nadie la ganara.
Empezó el torneo como cabeza de serie número dos y decidida a no dar respiro: solventó sus cuatro primeros partidos en dos sets y se plantó en cuartos de final como si nada, arrolladora, la alemana Huber como única rival digna de ese nombre en unos tiempos en los que la diferencia entre las cinco primeras y el resto era abismal. La competición empezaba, por tanto, en cuartos de final y ahí su rival fue Brenda Schultz, la intermitente holandesa. No era la peor contrincante posible, pero le costó sacar el partido adelante: 6-4 y 7-6, la primera vez que le obligaban a jugar siquiera un tie-break en todo el torneo.
A su alrededor, las caras de siempre: Steffi, Conchita, la checa Novotna, que siempre brillaba en julio… Las semifinales la emparejaron precisamente con Martínez. El duelo de españolas, el duelo de estilos. La campeona contra la aspirante. La número tres del mundo contra la número dos. Aquello era un duelo mucho más mental que tenístico y se notó desde el principio: Arantxa ganó el primer set por 6-3, Conchita se revolvió para empatar el partido con un 7-6 agónico. Todo quedaba para el último set, el que daba acceso a la final.
Como tantas veces, Conchita se vino abajo y cedió su corona con un triste 6-1 en contra.
A los 23 años todavía —increíble, pero cierto— la catalana se plantaba en su primera final de Wimbledon, a un paso de la gloria, el paso que le faltó en Melbourne y París. Su rival saldría del enfrentamiento entre Jana Novotna y Steffi Graf. Novotna, como casi siempre, se adelantó y, como casi siempre, acabó cediendo en tres sets. Dos años antes había protagonizado una de las derrotas más dolorosas en una final de Londres, también ante la alemana, llorando en el hombro de la duquesa de Kent. Su recompensa llegaría por fin en 1998, pero para eso aún quedaban tres años.
Steffi Graf y Arantxa Sánchez-Vicario. Su quinta final. La alemana había ganado en Australia 94 y Roland Garros 95. La española en Roland Garros 89 y US Open 94. Era el momento para Arantxa. El momento no solo de desempatar sino de demostrar que ella también tenía clase, también tenía talento, también podía ganar en la hierba escurridiza como ganaba en la pesada tierra batida. El primer set lo ganó con cierta facilidad: 6-4. Estaba a una sola manga de ganar su Wimbledon, de igualarse con Conchita en el palmarés de Londres y dejarla muy atrás en el palmarés global. A una sola manga de pasar a la Historia. Recuperar el número uno.
El segundo set fue un paseo para Graf (6-1), así que todo quedó para el tercero. De nuevo, aquello no era una cuestión de tenis sino de mentalidad. Graf era mejor, sin duda, pero tendría que demostrar que podía ser la mejor también ese día en esa pista ante esa rival. Basta con ver a Federer para saber que eso no siempre es posible. Arantxa siguió con su plan: agresiva en el saque, golpeando siempre contra el revés cortado de Steffi; la alemana incómoda, muy incómoda, el público sin acabar de decidirse, animando a su reina pero también animando a la aspirante, las dos con su cinta en el pelo; tensa, Graf; corajuda, Arantxa.
El partido llegó al 5-5. Servía la española. Aquel quedará como uno de los juegos más vibrantes de la historia de Wimbledon. Duró 20 minutos, incluidos 13 deuces. Con 40-30, la bola de Graf toca la red… y se va a la línea. Después salvaría otra bola de juego con una volea imposible, lanzándose como Boris Becker a la hierba para golpear casi con el marco. Tantas veces dejó escapar Arantxa a la alemana que la alemana acabó ganando el juego, a la sexta bola de break, con una derecha profunda a la línea que la española mandó a la red.
6-5 y saque. Graf no era Novotna. Arantxa lo intentó pero la campeona no soltó la presa. Se esfumaba su Wimbledon y ella lo sabía. Fue una ceremonia dolorosa. Su tercera final consecutiva y las tres perdidas. Un 1995 prodigioso pero cortado de raíz en el peor momento. No sería su última final en Londres: un año más tarde, las dos tenistas volverían a citarse, después de un partido monstruoso en la final de Roland Garros que ganó Graf con un 10-8 en el último set.
No hubo color: 6-3 y 7-5. Dos mangas para ganar su enésimo Wimbledon. Arantxa empezaría un lento declinar que solo vio el esplendor de su victoria en Roland Garros 1998. Wimbledon se acabó para ella: semifinales en 1997, cuartos de final en 1998… y así hasta la segunda ronda en 2001, su última participación en Londres, Graf ya retirada, Venus Williams campeona por segundo año consecutivo. Arantxa, la niña prodigio, sin llegar aún a la treintena.