A veces se echa de menos la estrafalaria inocencia —más bien insensata, lo admito— de los primeros años setenta, cuando algunos flotaban todavía en la nebulosa resaca de la era hippie y quizá tan excitados por su fantasía como por el consumo de alguna sustancia de moda, llegaban a creer que un escritor de ciencia-ficción podía haber venido desde otro planeta para publicar aquí sus historias. Eran los años en que surgían como setas los “contactados”, embaucadores que aseguraban estar en comunicación directa con alienígenas y que organizaban tomaduras de pelo a gran escala, como la famosa invención de los “ummitas”, una estirpe espacial que teóricamente estaba visitando la Tierra.
Pero el caso de Jack Vance era (o es, porque a sus noventa y cinco años sigue estando entre nosotros) bien distinto. Nunca intentó embaucar a nadie, y sin embargo no faltaban quienes afirmaban —entre efluvios aromáticos varios, supongo— que el novelista norteamericano era un alienígena disfrazado. Algo que a él mismo le parecía ridículo: sólo había que verlo tocando el banjo para entender que no tenía demasiada intención de que nadie lo tomase por extraterrestre, sino por un californiano de pura cepa. Y sin embargo, su empeño en negarlo no hacía más que animar el rumor entre sus seguidores más alocados y su supuesta procedencia espacial se convirtió durante un tiempo en un chiste recurrente en el mundillo. Jack Vance, el presunto alienígena, era un escritor de fantasía y ciencia-ficción como otro cualquiera, que alternaba relatos de dragones y magia con otros situados en planetas perdidos en rincones lejanos de la galaxia, protagonizados por razas alienígenas de lo más variopinto. Como sucede a menudo en el género, Vance no era exactamente un gran literato, o al menos no un escritor completo. Sus argumentos no solían ir más allá de la aventura estereotipada y sus personajes eran, por lo general, más bien planos y desdibujados. Por otra parte, su literatura no tenía la profundidad científica y filosófica de un Arthur C. Clarke, ni la poesía de un Ray Bradbury, ni la complejidad metafísica de un Philip K. Dick, ni la profusión de ocurrencias tecnológicas y argumentales de un Isaac Asimov. Lo de Jack Vance eran más los devaneos con la acción pura y dura, sin demasiadas pretensiones intelectuales, rayando a menudo la literatura “pulp”.
Sin embargo, hay un aspecto que lo convierte en un clásico de la ciencia-ficción. Un clásico «menor», podría decirse, al menos cuando comparado con los grandes nombres… pero un clásico al fin y al cabo. Una seductora característica de su literatura fue lo que hizo que algunos de sus seguidores llegasen a insinuar que el escritor procedía de otro planeta. Esta característica era su desbordante imaginación a la hora de describir aquellos mundos lejanos y sus culturas alienígenas, con una singular inventiva que estaba al alcance de muy pocos maestros del género. Sus novelas y relatos de ciencia-ficción, si bien superficiales en la forma, no sólo suelen resultar muy entretenidos —rara vez decepciona en ese aspecto— sino que están repletos de detalles fascinantes e inesperados, producto de una fantasía admirablemente florida. Tal vez los personajes de Jack Vance no sean tridimensionales, ni sus argumentos especialmente intrincados, pero desde luego tiene una facilidad asombrosa para construir complejos decorados de un alucinante dinamismo. A veces se diría, efectivamente, que realmente ha visitado los mundos que describe y su literatura no tiene tanto de buena narración como de absorbente cuadro impresionista alienígena.
Quizá el mejor ejemplo de toda esta capacidad para recrear mundos increíbles es el “ciclo de Tschai” (también llamado “ciclo del planeta de la aventura”), una serie de cuatro novelas breves ambientadas en el planeta del mismo nombre, tituladas en su versión española Los Chasch, Los Wankh, Los Dirdir y Los Pnume. Cuatro novelas que conforman una única historia. Fueron publicadas entre 1968 y 1970, y España fue uno de los países donde tuvieron una especial repercusión.
El argumento del “ciclo de Tschai” no tiene nada de particular: Adam Reith es un explorador terrícola cuya nave se estrella en ese lejano planeta, desde el que se habían recibido extrañas señales. Atrapado en Tschai, Reith se pasará los cuatro libros intentando conseguir otra nave con la que regresar a la Tierra; una sinopsis más bien convencional que de ninguna manera puede condensar el torrente de imaginación vertido en la tetralogía. Insisto en que el argumento es verdaderamente lo de menos. Cuando hemos terminado de leer los cuatro libros nos queda una muy inusual impresión, es como si hubiésemos visitado aquellos lugares con el propio Vance y el planeta Tschai parece de repente extrañamente real. Uno pensaría que realmente puede tomar un autobús espacial y apearse en una ciudad Chasch o asistir a un sangriento espectáculo Dirdir. El lector puede percibir que los seres que habitan estas novelas representan unas culturas y formas de ser tan aparentemente consistentes y creíbles como las que podamos encontrar en la Tierra. No percibimos un aura de mitología inventada a lo Tolkien sino más bien un tono documental que resulta bastante sorprendente, sabiendo como sabemos que todo aquel mundo es una mera invención.
Tschai es un mundo no muy distinto a la Tierra —hay aire, plantas, océanos, nubes, ríos, etc.— habitado por cinco especies inteligentes. Una de ellas, para asombro del explorador Adam Reith, es la especie humana. Las otras cuatro son las cuatro razas alienígenas que dan nombre a las cuatro novelas y que comparten el planeta de mala gana, repartiéndose distintas zonas y guerreando ocasionalmente. Las relaciones no sólo entre las cinco especies sino entre todas las distintas subculturas en que se dividen, son bastante complejas.
Los Chasch son una especie de escarabajos enormes (o tortugas, según cómo lo vea cada cuál), divididos en dos variedades: los Chasch Azules son bastante civilizados, se dedican al comercio y viven en bonitas ciudades ajardinadas. Los Chasch Verdes, por el contrario, viven como hordas de bandidos violentos desperdigados por el paisaje. Ambas variedades de Chasch están enfrentadas entre sí aunque comparten, en el fondo, una misma inclinación a la crueldad y el sadismo. También comparten la habilidad para contactar telepáticamente entre ellos, lo que en mano de Jack Vance da lugar a diversas escenas casi más propias del National Geographic que de una aventura de ciencia-ficción. Los Wankh, por su parte, son una especie similar a los batracios que habitan ciudadelas recónditas junto al océano y que aprecian el aislamiento, mientras traman —al parecer— un asalto definitivo sobre el resto de ocupantes de Tschai. La raza Dirdir es la más tecnológicamente evolucionada, pero también la que está más en contacto con su naturaleza animal. Los Dirdir, que son delgados, altos y fibrosos, nacieron como una especie depredadora y pese a lo avanzado de su cultura siguen siendo luchadores temibles, practicando obsesivamente las artes del combate cuerpo a cuerpo. Una de sus actividades favoritas es la caza regulada, de la que a menudo son objeto los humanos, así como los combates rituales a muerte. Estas tres razas, Chasch, Wankh y Dirdir, llegaron a Tschai en tiempos remotos, arrebatando el monopolio del planeta a los Pnume, los habitantes originarios. Los Pnume aman la oscuridad y el silencio; viven en una gigantesca red de túneles en el subsuelo, un auténtico continente subterráneo en el que hay incluso canales, ríos y lagos. Vestidos con túnicas negras que ayudan a acentuar lo ya de por sí tétrico de su aspecto —el rostro de un Pnume se asemeja a la “calavera de un caballo”—, suelen ocultarse de la luz diurna y de la vista del resto de criaturas.
Las diferentes idiosincrasias y costumbres de estas cuatro razas van conformando un variopinto muestrario de civilizaciones, que encarnan formas de ser y de pensar tan variadas como a veces desconcertantes.
Pero el interés “sociológico” de la saga de Tschai crece con la aún más caleidoscópica variedad de los diferentes grupos humanos que habitan el planeta. Según descubre el protagonista en su periplo por tan asombroso mundo, los hombres y mujeres de Tschai son descendientes de terrícolas que muchas generaciones atrás fueron secuestrados por alienígenas y usados como esclavos. Algunos grupos humanos viven por su cuenta, ya sea en sociedades primitivas o relativamente sofisticadas. Los primeros humanos que Adam Reith encuentra en el planeta, por ejemplo, pertenecen a una tribu primitiva en la que el concepto de personalidad individual es sustituido por una especie de “personalidad accesoria”: un miembro de la tribu puede cambiar radicalmente su carácter si se coloca determinada máscara o sombrero ritual, en una especie de poderosa sugestión muy arraigada en su cultura. Estas peculiaridades alcanzan también a otros grupos humanos desperdigados por el planeta, ya vivan de forma casi salvaje o, más comúnmente, habiten en ciudades y sean más propensos al refinamiento.
Una buena parte de los humanos de Tschai, de hecho, viven todavía como siervos asociados a las diferentes razas alienígenas. Jack Vance le da una vuelta de tuerca a la capacidad de adaptación de la naturaleza humana, ya que los siervos de cada raza alienígena han desarrollado una subcultura propia en la que intentan imitar las características de sus señores. Así, por ejemplo, los hombres-Chasch están convencidos de que tras morir se reencarnarán en auténticos Chasch. Los hombre-Dirdir creen ser una versión mestiza e inferior de los propios Dirdir, a quienes se intentan parecer incluso mediante cirugía, y miran con desdén al resto de humanos del planeta. Otro ejemplo son los Pnumekin, humanos que conviven bajo tierra con los cadavéricos Pnume y que mimetizan el comportamiento silencioso y autístico de sus amos. En la tetralogía de Tschai no hay una sola humanidad, sino muchas, y la falta de profundidad en la descripción de los individuos es sustituida —y de qué manera— por un complejo retrato multiétnico extraordinariamente cuidado.
La riqueza y variedad de peculiaridades de todas estas razas, especies, subespecies y etnias termina transformando lo que formalmente parece una serie de novelitas de aventuras convencionales en un verdadero ejercicio de antropología especulativa. Jack Vance quizá no es hábil dándole forma a los individuos, pero sí lo es, y mucho, a la hora de construir las sociedades de las que esos individuos proceden. De hecho, Vance no se limita a fantasear sin sentido: combina los elementos fantásticos de la ciencia-ficción con toques de crudeza sociológica que le dan a todo el conjunto un admirable aura de verosimilitud. Otro atractivo de estos cuatro libros —y más teniendo en cuenta la época en que fueron escritos— es la manera en que el autor introduce en el relato, sin resultar nunca desagradable, las facetas oscuras de estas sociedades que retrata. Tschai es un reflejo irónico de la propia Tierra: la codicia, el egoísmo y la violencia abundan por todos sus rincones, aunque matizados por marcos culturales bastante dispares a los que estamos acostumbrados. La mediocridad ética es, con algunas excepciones, lo que impera tanto entre humanos como entre alienígenas. El protagonista de la aventura descubre pronto que por cada buena persona que encuentra, hay cientos de individuos de los que no puede fiarse. Y en cuanto a los alienígenas, los conceptos “bueno” o “malo” carecen de sentido, ya que pertenecen a culturas tan diferentes que cualquier intento de encuadrar su conducta en patrones morales humanos resulta infructuoso. El gran mérito de Jack Vance como “inventor” de razas extraterrestres es que, aunque son humanoides en la forma —tienen brazos, piernas, respiran aire, etcétera— su psicología es totalmente ajena a la nuestra. Los Chasch, por ejemplo, se divierten torturando humanos ocasionalmente… pero Vance no nos los presenta como villanos por ello. Son sencillamente diferentes: hasta cierto punto resulta casi lógico que no sientan demasiada compasión por los humanos. Ni las diferentes razas sienten grandes deseos de comprender a las otras, ni esperan ser comprendidos. Los distintos alienígenas se ignoran entre sí, o a veces combaten, pero no sienten ninguna inclinación al mestizaje. No son “racistas”, sencillamente funcionan de maneras demasiado distintas como para poder convivir estrechamente. Imagine el lector una versión más barroca de los mundos de Star Wars, con distintas civilizaciones, sólo que reunidas en un único planeta. En Tschai no existiría una taberna como la de la famosa película, en la que todos los “marcianitos” comparten bebida y música. Vance parte de la base de que especies psicológicamente distintas entre sí tenderán fundamentalmente a ignorarse y evitar el contacto mutuo. Como digo, uno de los aciertos de Vance es hacer a los extraterrestres lo bastante inhumanos como para que no podamos encuadrarlos éticamente con facilidad.
En cambio, la oscuridad sí adquiere tintes más morales cuando hace referencia a los propios seres humanos. En Tschai, como en la Tierra, hay de todo. Sujetos admirables y sujetos a los que no nos gustaría tener que ver. Hay incluso alguna alusión velada a casos de violación, pedofilia o asesinatos de corte psicopático, nunca narrados de manera truculenta sino más bien indirecta, pero que están ahí. Si bien es cierto que Vance no se recrea en estos extremos desagradables —sabe cómo evitar incomodar al lector— tampoco los ignora. Tschai es un mundo cruel.
Esta combinación entre sociología, psicología grupal y antropología aplicadas a razas totalmente inventadas es el núcleo principal y el auténtico atractivo del ciclo del “planeta de la aventura”. Los cuatro libros están repletos de una cuidada atención al detalle sociológico, y como comentaba al principio terminan teniendo más valor como documental ficticio que como mera aventura (aunque jamás deja de haber acción y jamás aburre, más bien al revés: engancha).
Porque otra faceta sorprendente —quizá no la principal, pero sí la más llamativa en la escritura de Vance— es la viveza que transmiten sus breves y ocasionales descripciones del paisaje. No suele detenerse mucho en ello, y además Tschai es como decíamos un planeta no muy distinto a la Tierra. Pero este novelista, de entre todas las imperfecciones y carencias de su prosa, destaca por su capacidad para generar en el lector una fresca y vívida imagen del planeta, a menudo usando sólo un par de frases no demasiado originales, pero misteriosamente evocadoras y eficaces. De vez en cuando el lector de Vance experimenta la inexplicable sensación de estar viendo con sus propios ojos un horizonte, o un océano, del que sólo se le han transmitido un par de adjetivos. Esta facilidad para componer panoramas mentales y transmitirlos a sus lectores contribuyó, claro, al chascarrillo sobre la supuesta procedencia espacial del escritor. Es tan brillante paisajista como creador de civilizaciones nuevas.
En cuanto al estilo, las cuatro novelas del ciclo son ciencia-ficción pura y dura, pero aun así dejan entrever la influencia que la fantasía —un género ampliamente cultivado por Vance en otros libros— tiene en su manera de concebir un mundo inventado. Vance dibuja mapas, sitúa ciudades, delimita fronteras, describe vestimentas y rituales. En el ciclo de Tschai no hay magia como en otras de sus novelas, pero Vance se ayuda de la visión sesgada y generalmente repleta de tópicos que unas razas tienen sobre otras para generar una cierta atmósfera mitológica. Los esquemas mentales de los habitantes de Tschai no llegan casi nunca a ser religiosos, pero sí están siempre teñidos por un poso de leyenda, y tampoco son inhabituales los dogmas y las supersticiones. El hecho de que el planeta esté ocupado por cuatro razas alienígenas dominantes hace que los humanos desarrollen un acentuado sentido de la tradición y de la pertenencia, según en qué parte del planeta haya nacido y junto a quién les ha tocado vivir. No hay demasiado lugar para el escepticismo o el relativismo cultural en Tschai, lo cual convierte un planeta tecnológicamente muy avanzado en casi una recreación de la Edad Media.
Sin el torrente de ingenio que Jack Vance demuestra en la cuidadosa elaboración de sociedades y culturas, muchos de sus relatos no hubiesen abandonado el ámbito de las revistas “pulp”. Pero consigue que todo un mundo cobre vida ante nuestros ojos, en cuatro novelas de las que no nos preocupa tanto el desenlace de la aventura como el seguir obteniendo detalles sobre las extrañas existencias de las gentes del planeta, sus costumbres, ceremonias y creencias. El destino del protagonista es una mera excusa para viajar por aquel lugar, un mundo que resulta más fascinante cuanto más sabemos sobre él. Esto es algo habitual en las historias de Jack Vance pero probablemente alcanzó la cumbre con el ciclo de Tschai. Es como un tratado de «xenología», pero también un extraordinario libro de viajes.
Como aficionado a la saga desde hace muchos años, uno de los mayores anhelos —y también, por qué no, un serio peligro— que albergo es el de una posible adaptación cinematográfica. Que sería, todo hay que decirlo, bastante compleja de realizar. Quien piense que ya resultaba meritorio trasladar el universo de El señor de los anillos a la pantalla debería echar un vistazo a la barroca imaginería del planeta Tschai. Hoy en día existen medios tecnológicos en el cine como para poder concebir la hazaña, pero la popularidad de la saga de Vance no es comparable a la de otras de fantasía o ciencia-ficción; no sé hasta qué punto es probable que la industria se plantee una superproducción en torno al “planeta de la aventura”. Es casi seguro que una buena versión en pantalla grande multiplicaría el culto a estos cuatro intrascendentes como tremendamente fascinantes volúmenes, pero no creo que haya multitudes de lectores esperando ansiosamente esa adaptación. Sea como fuere, desde luego me parece una posibilidad intrigante. Contemplar a los Chasch caminando por las tranquilas calles de su ciudad, a los Dirdir dando grandes zancadas en plena cacería de humanos, a los Wankh asomados a las murallas de sus ciudadelas o a los Pnume deambulando en la penumbra junto a los lagos subterráneos, constituiría un espectáculo digno del precio que quisieran pedir por la entrada. Sí existe, de todos modos, una adaptación al cómic, pero aún no me he podido hacer con ella.
En definitiva, cuatro libros muy entretenidos y muy recomendables para cualquier aficionado a la ciencia-ficción, que pocas veces habrá encontrado un muestrario tan asombrosamente redondo de rarezas extraterrestres y culturas de un exotismo hipnótico. Creo que ningún amante del género quedará indiferente tras haber conocido Tschai y todo lo que hay en él. No falla: es un mundo al que todos queremos volver cada cierto tiempo.
Un buen artículo. Quizás sobra la reiteración en destacar las supuestas carencias literarias del buen Jack. La CF es una literatura de ideas y en ella eso es lo primordial. No he visto a nadie quejarse de Galdós porque en sus novelas no propone ingeniosas extrapolaciones sobre el futuro de nuestra sociedad, no sé si me explico.
Por lo demás, la fascinante y extraordinaria sugestión de realidad que Vance transmite al describir paisajes o culturas alienígenas es una constante en toda su obra.
Meneo. A ver si hay suerte.
¿Como, Ijon? ¿Estás diciendo en serio que a la ciencia ficción no tiene por qué exigírsele buena literatura? No, majo: se le exige a la ciencia ficción, al drama, a la novela negra, a la comedia y a todo lo que haga falta. El paternalismo y la condescendencia por un género porque sea «nuestro», fuera.
Otra cosa es que yo no esté muy de acuerdo con las carencias literarias de Jack Vance, a quien veo muy sabio distribuyendo la narración.
¿Sociología extraterrestre?, creo que no y creo mas bien que, deberian haber puesto en el enunciado «sociología fantastica extraterrestre». Porque, ¿de donde se sacan?, que los extraterrestres usen espadas medievales o usen capas y ropones de estilo medieval.
¿Es quizas? la imaginación del creador de estas historietas, la que imagino que los «extraterrestres» imaginados por este imaginario «creador», fueran ambientados en la edad media,ya que como no hay constancia de tales extraterrestres, directamente se toma como modelo algo conocido, pasando ademas porque los extraterrestres en la forma que sean, no sean mas que eso, pura fantasia imaginaria.
Enhorabuena por descubrir que son libros de ficción!
Podría decirse que la relación que la obra de Vance mantiene con la sociología y la antropología es semejante a la relación que «Los Viajes de Gulliver» mantienen con obras como «Naufragios», de Álvar Núñez Cabeza de Vaca.
Ahora que lo pienso, el ciclo de Tschai es una especie de versión extraterrestre de «Naufragios».
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Interesante artículo, sobre todo cuando destaca la poderosa imaginación antrópologica de Vance.
También estoy de acuerdo con algunas de las carencias que se le atribuyen: la poca profundidad que suelen tener sus personajes, la simpleza de sus argumentos «pulp».
Sin embargo, la prosa de Vance me parece infravalorada. En el mundo anglosajón, Vance tiene cierta fama de estilista. Michael Dirda escribió sobre él: «Vance possesses one of the most distinctive voices in all fiction — languid, sardonic, wirtily periphtastic. Think of a mixture of Gibbon and Wodehouse».
¿Quizás haya sido «traicionado» por las traducciones?
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