Opinión Vuelva usted mañana

Tsevan Rabtan: El libre albedrío

Gracias a Arcadi Espada y a Verónica Puertollano, he leído un artículo de Jerry A. Coyne  que retoma la vieja discusión acerca de si tenemos o no libre albedrío. Coyne es básicamente un biólogo evolucionista, por lo que he visto.

Soy materialista y ateo, en un sentido puramente descriptivo en ambos casos. No tengo una teoría, vamos, sobre ninguna de esas dos cosas, sino una simple aproximación experimental. Llevo unos cuantos años leyendo sobre cómo funciona nuestro cerebro, aunque, como ya advertí al comenzar esta serie de artículos, no soy un experto en esto tampoco. Iré un poco más lejos: ni me acerco a parecer un aficionado, tal y como entiendo yo este término.

Así que no pretendo ni exponer ni opinar sobre las teorías de las que habla el autor acerca del funcionamiento del cerebro y lo que llama los descubrimientos de los psicólogos y neurocientíficos. Soy muy respetuoso con el trabajo de los expertos como para hacer algo así. No obstante, lo soy con el trabajo de todos ellos. El autor insiste mucho en hablarnos de las “leyes de la física” y en cómo estamos sometidos a ellas. Luego diré algo más sobre esto, pero ya que lleva la discusión hasta ese punto, es decir hasta el punto de afirmar que …

Una prueba práctica de libre albedrío sería esta: si te pusieran en la misma posición dos veces —si la cinta de tu vida pudiera rebobinarse hasta el momento exacto en que tomaste una decisión, en las mismas circunstancias que te llevaron a ese momento y todas las moléculas en el universo alineadas de la misma manera— podrías haber elegido de forma distinta.

… esto me autoriza a traer a la discusión, por ejemplo, a un eminente físico, el señor Roger Penrose. Penrose sostiene una curiosa teoría no muy bien vista por los psicólogos y por los expertos en ciencias de la computación e inteligencia artificial. Mantiene que si pasase eso que describe Coyne (de ser posible y dejémoslo en experimento mental) es perfectamente admisible que el resultado fuera otro. Lo es conforme a su teoría acerca del papel de ciertas proteínas, las tubulinas, situadas en los microtúbulos de las células; en el caso del cerebro, de las neuronas. La conciencia, el flujo de conciencia, sería resultado de una fase previa de computación cuántica y un evento no-computable —es decir, no determinado por una serie de algoritmos— posterior, producido en el momento del colapso:

We equate the pre-reduction, coherent superposition («quantum computing») phase with pre-conscious processes, and each instantaneous (and non-computable) OR, or self-collapse, with a discrete conscious event.

La idea de que el colapso de la función de onda sea un resultado no absolutamente azaroso, pero tampoco predeterminado por la presencia de ese componente cuántico computacional es, en principio, especulativa.

No tengo ni idea acerca de cuáles son los méritos de estas ideas. Tampoco sé hasta qué punto son compatibles o no con los datos experimentales. Sólo quería dejar constancia de que no es pacífico que el cerebro humano actúe como un computador. Y que, por tanto, ese experimento mental al que se refiere Coyne podría dar, de forma compatible con las “leyes de la física” conocidas, un resultado absolutamente diferente.

Lo que me ha llamado la atención de la exposición del señor Coyne, en realidad, son ciertas afirmaciones que me dejan perplejo y que no tienen que ver mucho con los datos experimentales. Intentaré explicarme.

El señor Coyne mantiene un determinismo absoluto en lo relativo a la conciencia. Si examinamos esa prueba que propone y a la que antes me refería, lo que viene a decir es que nuestro comportamiento es único. Yo estoy escribiendo este artículo como consecuencia de la evolución del universo y no podría estar haciendo otra cosa. Y si dejo de hacerlo como acto “consciente” de rebeldía es igual: esa sería la única respuesta posible. Ojo, el señor Coyne dice que es único, no sólo que esté determinado, ya que menciona que sólo es posible un resultado. Esto es importante, porque una cosa es que haya unas leyes que guíen el funcionamiento de la materia y otra diferente es que esas leyes lleguen al punto de fijar un único camino. En el modelo de Penrose hay unas leyes, pero el resultado, sin ser aleatorio, puede ser múltiple.

Antes de hablar de las pruebas de esa afirmación, me surge una duda. No sé si el señor Coyne defiende que sólo la conciencia humana (y no sé si incluir a los animales con cerebros suficientemente desarrollados o dónde situaría él, en su caso, la frontera) está determinada de esa forma única por las Leyes de la Física o si lo está toda la materia. Lo primero permitiría la presencia del azar y de lo aleatorio, sin perjuicio de que la respuesta dada por estos autómatas llamados humanos, fuese única, en el sentido de que producido el input no elegido —porque el cerebro no puede escoger al margen de inputs exteriores previos— el proceso, al ser computacional, daría lugar a una única respuesta posible. Es decir, el input podría ser aleatorio, pero la respuesta sería predecible por ser única. Si pretende esto, el cerebro sería un órgano extremadamente extraño: ¿cómo afirmar que el input físico pueda ser aleatorio y, sin embargo, el resultado de la “computación” cerebral no pueda incluir aleatoriedades, pese a afirmarse que el cerebro está sujeto a las mismas leyes físicas?

Si se pretende que el Universo en su conjunto sigue una sola línea (y esto es lo que parece querer decir en la segunda hoja del documento) preciso para creer al señor Coyne de un modelo físico compatible con todos los datos experimentales y que, además, incluya como resultado un único camino (con todos los problemas conceptuales de definir único camino, considerando que simplemente para llegar ahí sería preciso poder hacer la fotografía de “todo” el Universo en un momento dado, y esto es algo conceptualmente problemático, por decirlo suavemente, y no solamente “difícil”). Por lo que sé, ese modelo no sólo no existe, sino que ni siquiera está en la agenda.

El problema de plantear el libre albedrío en los términos en los que lo hace Coyne es ése. Si no pretende que todo esté determinado, que la solución única exista (cuando ni siquiera podemos saber exactamente qué es esa solución única) y pretende afirmar esto sólo respecto del cerebro, nos tiene que dar una buena razón para que el cerebro sea especial. Para que el cerebro se aparte de las reglas que gobiernan los demás procesos físicos. Y eso es introducir una dualidad funcional muy peligrosa para sus afirmaciones.

Digo que no tengo claro qué defiende el señor Coyne porque, pese a que parece referirse al universo físico en su conjunto en la segunda hoja del documento, parece optar por otra visión, al dar una respuesta a la, en mi opinión, más interesante de las objeciones, la de Paul Gómez, que le dice:

Cuando no disponemos de suficiente información tomamos decisiones consideradas como «la mejor apuesta». La aleatoriedad del mundo es el principal desafío a nuestro cerebro y eso refuta «el output predeterminado» de la afirmación de arriba.

En esa respuesta, como verermos a continuación, no refuta que el input pueda ser aleatorio, ni que lo pueda ser el funcionamiento de la mente, sino que insiste (con argumentos muy débiles) en que el proceso es irrelevante, y que lo relevante es el output, que estará siempre predeterminado:

Este comentario, que oigo a menudo, es completamente irrelevante para lo que digo. Me da igual si el cerebro procesa la información de la misma manera que una computadora. (Y, por cierto, ¡los ordenadores son capaces de aprender, también!). Lo que importa no es cómo realiza el proceso, solo si, dada una serie de inputs, habrá siempre un output predeterminado (sin que haya cualquier efecto cuántico no determinista). Predigo que lo habrá, y creo que la mayoría de los filósofos coincidirán conmigo.

Aquí, como ven, no discute la “aleatoriedad” del mundo, sino la del resultado del proceso cerebral. Insisto: al margen de predicciones suyas, me pregunto cómo es posible defender que nuestro cerebro sea “determinista” hasta ese extremo a pesar de que el mundo físico esté plagado de eventos aleatorios. Y esto, de nuevo, es incompatible, por cierto, con algo que afirma mucho antes, demostrando cierta tendencia a los argumentos contradictorios:

El verdadero «libre albedrío», pues, nos obligaría a salir de algún modo de la estructura de nuestro cerebro y modificar su funcionamiento. La ciencia no nos ha enseñado ningún modo de hacerlo porque «nosotros» somos simples constructos de nuestro cerebro. No podemos imponer una nebulosa «voluntad» en los inputs de nuestro cerebro que puedan afectar al producto de las decisiones y las acciones; no más de lo que un ordenador programado podría alcanzar su interior y modificar su programa.

Pues no. El verdadero “libre albedrío” tal y como lo define él, no nos obliga a salir de la estructura de nuestro cerebro. Bastaría con que la estructura de nuestro cerebro permita respuestas diversas ante una situación previa. Si “no hay un output predeterminado” no tenemos que salir de ningún sitio. En cualquier caso, insisto en que es él, el señor Coyne, el que tiene que demostrar que dados unos inputs concretos, no cabe más que un output único. Me muevo, como ven, en el terreno de sus definiciones.

Veamos ahora las pruebas:

Los experimentos recientes con escáneres cerebrales demuestran que cuando un sujeto «decide» pulsar un botón en el lado izquierdo o derecho de un ordenador, la elección puede ser predicha por la actividad cerebral con una antelación mínima de siete segundos a que el sujeto sea consciente de haber hecho la elección. (Estos estudios utilizan técnicas de imágenes en bruto basadas en el flujo sanguíneo, y sospecho que el futuro conocimiento del cerebro nos permitirá predecir muchas de nuestras decisiones con una antelación mucho mayor a siete segundos). Las «decisiones» que se toman así no son conscientes. Y si nuestras elecciones son inconscientes, con una determinada antelación a que pensemos que las hemos hecho, entonces no tenemos libre albedrío en ningún sentido significativo.

Este párrafo me encanta, no sólo porque no prueba nada sobre el “libre albedrío”, en el sentido definido por el autor, sino porque me parece un ejemplo cojonudo del fantasma de la máquina. Lo gracioso es que el autor se escandalizaría si le dijese que él ha aplicado esa falacia tan usual.

Empezaré por lo primero. Que el cerebro tenga una actividad cerebral siete segundos antes (o con cualquier antelación, ya que cualquier antelación podría valer) de que el sujeto diga ser consciente de la decisión no prueba que esa actividad cerebral equivalga a la adopción de un output único, en el sentido de predeterminado. Es una suposición, simplemente. El mismo Penrose, por cierto, plantea posibles explicaciones a esas demoras compatibles con sus teorías. En cualquier caso, aunque fuera así, ¿por qué ese output previo equivale a una respuesta única?  Insisto, yo me atengo a las definiciones del autor del artículo. ¿Por qué el que “seamos conscientes” más tarde equivaldría a una única respuesta posible? Confunde el autor la “autoconciencia” (concepto problemático, insisto) con el determinismo. Es perfectamente posible que el cerebro escoja entre alternativas posibles y que luego se tome conciencia (en el sentido de que el sujeto exprese tenerla) con posterioridad.

Voy ahora a lo del “fantasma de la máquina”. Ese mito se basa en la creencia en la existencia de un yo, de una especie de instancia previa, como un alma, que escoge la conducta. Veamos. El autor pone “decide” entre comillas, para dejar claro que de decisión nada. Sin embargo, cuando dice “el sujeto sea consciente” no pone ningunas comillas. Me deja perplejo. ¿Ser consciente no es también un output? Claro que lo es. Y supongo que es un output único según el autor. Vamos, que el autor habla de dos output: primero la “decisión”, que es única, y luego la “conciencia de la decisión”, que también es única. No son el mismo output, está claro. El fantasma, en su versión tradicional es previo a la decisión. En la versión de Coyne se invierten los términos y además también se produce una reducción al absurdo. Coyne menciona un fantasma a posteriori para justificar su teoría: el sujeto consciente. Por desgracia para su teoría, ese sujeto consciente es también el propio cerebro. No hay un yo aparte, un alma a la que el cerebro le transmita una decisión ya tomada, engañándole. No hay un sujeto al que engañar salvo que se crea que el cerebro engaña a “otro”. Si evitamos la falacia, nos damos cuenta de algo sencillo: que nuestro cerebro escoja un output determinado no se ve contradicho por el hecho de que se haga presente, como producto cerebral, después. Es el mismo cerebro en ambos casos.

El autor dice:

Las «decisiones» que se toman así no son conscientes. Y si nuestras elecciones son inconscientes, con una determinada antelación a que pensemos que las hemos hecho, entonces no tenemos libre albedrío en ningún sentido significativo.

Esa distinción entre elecciones inconscientes y “pensemos que las hemos hecho” sólo supondría lo que supone el autor si creemos que existe un sujeto consciente, al margen del resto de los productos de nuestro cerebro, y que ése debería ser el lugar en el que se deberían tomar las decisiones. Ése es el fantasma. Sin embargo, si el cerebro es único, un resultado no determinista podría tener lugar en él, sin perjuicio de que el “relato” (por cierto no necesariamente fiel) del cómo y el por qué de la decisión apareciese como subproducto de esa decisión no determinista, después. Yo no digo que ésa sea la explicación. Lo que digo es que resulta muy extraño defender que la aparición de algo como la “autoconciencia” del proceso, su explicación, a posteriori, equivalga a la falsedad de ese proceso, cuando lo uno y lo otro son producto de la misma fábrica.

También me parece francamente autocontradictorio defender que la ilusión de la responsabilidad de los actos (absolutamente inexistente según la extrema tesis del autor) es un producto adaptativo por la siguiente razón:

Sospecho que son productos de la selección natural, tal vez porque nuestros antepasados no se desarrollaban en pequeños y armoniosos grupos —las condiciones bajo las cuales evolucionamos— si no se sentían responsables de sus actos. Los estudios sociológicos demuestran que si la creencia de las personas en el libre albedrío pierde valor, éstas desarrollan menos conductas prosociales y más conductas antisociales.

Al margen de que la tesis extrema del autor termine desembocando en una evolución lineal (si todo lo que sucede está determinado por las leyes físicas que dan lugar a una respuesta única no cabía más que una línea evolutiva), yo me pregunto qué influencia puede tener la “creencia” o no en la toma de decisiones. Si la creencia es la autoconciencia de que tomamos decisiones y esa creencia me permite obrar de otra manera, esa creencia funciona como una especie de input permanente que me permite optar: y además sería previa a la toma de decisiones, como un presupuesto previo, una configuración “cerebral” especial. Por desgracia, esto implicaría que el sujeto, al creerse libre termina actuando así. No es esto lo que defiende el autor: para él, la conciencia es siempre posterior a la aparición de ese output único. Entonces, ¿cómo es posible que eso influya en el sujeto, hasta el punto de convertirse en una adaptación fructífera? No hay vuelta de hoja: si la creencia en la libertad de decisión produce un efecto beneficioso sólo puede deberse a que sea cierta,al menos parcialmente.

Quiero finalizar comentando algo sobre las conclusiones del artículo. El comienzo es francamente divertido. El autor nos dice que el nihilismo es imposible por nuestra sensación de “agenda” personal. Y eso que yo creía que el nihilismo no es ni posible ni imposible, básicamente porque se supone que no podemos elegir. En realidad, según la tesis del autor, seremos nihilistas o no según sea la respuesta única derivada de las leyes de la física. Digamos que lo de la “sensación” da igual, porque la “sensación” sería un subproducto falso como la autoconciencia.

La misma conclusión paradójica se observa en su apreciación acerca de que debemos seguir castigando el crimen, porque eso cambia el entorno y ese entorno sí puede influir en los demás. Francamente esta afirmación llega al extremo de parecerme risible. El autor pretende introducir una especie de determinismo a partir de un acto voluntario: voluntariamente castigamos  para que el castigo se introduzca en el entorno físico como hecho que añadir a los inputs que producirán en los demás autómatas un resultado beneficioso único e inevitable. La pregunta es inmediata: ¿cómo podemos pretender iniciar esa cadena tan beneficiosa si nuestros actos están determinados, si la conciencia de que decidimos entre alternativas es una ilusión posterior? Más aún ¿cómo podemos discutir entre alternativas que no son posibles? O el autor ha decidido ser inconsecuente con su tesis o no se la cree.

Y no les digo nada acerca de lo maravillosamente naïf que me resulta que nos explique que no está justificada la venganza o la retribución. ¿Justificado? No comprendo qué significa eso conforme a sus tesis. La justificación exige un juicio imposible.

Con esto termino, ya que me parece el meollo del asunto. El final del artículo parece unir el descubrimiento de la verdad (de la verdad de nuestro cerebro evolucionado) y la aparición de un mundo mejor. Ese descubrimiento (lo dice el autor en algunos de sus comentarios posteriores) no es incompatible con su determinismo, porque nuestro cerebro ha evolucionado para encontrar la “verdad” en el mundo, y la ciencia como epifenómeno sirve para poner a prueba nuestras percepciones. Bueno, tengo muchas dudas acerca de eso de la evolución y el descubrimiento de la verdad (tampoco tengo muy claro que es eso de la verdad), pero el mismo Coyne nos da un ejemplo de lo contrario: los cerebros evolucionaron para creer que tenemos libre albedrío, pero esto es una ilusión, según nos dice el propio Coyne. Es decir, la evolución, aquí, sirvió para que nuestro cerebro nos “mintiera”. En cualquier caso, yo me pregunto cómo debemos tratar a los productos del conocimiento. A los verdaderos y a los falsos.

A ver si soy capaz de explicarme. Si Coyne tiene razón en su planteamiento inicial, da igual los descubrimientos que hagamos. Esos descubrimientos no podrán influir en un mundo determinista en absoluto. Da igual lo que “creamos” haber descubierto. Esos descubrimientos no influirán en las decisiones porque éstas son inconscientes. Por tanto, da igual lo que descubramos porque somos incapaces de elegir ajustar nuestro comportamiento a la verdad y con ello dirigirnos hacia ese mundo mejor. Sus conclusiones serían, por tanto, absurdas.

Hay, sin embargo, una manera de incluirlas. Si el conocimiento que adquirimos se convierte en inputs disponibles estos conocimientos afectarían a las conductas posteriores. Ésa sería, por así decirlo, la línea salvadora. Por desgracia, esta interpretación, en realidad, probaría justamente lo contrario: que podemos elegir.

Si nuestras conclusiones influyen en nuestros comportamientos y en los comportamientos de los demás, si son inputs de esas decisiones “inevitables”, es porque esas conclusiones son posibles. El autor se fija en el epifenómeno que llama ciencia. Yo aprovecho para incluir otros, como la filosofía, la ética, la religión o la cetrería. Me da igual si sus productos son “verdaderos” o no. Si son posibles e influyen en los demás, esto sólo puede deberse a que sean, como producto cerebral, resultado de una ponderación de sus valores argumentales. Si una pluralidad de personas deja de comer porque creen que vienen unos “ángeles” de un cometa a rescatarlos y esa conducta es resultado inevitable de esa creencia, eso sólo puede ser resultado de que esa creencia es posible, no obligada. Si fuera obligada, la creencia sería como la autoconciencia, un producto posterior, no un input.

Más aún, resulta muy extravagante conceder ese beneficio sólo a los conocimientos científicos. Si todos los inputs influyen en el output final, da igual que ese conocimiento sea falso o verdadero: dará un resultado con independencia de ello. Sin embargo, si pretendemos que es mejor que se adopte un conocimiento verdadero (por ejemplo el de que es ilusorio el concepto de libre albedrío, según el autor) esto sólo puede deberse a que podemos adoptar un conocimiento falso: es decir a que podemos elegir entre la verdad o la falsedad. Si podemos elegir, si podemos juzgar y si podemos actuar conforme al resultado de nuestros juicios, somos libres. Ya lo creo.

Me resulta muy simpático este teilhardismo. Uso ese término porque el autor nos explica que todo es inevitable para luego decirnos que no nos preocupemos, que esa inevitabilidad es mejor que su alternativa. ¿Ven la paradoja? Es como si tuviese una creencia en un punto omega, en un fin supremo de la evolución, el momento en el que seremos conscientes de que todo está bien porque no pudo ser de otra forma y tuviésemos que trabajar para que llegase cuanto antes. Por desgracia es difícil convencer a nadie de que hay que trabajar para que llegue lo inevitable, con lo fácil que es esperar.

Por mi parte, espero de la ciencia algo más modesto: explicaciones lo más coherente posible en los campos que puede abarcar y nada de teleología. Uno comprende la angustia de enfrenterse a algo tan jodidamente complejo como el cerebro y la tentación de los psicólogos evolutivos y los neurocientíficos de producir algo importante. Sin embargo, nos enteraremos sin duda de que han producido algo importante cuando ese descubrimiento reúna algunas condiciones: casi seguro será simple, posiblemente hermoso y me juego lo que quieran a que será intrascendente a priori. Desde luego no será la respuesta a si tenemos o no libre albedrío.

Tema este, por cierto, que no me interesa lo más mínimo.

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10 Comments

  1. Algunos científicos deberían estudiar más historia y comprobar cómo durante muchos siglos sus colegas han comenzado los libros con la expresión «Durante muchos siglos» para luego afirmar cosas que los siguientes siglos se han encargado de negar. Cada generación ha sentido la tentación de presentar sus probabilidades concretas como hitos asombrosos.

  2. Antonio

    Existe una evidencia, diría que incontrovertible, a favor del determinismo, esto es, la ausencia de libre albedrío y por tanto de responsabilidad.
    Y esta evidencia es que Arcadi Espada, a pesar de juguetear «en sus horas calmas» con ello, no puedo evitar seguir patrullando el periodismo en busca de malas prácticas entre sus colegas, desde Bauluz al menos hasta hoy.
    Su libre albedrío le permitiría relajarse un poco, pero entonces no tendría por qué hacerlo, ya que todos somos responsables (¿sí?), pero como el determinismo existe esto explica su (aparente) disonancia cognitiva.
    Mientras tanto algunos estamos obligados por las leyes deterministas a divertirnos entre horas con todas estas mandangas.

  3. Veo que al final sí se lo leyó :-).

    Por lo demás: olé. Yo creo que hasta que no hayamos entendido un poco cuestiones como el colapso de la función de onda, podemos dejar el tema en la nevera.

  4. bolaño

    estoy con samuel
    el colapso… y el entorno; es cierto que Coyne hece una presentación naif, pero habla también del ‘entorno’
    tsevan recoge el término tres veces en un párrafo perdido
    en fin, líbreme dios de pontificar
    saludos

  5. freewilly

    Impresionante, Tsev. Gracias.

    Lo triste es que Arcadi/Puertollano se cepillan el estupendo chiste gráfico del final del artículo.

    «Usted está aquí… POR su libre albedrío»

  6. El libre albedrío no existe por más que nos ilusione tenerlo. Se puede demostrar por medio de la filosofía, física o psicología. La moral no necesita del libre albedrío, pues sigue siendo útil en el determinismo o el azar (indeterminismo). La discusión se debería centrar en cómo debemos vivir sin libre albedrío, cómo podemos ser felices sin libertad. Todo eso es lo que analizo en mi libro: «Cómo vivir feliz sin libre albedrío» que de momento podéis descargar gratuitamente en http://www.janbover.org.

    El libro analiza todos los aspectos debatidos sobre el libre albedrío y más (con bastantes ideas propias). El libro está dividido en 5 apartados: un Estudio filosófico y un Estudio psicológico que analiza la imposibilidad del libre albedrío analizándolo desde todos los ángulos posibles, un Estudio moral que demuestra que la moralidad no tiene nada que ver con el libre albedrio, y un Estudio estadístico y Estudio práctico que analiza de qué modo podemos actuar sabiendo que no somos libres, y a pesar de todo ser felices.

    Espero que os interese y, si fuera así, que me devolváis algún comentario al finalizarlo.

    Jan Bover
    http://www.janbover.org

  7. El determinismo es el opio del pueblo

    Buen artículo. Personalmente pienso que si estuviésemos predeterminados por las fuerzas físicas de las que se habla, entonces nos encontraríamos en un mundo sin conexiones lógicas, puesto que nuestros pensamientos (ya determinados) no tendrían porque guardar una relación lógica, la cual proviene de nuestra libertad. Por ejemplo, si alguien me saluda yo puedo, entre otras cosas,: a) actuar con coherencia y devolverle o no el saludo, o b) actuar ilógicamente. Lo normal de toda la vida es actuar con coherencia ante cualquier situación que lo requiera; sin embargo, si no tuviéramos libre albedrío ¿cómo es posible que actuemos con coherencia y no vivamos en un sin sentido constante al ser controlados por fuerzas físicas externas? La forma de justificarlo que se me ocurre es suponiendo la existencia de Dios, la cual no voy a tratar aquí.

  8. Pingback: Magapsine Semanal (8-14/09/2014) - Dronte

  9. juslere

    Hay infinitos universos. Todo está predeterminado, nada es aleatorio, esta realidad que vivimos no es sino una de las infinitas combinaciones posibles. No existe el libre albedrío, es una falsa ilusión, como lo pone de manifiesto el lapso de tiempo entre la actividad cerebral previa y la conciencia del individuo sobre la «decisión». No importan las conclusiones a las que hemos llegado, esos inputs no alteran en absoluto los outputs, todo, absolutamente todo, está encuadrado en el apabullante concepto de «infinito». Tratamos inútilmente de explicar muchos fenómenos que se nos revelan incomprensibles sin tener en cuenta esta idea; este universo es una posibilidad concreta de una amalgama infinita. Su artículo, mi comentario, la botella de agua medio vacía que veo a mi derecha y el cabello de Donald Trump son sólo una representación.

  10. Pingback: El libro albedrío es un engaño y me han obligado a escribir un libro para denunciarlo – Las cuatro esquinas del mundo

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