Underground
Suelette Dreyfus y Julian Assange
Trad. de Beatriz Iglesias, Montse Meneses Vilar y Telmo Moreno Lanaspa
Editorial Seix Barral
El pasado 24 de octubre el fundador de WikiLeaks y coautor del libro que nos ocupa anunciaba, con esa pomposidad de víctima carismática cuya rebeldía ha de purgarse sobre el ara imperialista, que la célebre plataforma de filtrado masivo dejará de publicar cables y amenaza quiebra a causa del bloqueo financiero a que la han sometido VISA, Mastercard y PayPal. O eso denunciaba Julian Assange. La conspiración de los poderosos del mundo, aliados con la plutocracia de Wall Street y amenazados por la labor indómita de desenmascaramiento liderada por este Robin Hood de la información, ha conseguido talar los árboles de Sherwood que hasta ahora daban cobijo a los proscritos benefactores. Algo más de una semana después, los tribunales británicos que juzgan la presunta agresión sexual de que se acusa a Assange dieron luz verde a su extradición a Suecia, país que el propio activista calificó de “Arabia Saudí del feminismo”. Quizá Berlusconi y Strauss-Kahn coincidirían en la apreciación.
Confesemos ya que a uno no le cae simpático el personaje. No propendo a la fe en las reinvenciones semanales del periodismo merced al armageddon de Internet y de las redes sociales. Si usted le da un iPhone a un mono, e incluso un iPhone y un iPad al mismo tiempo, ni revelará el segundo Watergate ni escribirá como Gay Talese, así que el periodismo seguirá dependiendo por los siglos del talento de unos ojos observando y unos dedos tecleando. WikiLeaks no hubiera dado tanto que hablar si cinco diarios prestigiosos del mundo entero —The New York Times, The Guardian, Le Monde, Der Spiegel y El País— no hubieran recibido, cribado, contextualizado, reelaborado y publicado sus cables, cuyas revelaciones más o menos interesantes no han logrado la dimisión de un solo embajador, mucho menos la sorpresa en quienes ya sabíamos, sí, que Estados Unidos comanda el planeta y hace lo que tenga que hacer con mejor o peor estilo para seguir comandándolo, como toda primera potencia de la historia.
Tampoco admiramos tanto a Diógenes como para no reivindicar la función vital de contrapoder que inspiró el nacimiento de la prensa libre y que debe seguir campeando en su frontispicio si lo que queremos es legar a nuestros hijos un régimen democrático de libertades, donde se reciban visitas extemporáneas únicamente del lechero de Churchill. Y la prensa, mal que bien, continúa cumpliendo ese papel, como no dudará por ejemplo Iñaki Urdangarin. Claro que obran intereses políticos y económicos condicionando salvajemente a uno o a otro medio, pero como coexiste una pluralidad de líneas editoriales, la censura en unos viene a compensarse con la verbosidad del de enfrente y es de esta manera como del ovillo de la opinión pública va retejiéndose a la postre un cabal tapiz de perspectivas, para quien lo quiera o pueda mirar con distancia. Así resume uno sus tesis metaperiodísticas, género floreciente en nuestro tiempo y en nuestro gremio, si es que conoció alguna vez decadencia. Comprenderán ustedes entonces el rechazo instintivo que me causan las tesis conspiranoicas internacionales, puestas de moda por el tal Hessel para indignación de mentes simples, que tintan de negro la mano villana de los mercados y de blanco dickensiano la del irresponsable que firmó esa hipoteca, en una suerte de maniqueísmo cromático bastante sonrojante amén de populista. Lo que no quita para que, efectivamente, vivamos en un régimen de estricta plutocracia financiera, por supuesto.
Este libro, publicitado en las solapas como el On the road de Kerouac poniendo hackers en el lugar de beatniks, no trata sobre WikiLeaks sino sobre el nacimiento de la comunidad hacker internacional a finales de los 80 y su explosión mediática —y judicial— durante los 90. La autora, australiana como los primeros ciberforajidos que románticamente se pusieron a hurgar en las costuras de la incipiente red informática mundial, establece sin embargo un paralelismo entre el ideal subversivo de los primeros hackers y el ideal de transparencia antigubernamental de WikiLeaks, sin duda persiguiendo el interés comercial de la marca de Assange —en sus tiempos también afamado hacker australiano—, que participa en la documentación de esta obra pero no en su redacción. El nexo se hace patente en el epílogo, donde Dreyfus escribe: “WikiLeaks podría describirse como un ciberagitador, un sitio web de guerrilla o un delator anarquista (…) Este sitio web se ajusta a la filosofía de los primeros hackers: la información debe ser libre y de dominio público, la tecnología puede ser usada para derribar las fronteras sociales, debemos sitiar la información prohibida”. Toda una declaración de idealismo naïf que provocaría las carcajadas de Maquiavelo o de cualquier otro teórico del poder. Está bien la tensión antagónica entre medios y políticos, por supuesto, siempre que no se olvide que el secreto es una de las premisas de la gobernabilidad y que el pueblo primermundista, mayormente, anda atareado en otros intereses que el de solicitar el repliegue inmediato de las bases de la OTAN y que retiene del informativo básicamente las noticias de deportes y del corazón. Lo cual nos devuelve a la sospecha de que Assange no piensa en la sed informativa de las masas cuando se dedica a filtrar cables por todo el mundo, sino en acrecentar el diámetro de la aureola mesiánica del propio Assange, un deje de narcisismo irresistible que es la marca psicológica de todo hacker.
Fuera de ese epílogo sobreañadido de tono justificatorio —la primera edición es de 1997—, Underground no es más que el relato periodístico de las hazañas de una serie de muchachos pioneros de la infiltración en ordenadores de la NASA, empresas informáticas, bancos, universidades o incluso el Departamento de Estado norteamericano. Dreyfus muestra cómo el underground pirata obedecía en su origen y desarrollo, básicamente, al mero prurito de vanidad personal de los hackers, que sólo excepcionalmente usaban sus habilidades para dañar conscientemente el sistema intervenido o estafar dinero a las compañías de telecomunicaciones o de finanzas, dinero que invertían en comprarse un ordenador más potente o en hacer llamadas gratis a otros hackers. La curiosidad es la partera de la ciencia, ya se sabe, y lo prohibido un estímulo poderoso para la hiperactividad juvenil, siempre deseosa de superarse. La comunidad fue creciendo a golpe de ingenio y audacia, compartiendo sus logros en chats vigilados por expertos policiales que al final acababan golpeando a la puerta del veinteañero que tecleaba ajeno a todo frente a la pantalla. Algunos acababan en la cárcel, pagando la falta de jurisprudencia reinante por entonces para esta casuística con penas sobredimensionadas a causa de la rabia acumulada por los administradores del Gran Hermano, que durante meses debían soportar los mensajes burlones y jactanciosos que a su propio ordenador les enviaban los intrusos.
En cuanto a las referencias ideológicas de aquellas tiernas y talentosas cabecitas, cabría citar un revoltijo muy 15-M en donde se centrifugaban máximas de Trotsky, la protesta antinuclear, el pacifismo exclusivamente antiamericano, la biografía de Malcolm X, las letras nihilistas de los grupos punk, el islam anticapitalista en algún caso o las sagas míticas —antirrealistas— de Tolkien. Añadiéndoles desazón ecológica y feminismo militante, resulta el dibujo acabado del antisistema de 20 años después. Otros hackeaban porque sí, sin otra inspiración que el ego o la incompetencia social para ligar con chicas o jugar al fútbol.
El trabajo documental es lo mejor del libro, pero este mandato tan anglosajón de la exhaustividad investigadora se agradece cuando sus resultados no acusan un exceso de prolijidad. Por no hablar de la prosa de colegial —con errores gramaticales de hecho—, cuando no de friqui desatado en párrafos casi ininteligibles por puro abuso de jerigonza telemática: “La gente no podía acceder a la red de NorTel desde Internet si lo hacía a través de BNRGATE. En cambio, la gente podía acceder a Internet desde dentro de NorTel, via (sic) telnet”, leemos alucinados en la página 308. Un buen periodista no es solo el que contrasta celosamente las fuentes, sino el que, merced a un don narrativo, sabe familiarizar a un lector profano con una temática especializada. Da igual que hables de tauromaquia a un belga si eres Chaves Nogales y escribes Juan Belmonte, matador de toros. Underground habría trascendido su etiqueta de libro de culto friqui si su autora hubiera sabido profundizar en la psicología de sus personajes, pero eso depende del grado de sensibilidad literaria de cada cual, y Dreyfus y Assange tienen muy poca.
Mucho del software artesanal puesto en circulación por aquellos hackers acabó, como suele pasar en estos casos, siendo aprovechado por el sistema, y algunos de los mejores piratas trabajando para las compañías que antaño hackeaban. La admiración que les profesa su biógrafa en este volumen no es que delate parcialidad: es que ella misma ya declara su alineamiento contracultural desde la introducción, donde Dreyfus asegura que WikiLeaks “ha contribuido a cambiar el mundo de una manera nada desdeñable”. Dígame usted en qué, cabría replicar. Quizá lo más llamativo del libro, para el lector español, estribe en una descarnada apología del juez Santiago Pedraz a cuenta del caso Couso que podemos leer en el epílogo, con ataques incluidos a Cándido Conde-Pumpido por venderse al embajador de Estados Unidos en Madrid. “¿Hemos llegado a un punto donde solo los curiosos y los insensatos pueden salvarnos del Estado de la vigilancia y del Estado secreto?”, se pregunta quijotescamente en la última página. Es cierto que hay más cámaras que nunca y más incomodidades también en los aeropuertos so capa de nuestra seguridad. Pero debemos primero estar muy seguros de la alternativa que viene a instaurar aquel a quien aplaudimos por transgredir las reglas.
En una columna que Arcadi Espada publicó en el diario El Mundo el 14 de diciembre de 2010, el periodista articulaba así su conocido clamor contra WikiLeaks en el desierto del papanatismo corporativista: “Esta actitud del ciudadano que exige al poder transparencia y que se niega a transparentarse personalmente en un aeropuerto es peligrosamente coherente en su puerilidad. Cuando el poder democrático exige áreas opacas en su gestión y el derecho a la confidencia en sus comunicaciones lo hace por las mismas razones que dispone los escáneres en los aeropuertos: el mal existe y actúa. El pueblo malcriado se rebela en uno y otro caso. Parece que es dignidad, pero no hay nada de eso. Solo ejercicio del privilegio. Envidia”. Y envidia pueril del sistema es, efectivamente, el único cargo que uno presenta contra Julian Assange y su alargada adolescencia antisistema, la misma de la que no se curan por ejemplo el intelectualmente acneico movimiento 15-M ni sus turiferarios mediáticos. Puede que la envidia, en fin, también sea un motor no desdeñable del periodismo, pero cabe esperar que una vez puesto en marcha lo conduzcan unas manos convenientemente encallecidas de teclear sobre los molinos de viento del sistema y sobre las lanzas rotas del antisistema.
Felicidades a Jot Down por el fichaje de Jorge Bustos
¡Qué bien se retrata el autor en el último párrafo citando al ínclito A. Espada! Pero en el sentido contrario a lo que dice. «Envidia» es lo que trasluce este texto. Y, aún más, contiene datos falsos ya en el primer párrafo:»las filtraciones… no han logrado la dimisión de un solo embajador». Por favor, lea a sus coetáneos: «las bajas causadas por Wikileaks son 4 o 5 dimisiones, entre ellos los embajadores estadounidenses en México y Ecuador”, dice ABC tirando a la baja (http://www.abc.com.py/nota/wikileaks-cambio-periodismo-y-obliga-a-gobiernos-a-redifinir-sus-secretos/)
Y ello, sin considerar los innumerables cambios administrativos y de gobierno forzados por WL que el Sr. Bustos quizás considere irrelevantes, por pertenecer a países de África, Asia o América.
Mejor haríamos preguntándonos por qué el mayor impacto de las filtraciones no ha tenido lugar en las «democracias asentadas»… que quizás debieran llamarse «apoltronadas».
Si Intereconomía – de donde viene el Sr. Bustos – hubiese hecho la millonésima parte que Wikileaks por liberar información contrastada, aún cabría algo de legitimidad a sus «argumentos». «Envidia», pues, autodefensa corporativa (de las corporaciones para las que se trabaja) sazonada con absoluta falta de solidaridad profesional, como revela el pasaje respecto al caso Couso.
Este palimpesto de citas y metáforas, supuestamente cultas y que no vienen a cuento, no merecen ni el calificativo de liberal. La ignorancia del fenómeno no le permite siquiera al autor aprovechar la deriva libertariana que podría extraerse (de modo torticero) del fenómeno hacker. Ni siquiera se saca partido para alimentar el neoconservadurismo que rezuma el texto. Porque esto es una defensa a ultranza por conservar lo que ahora se disfruta: un crédito profesional con los días contados.
Volviendo al párrafo final: ¿qué demonios tendrá que ver la transparencia exigible a los gobernantes y a los gobernados?¿Quién paga a quién? ¿Quién vigila a quién? Puro Adam Smith, al que se le hubieran revuelto las tripas tras leer esto.
Por si alguien quiere leer algo más sobre WK:
http://propolis-colmena.blogspot.com/search/label/wikileaks