Woody Allen, de nombre real Allan Stewart Konigsberg, nace en Brooklyn (Nueva York) el 1 de diciembre de 1935 en el seno de una modesta familia judía. Su padre ejerce diversas profesiones; entre ellas, camarero y grabador de joyas. Su madre es encargada de la contabilidad de una floristería. No sabemos si realmente el niño Allan pasó su infancia huyendo de la escuela hebrea para avistar submarinos nazis en la playa de Rockaway. Ni si sufría a diario el acoso de los matones de su barrio, quitándole éstos las gafas para pisotearlas delante de sus narices. No parece probable que su casa estuviera bajo una montaña rusa, lo cual explicaría su temperamento nervioso, aunque sí podamos admitir que a los diez años viviera angustiado por la expansión del Universo, por más que su madre asegurara que «Brooklyn está aquí abajo, y Brooklyn no se expande».
Si aceptamos la fiabilidad de sus propias notas autobiográficas (provenientes de esas mismas entrevistas en las que asegura, una y otra vez, que es un sobrevalorado autor de películas mediocres con escasas excepciones) parece que fue un pésimo estudiante, al que sólo le gustaban el béisbol y los trucos de cartas, y que no tuvo ningún interés intelectual hasta que supo que podría ligar con chicas si leía a los clásicos rusos. Sí parece, en cambio, que el jazz y su clarinete fueron una afición temprana. Sabemos con seguridad, por otras fuentes, que comenzó a ganarse la vida desde los quince años escribiendo chistes para diversos periódicos locales. Que a los diecisiete años ya formaba parte de la nómina de guionistas de la NBC, ganando más dinero que sus padres juntos. Que a los diecinueve años escribía para clásicos de la televisión americana como The Ed Sullivan Show o The Tonight Show with Steve Allen. Su carrera fue meteórica, y a los veintidós años ya ganaba mil quinientos dólares semanales.
Su primer contacto directo con el público llega en 1961 cuando, aconsejado por sus agentes, comienza a ejercer de monologuista en teatro y televisión tras vencer con dificultad su inicial timidez. En 1964 llega a sustituir a Johnny Carson al frente del Tonight Show durante las vacaciones de aquél. En 1965 ya es un humorista televisivo conocido en todo el país, que ha revolucionado la standup comedy gracias a un particularísimo sentido del humor, absurdo y surrealista, materializado en monólogos clásicos como éste:
Llegan entonces las primeras ofertas para el cine, y las primeras decepciones. Su guión ¿Qué tal, Pussycat? (What’s new, Pussycat? , 1965), es masacrado por los productores de la United Artists en su traslación a la pantalla. La película, que cuenta en el reparto con Peter Sellers, Peter O’Toole y el propio Woody Allen, es sin embargo un taquillazo, lo cual no impide que Allen asegure que, si se hubieran ceñido a lo que él había escrito, «habría sido el doble de divertida, y habría tenido la mitad de éxito».
Consciente de su fracaso al defender sus guiones ante una major como United Artists, acepta una curiosa oferta de la modesta American International Pictures (AIP): crear un doblaje alternativo al inglés de Kagi no Kagi (una lamentable versión cutre japonesa de los films de James Bond) convirtiendo, así, una película mala en deliberadamente mala, y por tanto divertida. El experimento se llama What’s up, Tiger Lily? (en español Lily la Tigresa, aunque también se puede encontrar como Woody Allen, el número uno , 1966). La película supuso una nueva decepción profesional para Allen, que arguyó que la idea no tendría gracia más allá de los 60 minutos de duración. Los productores, sin embargo, la alargaron hasta los 79 para asegurar la distribución.
Así, mientras Allen continuaba abriéndose paso en la industria (con pequeños papeles como el de Jimmy Bond, sobrino de James Bond, en el impresionante reparto de la muy irregular Casino Royale , 1967), los fiascos de Tiger Lily y, sobre todo, Pussycat, le hicieron comprender que la única manera de proteger sus historias era dirigiéndolas él mismo, idea refrendada cuando su obra teatral Don’t Drink the water fue nuevamente masacrada en su adaptación a la pantalla (Los USA en zona rusa, 1969). Con Toma el dinero y corre (Take the money and run, 1969) arranca, pues, su impresionante carrera como director y guionista, materializada en prácticamente una película anual desde entonces.
Toma el dinero y corre es un debut más que notable. El tono de falso documental narrado permite a Allen suplir sus lógicas carencias en materia de puesta en escena y construcción de la historia, pudiendo centrarse exclusivamente en el aspecto visual de los gags. El arranque del film, que condensa en ocho minutos la infancia y juventud del «temible» criminal Virgil Starkwell es, en este sentido, modélico: los chistes se suceden vertiginosamente y funcionan como un reloj (el ya citado de las gafas pisoteadas, el abuelo que cree ser el Káiser Guillermo y su revisión de tropas en el patio del manicomio, el desfile de la orquesta con violonchelo y muchos más). El resto de la película es algo más errático y marcha por debajo de ese arranque inicial, aunque incluya alguna de sus primeras citas memorables: «Me enamoré inmediatamente. A los quince minutos quería casarme con ella. A los treinta, abandoné completamente la idea de robarle el bolso». Vista hoy, Toma el dinero y corre es, a pesar de sus carencias, un pequeño clásico que gana aún más por comparación con sus dos siguientes películas, en las que la distancia entre lo que se pretende conseguir y el resultado finalmente obtenido es mucho más evidente.
En Bananas (1971) y Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar (1972) se adivina el torbellino de ideas hilarantes que Allen alberga en su cabeza, su inspiración cómica e intelectual (su juego de referencias va de los Hermanos Marx, Chaplin y Keaton a Shakespeare, Sergei Eisenstein o Michelangelo Antonioni) y la primera aproximación a los grandes temas de su carrera (la religión, la banalización del sexo, la inestabilidad emocional, el matrimonio, etcétera). Pero en las dos películas abundan chistes que funcionarían a la perfección sobre el papel o en un monólogo, pero naufragan en la pantalla (el episodio de Gene Wilder y la oveja de Todo lo que siempre… es un claro ejemplo). Tampoco consigue Allen otorgar continuidad al desfile de gags. Bananas es su Sopa de Ganso particular, en versión algo descarriada, y Todo lo que siempre… la mejor representación de sus aspiraciones y carencias por entonces. Pero los dos films son, sin embargo, ejercicios necesarios en su filmografía, que le permiten ir reduciendo el exagerado ámbito de sus pretensiones para acotar su campo de visión y perfilar un estilo propio.
De hecho, entre ambas películas se rueda el que casi podría ser considerado su primer film «estilo Woody Allen», tal y como lo entendemos hoy en día, aunque paradójicamente no sea él su director. Se trata de Sueños de un Seductor (Play it again, Sam, 1972), dirigida por Herbert Ross y basada en el libreto de la obra que Allen había escrito e interpretado en Broadway pocos años antes. En ella, además, Allen debuta en pantalla con la primera de sus muchas musas, una jovencísima Diane Keaton (que también había protagonizado la obra original en Broadway). Woody interpreta a Allan Felix, cinéfilo recientemente divorciado y amante de las películas de Humphrey Bogart, que aplica las enseñanzas de éste (cuyo fantasma o proyección se le aparece) a su relación con las mujeres. Se trata de una pequeña, deliciosa y encantadora película en la que ya atisbamos algunos de los elementos que han hecho grande la filmografía de Allen, como esta secuencia a cuenta de la banalización del sexo:
En Sueños de un seductor desaparecen los defectos de los films anteriores. El discurso es más realista, acotado, medido. Allen no es el comediante anarquista, revolucionario, ambicioso y pasado de frenada de sus primeras películas. Los mejores chistes siguen estando ahí, pero no hay distracciones. El film apuesta por la sencillez y gana la partida. Herbert Ross era casi un funcionario, un director de corte clásico, de esos que nunca dejarían una impronta autoral en su obra porque comprenden que la misión del director es ser totalmente transparente. Es posible por tanto que Ross tuviera una influencia profunda en el primer Allen, que le mostrara a éste el camino para seguir desprendiéndose de accesorios inútiles e ir perfilando un estilo sencillo, pero igualmente cómico y basado en las mismas premisas. Quizá sea ésta una elucubración exagerada, pero resulta muy revelador observar que a día de hoy Sueños de un seductor tiene el aspecto formal de muchas películas posteriores de Woody Allen. Es cierto que está rodada en San Francisco, pero incluso esto fue un accidente del camino (una huelga de los equipos de rodaje de Nueva York, donde se desarrollaba la obra original, obligó a trasladar la producción).
Es un hecho, además, que Allen dirige después otras dos comedias alocadas en las que, sin embargo, consigue afinar un poco más el tiro. El dormilón (Sleeper, 1973) es su disparatado y, a día de hoy, único acercamiento a la ciencia ficción. La última noche de Boris Grushenko (Love and Death, 1975), con su discurso de novela rusa rodada por el hermano jocoso de Ingmar Bergman, es probablemente la mejor de sus primeras comedias absurdas no ambientadas en Nueva York. El autor de chistes para columnas de los periódicos, el monologuista televisivo, sigue creciendo como actor, guionista y director, y elabora un film plagado de referencias en el que todo cabe: de Guerra y Paz a Groucho Marx, de Sergei Prokofiev a los pioneros del cine mudo:
Tras una nueva colaboración como actor (La tapadera, 1976) Woody Allen entra en una nueva fase de su carrera. Ha dirigido cinco películas hasta entonces, en las que ha pretendido ir canalizando paulatinamente, con desiguales resultados, el inabarcable espacio artístico que el magma de ideas en su cabeza había definido en sus inicios como cineasta. Dicho de otra manera, Woody ha presentado el remolino de géneros, referentes, maestros y modelos a los que pretende acercarse, y éste tiene un equivalente en su increíble ingenio y capacidad de inventiva. Pero para orientar tamaña amalgama hacia un discurso propio es necesario despojarse de mil elementos superfluos y recoger ese huracán en una obra tan personal como sencilla. 90 minutos a ras de suelo, nada más. El siguiente rodaje de Allen constituye, precisamente, la escenificación perfecta de esta batalla, un desmesurado proyecto acotado, perfilado y perfeccionado en la sala de montaje. Y será la piedra de toque, el film del cambio. No la mejor de sus películas, pero sí la que determina el momento más importante de su carrera.
El proyecto se llama Anhedonia, y en él Allen se rodea de excelentes colaboradores. Inicia con éste una serie de films con Gordon Willis (El Padrino) como director de fotografía. Vuelve a contar con Diane Keaton para el papel femenino principal. Y escribe, junto a Marshall Brickman (con quien ya había trabajado en El Dormilón) un ambicioso guión que combina un thriller de suspense con una historia de amor. Finalizado el rodaje, Allen cuenta con cuatro horas de película, que reconstruye totalmente en la sala de montaje. Tras un primer corte reduce la duración a dos horas y media. Finalmente decide sacrificar la parte de suspense, que constituía el punto de partida del proyecto, y centrarse en la historia de amor. Dieciséis años después retomaría la historia suprimida con sobresalientes resultados (Misterioso Asesinato en Manhattan). Pero, en 1977, Anhedonia ya no es un thriller de cuatro horas, sino una comedia romántica de noventa y tres minutos. También ha cambiado el título antes del estreno, por consejo de la productora: ahora se llama Annie Hall.
Para muchos la verdadera obra fundacional de su filmografía, Annie Hall marca perfectamente la transición de un cine disparatado a otro nuevo, con un aspecto renovado, y menos dramático de lo que podría parecer al principio. Esta última impresión queda de hecho reforzada tras el estreno del siguiente film de Allen. Tan obsesionado parece éste por seguir dramatizando su discurso que, para muchos, con Interiores (Interiors, 1978) se pasa totalmente de frenada. La historia trágica de tintes «bergmanianos» de una familia «bien» de los Hamptons, en la que Allen decide por primera vez no actuar, sigue siendo a día de hoy una de las obras más controvertidas de su carrera. Interiores cuenta con un ferviente, aunque reducido, grupo de defensores, pero el hecho es que resulta paradójico que Allen decidiera emular tan descaradamente a uno de sus directores fetiche justo cuando había conseguido, al fin, perfilar un estilo propio.
Woody vuelve a ese estilo en su siguiente film, pero suprimiendo todos los accesorios irreales y fantásticos de Annie Hall (su interpelación directa al espectador, el viaje material a través de su infancia, el inserto de dibujos animados…). Además, se siente cada vez más confiado en su capacidad como director y afronta, junto a Gordon Willis, el rodaje del film de mayor belleza formal y plástica de su filmografía. En maravilloso blanco y negro, Manhattan (1979) es, hasta hoy, la máxima expresión del Allen director. A años luz de la tosquedad visual de sus primeras películas, se adivina en cada uno de sus fotogramas la intención de posicionar la cámara en el ángulo preciso, en el momento preciso. Escenas como la del planetario o las múltiples secuencias en interiores de apartamentos descubren a un autor que indaga en la psicología de sus personajes por medio de la cámara. Así, el humorista de los años sesenta, el guionista y director novel de los primeros setenta, cierra su evolución y se revela, al final de la década, como un portentoso guionista y un magnífico director de cine.
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Estupendo, supongo habrá una continuación.
Gran relato. Esperando la II parte.
Gracias al autor.
Gracias por este artículo. Me voy corriendo a volver a ver las pelis de Woody Allen. Divertido e interesante. Magnífico final con fuegos artificiales y orquestas desatadas. Un final que es un principio, el de la cinta Manhattan y el de un montón de artículos que espero sigan a este.
Suspiro de satisfaccion.
El otro día obligue a la familia a ver La ultima noche de Boris Grushenko, Allen tiene cierto ascendente en mi casa, pero esta película es poco conocida, y resulto todo un exito, al menos en mi casa.
Como fan de Allen, una gozada recuperar viejas sensaciones línea a línea. Me declaro totalmente fan de Sueños de un seductor y es la película que siempre recomiendo a aquellos que dicen que no entienden el humor de Woody. Si no te ríes con la cita a 4 en su apartamento tienes algo estropeado dentro de ti.
«La lluvia arrastra los recuerdos por las aceras de la vida»
Cómo me he reído con la escena del museo de Sueños de un seductor. Qué grande es Woody Allen. Me pasa algo parecido con él y con Los Simpson. Puedo ver sus películas 5 o 10 veces y seguir riéndome tanto o más que la primera vez. A ver quién consigue eso.
Magnífico artículo. Tengo una especial relación con Woody Allen, que va del amor al odio sin saber muy bien por qué. Es algo así como una persona que me cae mal, pero a la vez bien y, sobre todo, me hace muchísima gracia. Espero la segunda parte. Un saludo.
Excelente artículo, espero la próxima entrega
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Adoro a este hombre porque muchas veces me ha permitido conocerme a mi mismo. Mi enhorabuena a Iker por el análisis de esta primera etapa que tan buenas sensaciones transmite.
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