“Nunca hice ni ensayos ni experimentos… Motivos diferentes requieren métodos diferentes. Esto no significa ni evolución ni progreso, sino una relación entre la idea que se quiere expresar y el medio de expresarla.” (Pablo Ruiz Picasso)
Los días de bohemia de Picasso se completan con los huecos que deja libres el arte, como el collage donde a los óleos se les añaden los materiales y los objetos. Él mismo afirma que “lo que se deja en la tela es lo que se piensa, lo que se es. La personalidad no existe fuera del pintor, no añade nada a la pintura: está dentro.”
Dice Santiago Amón que es su amigo Braque quien, al añadir por primera vez a uno de sus cuadros una inscripción con caracteres tipográficos, se da cuenta de que se halla ante uno de los mayores descubrimientos del arte moderno. Días después va a contárselo a Picasso quien, entusiasmado con la idea, no tarda en ensayar sus primeros bocetos. La técnica, el material es nuevo. Pero la esencia, la superposición y el avance continuo, la búsqueda del explorador que se adentra más allá que ningún otro le pertenece a él, acaso como si, al hallarse al fin en cada claro después de atravesar la maleza, ensayase invariablemente la conocida frase de Stanley tocándose el cansado salacot.
Pero más allá ha descubierto tan pronto, en una sola batida, todo lo visible y tiene que adentrarse en la oscuridad en medio de la adolescencia plagada de imágenes que le asedian, como la vida descubre sus verdades a los comunes en la cúspide de la montaña, allí donde se ve con claridad el pasado, como un fresco, y apenas se vislumbra, entre sombras, un futuro adornado de esperanzas y plagado de dudas. Sobre esta cuestión escribe Boeck: “El pintor, evidentemente, se ha depurado de su propia experiencia: sus primeras actitudes irreverentes y críticas para la sociedad han dado lugar a una profunda compasión para con los sufrimientos del género humano”. Es el camino incierto que se ha de construir con los pertrechos de una parte de la existencia terminada, de la que el pintor se desprende, indómito, haciéndose jirones a fuerza de pinceladas.
Picasso se hace gato de Madrid (Ramón greguea más tarde: “deambula por el emborrullado Madrid de entonces, penetrándole por la suela de las botas lo que ha de ser después principal base de sus renovaciones, la plasticidad de lo visible, que emborrillará de grises senos las telas de la primer pesadilla cubista…”), aunque por poco tiempo, y demuestra tener esas vidas que no sabe vislumbrar el crítico desafortunado de su primera exposición, que afirma: “en cuanto al señor Picasso que, según me dicen, es muy joven, comienza con tanto ímpetu que me hace temer por su futuro. Podría enumerarse la procedencia de cada uno de sus cuadros; su variedad es demasiado notable. Lo cual no quita para que esté bien dotado; pero le aconsejaría, por su propio bien, que no pintara más de una tela al día”. Tres y cuatro y cinco por jornada es el ritmo. El collage que construye muchos años antes de que Braque se lo enseñe en concepto, cuando ya todos los bosques y ciudades y rincones de la tierra (sin olvidar el grato paréntesis de Horta de San Juan al que el pintor alude orgulloso: “Todo lo que sé lo aprendí en el pueblo de Pallarés… cuidar a un caballo, dar de comer a las gallinas, sacar agua del pozo, hablar con la gente, hacer sólidos nudos, equilibrar la carga de un burro, ordeñar una vaca, cocer bien el arroz, tomar fuego del hogar…”) le son conocidos y sólo resta horadar hasta la muerte la cantera inacabable de su genio.
Aquellos hombres y mujeres del circo, la vida de color de rosa que le canta Edith Piaf a su amor, Marcel Cerdan, son los últimos pasos de la escalada de cuya meta ya no desciende. Ha superado el azul del descubrimiento, el azul que comparte y menciona André Salmon: “Los estropeados, los vagabundos haciéndose una patria en el porche de una iglesia; las madres sin leche. Todo el dolor y toda la plegaria. Los saltimbanquis. El gordo hombre rojo, los delgados acróbatas adolescentes, el arlequín negro, los cascabeles tristes y el tambor fúnebre, la muchacha del chal y el caballo blanco del picadero eterno. ¿Recuerdas Pablo?”.
La reducción pictórica al color de la infancia para escapar de una tristeza primeriza y sobrevenida, la melancolía hacia la madurez. “Lo mejor que hay en el mundo…, el color de todos los colores… El más azul de todos los azules…” lo usa para retratar el cadáver de su amigo Casagemas, que se dispara en la cabeza, en el café L’Hippodrome, delante de él mismo y de su amor no correspondido. Con sus retratos muestra el fondo del alma atormentada donde asoman las pensiones frías de Madrid, “¿qué pintaba yo allí? ¿Qué?”, le confiesa a su fiel Sabartés (quien ante sus nuevos cuadros recién pintados manifiesta: “de tonalidades violentas, de colores abigarrados que al primer golpe de vista producían el efecto de colorines de baraja”. “Déjame que me acostumbre a esto…”, termina espetándole); las húmedas esquinas de Barcelona, la penuria y la enfermedad, “la estéril tristeza” que contempla el poeta Morice y “que pesa sobre toda la producción, ya tan abundante, de este joven: Picasso, que empezó a pintar aun antes de saber leer, parece haber recibido la misión de expresar con el pincel todo lo que existe; diríase que es un joven dios decidido a reconstruir el mundo. Pero un dios hosco; los cientos de rostros que ha pintado gesticulan, pero ni una sola sonrisa; y es un mundo tan inhabitable como sus fábricas corroídas por la lepra. Su misma pintura está enferma. ¿Incurablemente? Lo ignoro; pero desde luego nos hallamos ante una fuerza, una vocación y un talento verdaderos… Sin embargo, ¿hay que prometerse que esta pintura llegue a curar? ¿No estará destinado este muchacho, tan desconcertadamente precoz, a conferir la consagración de obra maestra al sentido negativo de la vida, al mal que él mismo sufre como todos?”.
Tiene que arrancarse esos huéspedes que le impiden respirar, a pesar de que a través de ellos llena de aire sus pulmones, como un buceador a través del tubo. Nada en su desorden mítico “rodeado de un enjambre de pobres pintores españoles con los que se sentaba en el suelo comiendo y charlando. Pintaba dos o tres cuadros al día, llevaba una chistera como yo, y pasaba las tardes entre los bastidores de los music halls de aquellos días, haciendo retratos de las estrellas… Él hablaba muy poco francés y yo nada de español, pero nos entendíamos.”. Lo dice Max Jacob (el amigo con el llega a compartir cama, usándola el francés por la noche y el español por el día). Y de este modo cura y cuando saca la cabeza ha llegado definitivamente a París y está a bordo del Bateau Lavoir “…al pie de la escalera, una única fuente para los doce inquilinos. Detrás de la fuente, a la derecha, un pasillo maloliente que lleva al único retrete, un negro rincón cuya puerta, que no puede cerrarse por falta de picaporte, golpea con la menor corriente de aire…”. Pero a ese barco, esa casa intrincada y laberíntica de Montmartre bautizada el Bateau por el mismo Jacob porque le recuerda a las barcazas lavadero que atracan en las riberas del Sena, le precede un humilde esquife en el que se enrola “como un ratón en un queso”, en palabras del crítico Gaya Nuño; y donde pronto se agolpan los compañeros de La Lonja y de la bohemia barcelonesa.
Junto a ellos navega por el barrio chino, y se acostumbra a tomar tierra en Els Quatre Gats, la “Cervecería gótica para los amantes del Norte, y patio andaluz para los del Sur”, donde se ofrece “a quienes amen la sombra de los pámpanos y la exprimida esencia de las uvas”. Allí le cantan sus amigos, en palabras de Miguel Utrillo a lomos de Pél i ploma: “El arte de Picasso es extremadamente joven. Dotado de un espíritu de observación que no perdona las debilidades de la gente, consigue extraer belleza hasta de lo horrible y lo anota con la sobriedad de quien dibuja porque ve y no porque sabe hacer narices manierísticas…”
“…En París le han aplicado un mote: su aspecto, el sombrero de anchas alas pasado por las intemperies de Montparnasse, los vivos ojos de meridional capaz de dominarse, el cuello envuelto en legendarios lazos ultra impresionistas, han inspirado a los amigos franceses el sobrenombre amistoso de “El pequeño Goya”. Creemos que el aspecto físico no ha mentido; y el corazón nos dice que tenemos razón”. Y Pellicer en ‘Picasso avant Picasso’ concreta estas generosas impresiones: “Los que fueron sus compañeros de aquella época refieren lo poco comunicativo que era Pablo, aunque tuviera rasgos de humor espontáneos y manifestase una rara precisión en sus juicios. Desde el primer momento, su temperamento dividió a los que le trataban en adoradores y enemigos.”
Sean quienes sean, la mayoría queda atrás, agotada por el paso constante del artista. En una carta, confiesa a Jacob: “Enseño lo que hago a mis amigos, los artistas de aquí, pero encuentras que hay demasiada alma y poca forma, lo cual es muy divertido. Tú sabes cómo hay que hablar con gentes así; pero escriben libros muy malos y pintan cuadros imbéciles. Así es la vida”.
Todo se aleja en lo inexorable de su marcha, como el relámpago que sigue su camino entre montañas. Vollard, “el galerista de los impresionistas”, describe el primer aterrizaje: “Hacia mil novecientos uno recibí la visita de un joven español, vestido de un modo rebuscado, traído a mi casa por un compatriota suyo, a quién conocía yo un poco. Era un industrial de Barcelona… El compañero de Manache (Pedro Mañach) era el pintor Pablo Picasso, el cual —a sus diecinueve o veinte años— había pintado ya un centenar de lienzos, que me traía con miras a una exposición. Esta exposición no tuvo ningún éxito y, en mucho tiempo, Picasso no encontró mejor acogida del público”. Este es el mismo pintor del que, más de sesenta años después, Mercedes Guillén, su protegida, escribe con motivo de la gran exposición en el Grand y el Petit Palais, además de en la Biblioteca Nacional: “Las casas de cultura del Estado y entidades independientes organizan ciclos de conferencias y presentan películas sobre la obra de Picasso; el instituto de Altos Estudios invita a los artistas a que diserten sobre temas picassianos; la radio y la televisión emiten a diario opiniones de historiadores, de críticos de arte, de poetas, de marchantes; las revistas preparan números extraordinarios…, el Ayuntamiento de Châtillon presenta treinta obras originales: litografías, grabados, aguafuertes…; llegan aviones y autocares de todos los países… Esta presentación simultánea de miles de obras, es la obra de setenta años del artista más personal y más universal de nuestra época… Hay ceniceros, llaveros, sellos Picasso y hasta unos panecillos en forma de mano se llaman Picassos…”
Y no es más que el joven “con el famoso mechón sobre el ojo negro, vestido de azul, la chaqueta abierta sobre una camisa blanca, ceñida a la cintura por una faja de franela roja, con flecos…” enamorado de Fernande, antes de que empiece todo, la modelo de artistas que frecuenta el Bateau. “Creo que hace dos días empecé una nueva tontería, pero fue culpa de la tormenta. En la casa hay un pintor español que me encuentro en todas partes desde hace algún tiempo y que, con sus ojazos cargados, penetrantes y pensativos a un tiempo, llenos de fuego contenido, me mira con tanta intensidad que no puedo evitar mirarle a mi vez…” La amiga de Apollinaire, el poeta que en su delirio de muerte, el mismo día del armisticio de la Gran Guerra, cree que van por él los gritos en la calle de ¡A bas Guillaume! (¡Abajo Guillermo!, el Káiser), según cuenta Gertrude Stein.
Picasso es el “artistazo jovencísimo”, como le llama Morice, del polvo y la suciedad al que acompaña todo su grupo: la bande Picasso. “Au rendez vous des póetes”, reza el cartel de su estudio de la casa mítica, donde “recibía al visitante un fuerte aroma a óleo y parafina, que Picasso usaba para pintar, así como para combustible de su lámpara, mezclado con el humo de la pipa de tabaco negro. Una vez que se pasaban los montones de cuadros arrimados a la pared, se hallaba el lienzo en que Picasso estaba trabajando, apoyado en un caballete en un espacio libre del centro de la habitación.” Salmon continúa: “un armario pintado hecho de tableros, un velador burgués comprado a un comerciante de mimbres, un viejo diván usado como lecho, un caballete. Incrustado en el espacio del estudio, un cuartito conteniendo algo como una cama, considerado como un retiro y familiarmente conocido como el cuarto de la chica…”, donde, loco de celos, retiene a Fernande quien, después de las primeras dudas (“…todavía no me he decidido a irme a vivir con Pablo. Es celoso, no tiene un duro y no quiere que yo trabaje. ¿Cómo se entiende? ¡Es una estupidez! Y además no quiero vivir en ese estudio miserable…”), termina por no oponer resistencia: “Con fe, con libros, un diván y poco trabajo que hacer, yo era feliz, muy feliz”.
Es el principio de todo cuando termina el período más cotizado de toda su obra. De nuevo Morice, entusiasmado ante el renacimiento que ha ansiado durante años como el mayor admirador, escribe: “… las nuevas obras que expone… anuncian un cambio solar de su inclinación. No es que no subsista nada de sus primeras turbias representaciones… Hoy las actitudes se alivian, los elementos se disponen menos miserablemente, la tela se aclara: apunta a la aurora de la piedad, de la salvación…” Es el genio que esboza su primera “media sonrisa” y el final de un época en la que, como recuerda Jacob, “…todos vivíamos malamente. Lo maravilloso es que todos vivíamos igual.”
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